Capítulo 4
LA TIERRA
ACERCA DE SU FORMA Y TAMAÑO
El Sistema Solar está formado por un enorme Sol, cuatro planetas gigantes, cinco más
pequeños, más de cuarenta satélites, más de 100.000 asteroides, tal vez más de cien
mil millones de cometas y, sin embargo, por lo que sabemos hasta hoy, sólo en uno de
esos cuerpos existe la vida: en nuestra propia Tierra. Por lo tanto, es a la Tierra donde
debemos volvernos ahora.
La Tierra como esfera
Una de las mayores inspiraciones de los antiguos griegos fue la de afirmar que la
Tierra tenía la forma de una esfera. Originariamente concibieron esta idea (la tradición
concede a Pitágoras de Samos la primacía en sugerirla, alrededor del 525 a. de J.C.)
sobre bases filosóficas, a saber, que la esfera era la forma perfecta. Pero los griegos
también la comprobaron mediante observaciones. Hacia el 350 a. de J.C., Aristóteles
expresó su creencia de que la Tierra no era plana, sino redonda. Su argumento más
efectivo era el de que si uno se trasladaba hacia el Norte o hacia el Sur, iban
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apareciendo nuevas estrellas en su horizonte visible, al tiempo que desaparecían, bajo
el horizonte que dejaba atrás, las que se veían antes. Por otra parte, cuando un barco
se adentraba en el mar, no importaba en qué dirección, lo primero que dejaba de
verse era el casco y, por fin, los palos. Al mismo tiempo, la sombra que la Tierra
proyectaba sobre la Luna durante un eclipse lunar, tenía siempre la forma de un
círculo, sin importar la posición de nuestro satélite. Estos dos últimos fenómenos
serían ciertos sólo en el caso de que la Tierra fuese una esfera.
Por lo menos entre los eruditos nunca desapareció por completo la noción de la
esfericidad terrestre, incluso durante la Edad Media. El propio Dante imaginó una
Tierra esférica en su Divina comedia.
Pero la cosa cambió por completo cuando se planteó el problema de una esfera en
rotación. Ya en fecha tan remota como el 350 a. de J.C., el filósofo griego Heráclides
de Ponto sugirió que era mucho más sencillo suponer que la Tierra giraba sobre su eje,
que el hecho de que, por el contrario, fuese toda la bóveda de los cielos la que girase
en torno a la Tierra. Sin embargo, tanto los sabios de la Antigüedad como los de la
Edad Media se negaron a aceptar dicha teoría. Así, como ya sabemos, en 1613 Galileo
fue condenado por la Inquisición y forzado a rectificar su idea de una Tierra en
movimiento.
No obstante, las teorías de Copérnico hicieron completamente ilógica la idea de una
Tierra inmóvil, y, poco a poco, el hecho de su rotación fue siendo aceptado por todos.
Pero hasta 1851 no pudo demostrarse de forma experimental esta rotación. En dicho
año, el físico francés Jean-Bernard-Léon Foucault colocó un enorme péndulo, que se
balanceaba colgando de la bóveda de una iglesia de París. Según las conclusiones de
los físicos, un objeto como el péndulo debería mantener su balanceo con un plano fijo,
indiferentemente de la rotación de la Tierra. Por ejemplo, en el polo Norte el péndulo
oscilaría en un plano fijo, en tanto que la Tierra giraría bajo el mismo, en sentido
contrario a las manecillas del reloj, en 24 horas. Puesto que una persona que
observase el péndulo sería transportada por el movimiento de la Tierra —la cual, por
otra parte, le parecería inmóvil al observador—, dicha persona tendría la impresión de
que el plano de balanceo del péndulo se dirigiría a la derecha, mientras se producía
una vuelta completa en 24 horas. En el polo Sur se observaría el mismo fenómeno,
aunque el plano en oscilación del péndulo parecería girar en sentido contrario a las
manecillas del reloj.
En las latitudes interpolares, el plano del péndulo también giraría (en el hemisferio
Norte, de acuerdo con las manecillas del reloj, y en el Sur, en sentido contrario),
aunque en períodos progresivamente más largos, a medida que el observador se
alejara cada vez más de los polos. En el ecuador no se alteraría en modo alguno el
plano de oscilación del péndulo.
Durante el experimento de Foucault, el plano de balanceo del péndulo giró en la
dirección y del modo adecuados. El observador pudo comprobar con sus propios ojos
—por así decirlo— que la Tierra giraba bajo el péndulo.
De la rotación de la Tierra se desprenden muchas consecuencias. La superficie se
mueve más de prisa en el ecuador, donde debe completar un círculo de 40.000 km en
24 horas, a una velocidad de algo más de 1.600 km/hora. A medida que se desplaza
uno al Norte (o al Sur) del ecuador, algún punto de la Tierra ha de moverse más
lentamente, puesto que debe completar un círculo más pequeño en el mismo tiempo.
Cerca de los polos, este círculo es realmente pequeño, y en los polos, la superficie del
Globo permanece inmóvil.
El aire participa del movimiento de la superficie de la Tierra sobre la que circula. Si una
masa de aire se mueve hacia el Norte desde el ecuador, su propia velocidad (al igualar
a la del ecuador) es mayor que la de la superficie hacia la que se dirige. Gana terreno
a esta superficie en su desplazamiento de Oeste a Este, y es impulsada con fuerza
hacia el Este. Tal impulso constituye un ejemplo del «efecto Coriolis», denominado así
en honor al matemático francés Gaspard Gustave de Coriolis, quien fue el primero en
estudiarlo, en 1835.
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Tales efectos Coriolis sobre las masas de aire determinan que giren, en su hemisferio
Norte, en el sentido de las manecillas del reloj. En el hemisferio Sur, el efecto es
inverso, o sea, que se mueven en sentido contrario a las manecillas del reloj. En
cualquier caso se originan «trastornos de tipo ciclónico». Las grandes tempestades de
este tipo de llaman «huracanes» en el Atlántico Norte, y «tifones» en el Pacífico Norte.
Las más pequeñas, aunque también más intensas, son los «ciclones» o «tornados». En
el mar, estos violentos torbellinos originan espectaculares «trombas marinas».
Sin embargo, la deducción más interesante hecha a partir de la rotación de la Tierra,
se remonta a dos siglos antes del experimento de Foucault, en tiempo de Isaac
Newton. Por aquel entonces, la idea de la Tierra como una esfera perfecta tenía ya una
antigüedad de casi 2.000 años. Pero Newton consideró detenidamente lo que ocurría
en una esfera en rotación. Señaló la diferencia de la velocidad del movimiento en las
distintas latitudes de la superficie de la Tierra y reflexionó sobre el posible significado
de este hecho.
Cuanto más rápida es la rotación, tanto más intenso es el efecto centrífugo, o sea, la
tendencia a proyectar material hacia el exterior a partir del centro de rotación. Por
tanto, se deduce de ello que el efecto centrífugo se incrementa sustancialmente desde
O, en los polos estacionarios, hasta un máximo en las zonas ecuatoriales, que giran
rápidamente. Esto significa que la tierra debía de ser proyectada al exterior con mayor
intensidad en su zona media. En otras palabras, debía de ser un «esferoide», con un
«ensanchamiento ecuatorial» y un achatamiento polar. Debía de tener,
aproximadamente, la forma de una mandarina, más que la de una pelota de golf.
Newton calculó también que el achatamiento polar debía de ser 1/230 del diámetro
total, lo cual se halla, sorprendentemente, muy cerca de la verdad.
La Tierra gira con tanta lentitud sobre sí misma, que el achatamiento y el
ensanchamiento son demasiado pequeños para ser detectados de forma inmediata.
Pero al menos dos observaciones astronómicas apoyaron el razonamiento de Newton.
En primer lugar, en Júpiter y Saturno se distinguía claramente la forma achatada de
los polos, tal como demostró por vez primera el astrónomo francés, de origen italiano,
Giovanni Domenico Cassini, en 1687. Ambos planetas eran bastante mayores que la
Tierra, y su velocidad de rotación era mucho más rápida. Júpiter, por ejemplo, se
movía, en su ecuador, a 43.000 km/hora. Teniendo en cuenta los factores centrífugos
producidos por tales velocidades, no debe extrañar su forma achatada.
En segundo lugar, si la Tierra se halla realmente ensanchada en el ecuador, los
diferentes impulsos gravitatorios sobre el ensanchamiento provocados por la Luna —
que la mayor parte del tiempo está situada al norte o al sur del ecuador en su
circunvolución alrededor del Planeta— serían la causa de que la Tierra se bamboleara
algo en su rotación. Miles de años antes, Hiparco de Nicea había indicado ya algo
parecido en un balanceo (aunque sin saber, por supuesto, la razón). Este balanceo es
causa de que el Sol alcance el punto del equinoccio unos 50 segundos de arco hacia
Oriente cada año (o sea, hacia el punto por donde sale). Y ya que, debido a esto, el
equinoccio llega a un punto precedente (es decir, más temprano) cada año, Hiparco
denominó este cambio «precesión de los equinoccios», nombre que aún conserva.
Naturalmente, los eruditos se lanzaron a la búsqueda de una prueba más directa de la
distorsión de la Tierra. Recurrieron a un procedimiento normalizado para resolver los
problemas geométricos: la Trigonometría. Sobre una superficie curvada, los ángulos de
un triángulo suman más de 180°. Cuanto mayor sea la curvatura, tanto mayor será el
exceso sobre estos 180°. Ahora bien, si la Tierra era un esferoide —como había dicho
Newton—, el exceso sería mayor en la superficie menos curvada, sobre los polos. En la
década de 1739, los sabios franceses realizaron la primera prueba al efectuar una
medición a gran escala desde lugares separados, al norte y al sur de Francia. Sobre la
base de estas mediciones, el astrónomo francés Jacques Cassini (hijo de Giovanni
Domenico, que había descubierto el achatamiento de Júpiter y Saturno) llegó a la
conclusión de que el ensanchamiento de la Tierra se producía en los polos, ¡no en el
ecuador! Para utilizar una analogía exagerada, su forma era más la de un pepino que
la de una mandarina.
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Pero la diferencia en la curvatura entre el norte y el sur de Francia era, evidentemente,
demasiado pequeña como para conseguir resultados concluyentes. En consecuencia,
en 1735 y 1736, un par de expediciones francesas marchó hacia regiones más
claramente separadas: una hacia el Perú, cerca del ecuador, y la otra, a Laponia, cerca
del Ártico. En 1744, sus mediciones proporcionaron una clara respuesta: la Tierra era
sensiblemente más curva en Perú que en Laponia.
Hoy, las mejores mediciones demuestran que el diámetro de la Tierra es 42,96 km
más largo en el ecuador que en el eje que atraviesa los polos (es decir, 12.756,78,
frente a 12.713,82 km).
Quizás el resultado científico más importante, como producto de las investigaciones del
siglo XVIII sobre la forma de la Tierra, fue el obtenido por los científicos insatisfechos
por el estado del arte de la medición. No existían patrones de referencia para una
medición precisa. Esta insatisfacción fue, en parte, la causa de que durante la
Revolución francesa, medio siglo más tarde, se adoptara un lógico y científicamente
elaborado sistema «métrico», basado en el metro. Tal sistema lo utilizan hoy,
satisfactoriamente, los sabios de todo el mundo, y se usa en todos los países
civilizados, excepto en las naciones de habla inglesa, principalmente Gran Bretaña y
Estados Unidos. No debe subestimarse la importancia de unos patrones exactos de
medida. Un buen porcentaje de los esfuerzos científicos se dedica continuamente al
mejoramiento de tales patrones. El patrón metro y el patrón kilogramo, construidos
con una aleación de platino-iridio (virtualmente inmune a los cambios químicos), se
guardan en Sévres (París), a una temperatura constante, para prevenir la expansión o
la contracción.
Luego se descubrió que nuevas aleaciones, como el «invar» (abreviatura de
invariable), compuesto por níquel y hierro en determinadas proporciones, apenas eran
afectadas por los cambios de temperatura. Podría usarse para fabricar mejores
patrones de longitud. En 1920, el físico francés (de origen suizo) Charles-Édouard
Guillaume, que desarrolló el invar, recibió el Premio Nobel de Física.
Sin embargo, en 1960 la comunidad científica decidió abandonar el patrón sólido de la
longitud. La Conferencia General del Comité Internacional de Pesas y Medidas adoptó
como patrón la longitud de la ínfima onda luminosa emitida por el gas noble criptón.
Dicha onda, multiplicada por 1.650.763,73 —mucho más invariable que cualquier
módulo de obra humana— equivale a un metro. Esta longitud es mil veces más exacta
que la anterior.
Midiendo el geoide
La forma de la Tierra idealmente lisa, sin protuberancias, a nivel del mar, se llama
«geoide». Por supuesto que la superficie de la Tierra está salpicada de accidentes
(montañas, barrancos, etc.). Aun antes de que Newton planteara la cuestión de la
forma global del Planeta, los sabios habían intentado medir la magnitud de estas
pequeñas desviaciones de una perfecta esfera (tal como ellos creían). Recurrieron al
dispositivo del péndulo oscilante. En 1581, cuando tenía sólo 17 años, Galileo había
descrito que un péndulo de una determinada longitud, completa siempre su oscilación
exactamente en el mismo tiempo, tanto si la oscilación es larga como corta. Se dice
que llegó a tal descubrimiento mientras contemplaba las oscilantes arañas de la
catedral de Pisa, durante las ceremonias litúrgicas. En dicha catedral hay una lámpara,
llamada todavía «lámpara de Galileo», aunque en realidad no fue colgada hasta 1548.
(Huygens puso en marcha los engranajes de un reloj acoplándole un péndulo, y utilizó
la constancia de su movimiento para mantener el reloj en movimiento con gran
exactitud. En 1656 proyectó gracias, a este sistema, el primer reloj moderno —el
«reloj del abuelo»—, con lo cual aumentó en diez veces la exactitud en la
determinación del tiempo cronológico.)
El período del péndulo depende tanto de su longitud como de la fuerza de la gravedad.
Al nivel del mar, un péndulo de 1 m de longitud lleva a cabo una oscilación completa
en un segundo, hecho comprobado en 1644 por el matemático francés, discípulo de
Galileo, Marin Mersenne. Los estudiosos de las irregularidades en la superficie terrestre
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se apoyan en el hecho de que el período de oscilación del péndulo depende de la
fuerza de la gravedad en cualquier punto. Un péndulo que realiza la oscilación perfecta
de un segundo al nivel del mar, por ejemplo, empleará algo más de un segundo en
completar una oscilación en la cumbre de una montaña, donde la gravedad es
ligeramente menor, porque está situada más lejos del centro de la Tierra.
En 1673, una expedición francesa a la costa norte de Sudamérica (cerca del ecuador)
comprobó que en este lugar el péndulo oscilaba más lentamente, incluso a nivel del
mar. Más tarde, Newton consideró esto como una prueba de la existencia del
ensanchamiento ecuatorial, ya que éste elevaba el terreno a mayor distancia del
centro de la Tierra y reducía la fuerza de la gravedad. Después de que la expedición al
Perú y Laponia hubo demostrado su teoría, un miembro de la expedición a Laponia, el
matemático francés Alexis-Claude Clairault, elaboró métodos para calcular la forma
esferoidal de la Tierra a partir de las oscilaciones del péndulo. Así pudo ser
determinado el geoide, o sea, la forma de la Tierra a nivel del mar, que se desvía del
esferoide perfecto en menos de 90 m en todos los puntos. Hoy puede medirse la
fuerza de la gravedad con ayuda de un «gravímetro», peso suspendido de un muelle
muy sensible. La posición del peso con respecto a una escala situada detrás del mismo
indica la fuerza con que es atraído hacia abajo y, por tanto, mide con gran precisión
las variaciones en la gravedad.
La gravedad a nivel del mar varía, aproximadamente, en un 0,6 % y, desde luego, es
mínima en el ecuador. Tal diferencia no es apreciable en nuestra vida corriente, pero
puede afectar a las plusmarcas deportivas. Las hazañas realizadas en los Juegos
Olímpicos dependen, en cierta medida, de la latitud (y altitud) de la ciudad en que se
celebran.
Un conocimiento de la forma exacta del geoide es esencial para levantar con precisión
los mapas, y, en este sentido, puede afirmarse que se ha cartografiado con exactitud
sólo un 7 % de la superficie terrestre. En la década de 1950, la distancia entre Nueva
York y Londres, por ejemplo, sólo podía precisarse con un error de 1.600 m más o
menos, en tanto que la localización de ciertas islas en el Pacífico se conocía sólo en
una aproximación de varios kilómetros. Esto representa un inconveniente en la Era de
los viajes aéreos y de los misiles. Pero, en realidad, hoy es posible levantar mapas
exactos de forma bastante singular, no ya por mediciones terrestres, sino
astronómicas. El primer instrumento de estas nuevas mediciones fue el satélite
artificial Vanguard I, lanzado por Estados Unidos el 17 de marzo de 1958. Dicho
satélite da una vuelta alrededor de la Tierra en dos horas y media, y en sus dos
primeros años de vida ha efectuado ya mayor número de revoluciones en torno a
nosotros que la Luna en todos los siglos de observación con el telescopio. Mediante las
observaciones de la posición del Vanguard I en momentos específicos y a partir de
determinados puntos de la Tierra, se han podido calcular con precisión las distancias
entre otros puntos de observación. De esta forma, posiciones y distancias conocidas
con un error de varios kilómetros, se pudieron determinar, en 1959, con un error
máximo de un centenar de metros. (Otro satélite, el Transit I-B, lanzado por Estados
Unidos el 13 de abril de 1960, fue el primero de una serie de ellos creada
específicamente para establecer un sistema de localización exacta de puntos en la
superficie de la Tierra, cosa que podría mejorar y simplificar en gran manera la
navegación aérea y marítima.)
Al igual que la Luna, el Vanguard I circunda la Tierra describiendo una elipse que no
está estudiada en el plano ecuatorial del Planeta. Tal como en el caso de la Luna, el
perigeo (máxima aproximación) del Vanguard I varía a causa de la atracción
ecuatorial. Dado que el Vanguard I está más cerca del ecuador terrestre y es mucho
más pequeño que la Luna, sufre sus efectos con más intensidad. Si añadimos a esto su
gran número de revoluciones, el efecto del ensanchamiento ecuatorial puede
estudiarse con más detalle. Desde 1959 se ha comprobado que la variación del perigeo
del Vanguard I no es la misma en el hemisferio Norte que en el Sur. Esto demuestra
que el ensanchamiento no es completamente simétrico respecto al ecuador; parece ser
7,5 m más alto (o sea, que se halla 7,5 m más distante del centro de la Tierra) en los
lugares situados al sur del ecuador que en los que se hallan al norte de éste. Cálculos
más detallados mostraron que el polo Sur estaba 15 m más cerca del centro de la
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Tierra (contando a partir del nivel del mar) que el polo Norte.
En 1961, una información más amplia, basada en las órbitas del Vanguard I y del
Vanguard II (este último, lanzado el 17 de febrero de 1959), indica que el nivel del
mar en el ecuador no es un círculo perfecto. El diámetro ecuatorial es 420 m (casi
medio kilómetro) más largo en unos lugares que en otros.
La Tierra ha sido descrita como «piriforme» y el ecuador, como «ovoide». En realidad,
estas desviaciones de la curva perfecta son perceptibles sólo gracias a las más sutiles
mediciones. Ninguna visión de la Tierra desde el espacio podría mostrar algo parecido
a una pera o a un huevo; lo máximo que podría verse sería algo semejante a una
esfera perfecta. Además, detallados estudios del geoide han mostrado muchas
regiones de ligeros achatamientos y ensanchamientos, por lo cual, si tuviésemos que
describir adecuadamente la Tierra, podríamos decir que es parecida a una «mora».
Llegado el momento, los satélites incluso por métodos tan directos como tomar fotos
detalladas de la superficie de la Tierra, han hecho posible trazar el mapa de todo el
mundo, hasta una exactitud casi al milímetro.
Aviones y barcos que, de ordinario, determinan su posición con la referencia de las
estrellas, puede llegar el momento en que lo hagan fijándose en las señales emitidas
por satélites de navegación, sin tener en cuenta el tiempo, dado que las microondas
penetran en nubes y nieblas. Incluso los submarinos, por debajo de la superficie del
océano, pueden hacer lo mismo. Y todo esto realizarse con tanta precisión, que un
transatlántico puede calcular la diferencia de posición entre su puente y su cocina.
Pesando la Tierra
Un conocimiento del tamaño y forma exactos de la Tierra permite calcular su volumen,
que es de 1.083.319 x 166 km3. Sin embargo, el cálculo de la masa de la Tierra es un
problema mucho más complejo, aunque la ley de la gravitación, de Newton, nos
proporciona algo para comenzar. Según Newton, la fuerza de la gravitación (f) entre
dos objetos en el Universo puede ser expresada así:
f=Gm1m2/d2
donde m1 m2 son las masas de los cuerpos considerados, y d, la distancia entre ellos,
de centro a centro. Por lo que respecta a g, representa la «constante gravitatoria».
Newton no pudo precisar cuál era el valor de esta constante. No obstante, si
conocemos los valores de los otros factores de la ecuación, podemos hallar g, por
transposición de los términos:
g =fd2 /m1m2
Por tanto, para hallar el valor de g hemos de medir la fuerza gravitatoria entre dos
cuerpos de masa conocida, a una determinada distancia entre sí. El problema radica en
que la fuerza gravitatoria es la más débil que conocemos. Y la atracción gravitatoria
entre dos masas de un tamaño corriente, manejables, es casi imposible de medir.
Sin embargo, en 1798, el físico inglés Henry Cavendish —opulento y neurótico genio
que vivió y murió en una soledad casi completa, pero que realizó algunos de los
experimentos más interesantes en la historia de la Ciencia— consiguió realizar esta
medición. Cavendish ató una bola, de masa conocida, a cada una de las dos puntas de
una barra y suspendió de un delgado hilo esta especie de pesa de gimnasio. Luego
colocó un par de bolas más grandes, también de masa conocida, cada una de ellas
cerca de una de las bolas de la barra, en lugares opuestos, de forma que la atracción
gravitatoria entre las bolas grandes, fijas, y las bolas pequeñas suspendidas,
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