máxima velocidad, como lo hace una montaña rusa. El satélite pierde velocidad
mientras sube (como le pasa a la montaña rusa) y se mueve a su menor velocidad en
el apogeo, poco antes de que se deslice de nuevo colina abajo.
El Sputnik I pasaba en el perigeo a través de finos fragmentos de la atmósfera
superior; y la resistencia del aire, aunque leve, era lo suficiente como para enlentecer
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al satélite un poco en cada viaje. En cada revolución sucesiva, fracasaba en alcanzar
su altura anterior de apogeo. Lentamente, comenzó a hacer espirales hacia dentro.
Llegado el momento, pierde tanta energía, que la atracción de la Tierra es suficiente
para hundirlo en la atmósfera más densa, donde se quema por fricción con el aire.
El índice en el que decae de esta forma la órbita de un satélite, depende en parte de la
masa del satélite y en parte de su forma, y también de la densidad del aire a través
del cual pasa. Así, puede calcularse la densidad de la atmósfera a ese nivel. Los
satélites nos han facilitado las primeras mediciones directas de la densidad de la
atmósfera superior. La densidad demostró ser más elevada de lo que se había
pensado; pero a la altura de 240 kilómetros, por ejemplo, es de sólo una
diezmillonésima respecto del nivel del mar, y a 360 kilómetros de únicamente una
billonésima.
No obstante, esas pequeñas cantidades de aire no deben descargarse con demasiada
rapidez. Incluso a una altura de 1.600 kilómetros, donde la densidad atmosférica es de
una trillonésima en relación a las cifras a nivel del mar, ese débil aliento de aire es mil
millones de veces más denso que el de los gases del espacio exterior en sí. La
envoltura de gases de la Tierra se extiende hacia fuera.
La Unión Soviética no quedó sola en este campo sino que, al cabo de cuatro meses, se
le unió Estados Unidos que, el 30 de enero de 1958, colocó en órbita su primer
satélite, el Explorer I.
Una vez los satélites se colocaron en órbita en torno de la Tierra, los ojos se volvieron
cada vez con mayores ansias hacia la Luna. En realidad, la Luna había perdido la
mayor parte de su encanto, pues aunque seguía siendo un mundo y no sólo una luz en
el cielo, ya no era el mundo que se pensó en tiempos anteriores.
Antes del telescopio de Galileo, se había dado siempre por supuesto que si los cuerpos
celestes eran mundos, seguramente estarían llenos de cosas vivientes, incluso cosas
vivientes en forma de humanoides inteligentes. Las primeras historias de ciencia
ficción acerca de la Luna supusieron esto, lo mismo que otras posteriores, en el mismo
siglo xx.
En 1835, un escritor inglés llamado Richard Adams Locke, escribió una serie de
artículos para el New York Sun que pretendían pasar por serios estudios científicos de
la superficie de la Luna, y que descubrían muchas clases de cosas vivientes. Las
descripciones eran muy detalladas y fueron pronto creídas por millones de personas.
Y, sin embargo, no fue mucho después de que Galileo mirase a la Luna a través de su
telescopio, cuando comenzó a parecer claro que la vida no podía existir en la Luna. La
superficie de la Luna no estaba nunca oscurecida por nubes o niebla. La línea divisoria
entre los hemisferios luminoso y apagado era siempre muy fuerte, por lo que existía
una destacable zona crepuscular. Los «mares» oscuros que Galileo creyó que serían
cuerpos de agua, se descubrió que se hallaban salpicados de pequeños cráteres que,
en el mejor de los casos, eran cuerpos relativamente poco consistentes de arena.
Quedó pronto claro que la Luna no contenía ni aire y que, por tanto, tampoco había
vida.
De todos modos, era tal vez demasiado fácil llegar a esta conclusión. ¿Qué pasaba con
el lado oculto de la Luna que los seres humanos nunca veían? ¿No podían existir capas
de agua debajo de la superficie que, aunque insuficientes para mantener grandes
formas de vida, tal vez pudiesen sostener el equivalente de bacterias? O, si no había
vida en absoluto, ¿no podían existir productos químicos en el suelo que representasen
una lenta y posiblemente abortada evolución hacia la vida? Y aunque no hubiese nada
de todo esto, ¿no quedaban aún preguntas que contestar en lo referente a la Luna que
no tenían nada que ver con la vida? ¿Dónde se había formado? ¿Cuál era su estructura
mineralógica? ¿Qué antigüedad tenía?
Por lo tanto, poco después del lanzamiento del Sputnik I una serie de nuevas técnicas
comenzaron a emplearse para explorar la Luna. La primera sonda lunar con éxito, es
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decir, el primer satélite que pasó cerca de la Luna, fue enviado por la Unión Soviética
el 2 de enero de 1959. Se trató del Lunik I, el primer objeto artificial que tomó una
órbita alrededor del Sol. Al cabo de dos meses, Estados Unidos había publicado la
proeza.
El 12 de setiembre de 1959, los soviéticos enviaron el Lunik II y lo apuntaron para que
alcanzase la Luna. Por primera vez en la Historia, un objeto artificial descansó en la
superficie de otro mundo. Luego, un mes después, el satélite soviético Lunik III se
deslizó más allá de la Luna y apuntó una cámara de televisión hacia el lado que nunca
vemos desde la Tierra. Cuarenta minutos de fotos del otro lado fueron enviadas de
regreso desde una distancia de 60.000 kilómetros por encima de la superficie lunar.
Eran borrosas y de escasa calidad, pero mostraban algo interesante. Que el otro lado
de la Luna presentaba escasamente maña del tipo de los que constituyen un rasgo tan
prominente de nuestro lado. No queda completamente claro el porqué de esta
asimetría. Presumiblemente, los maña se formaron, comparativamente, tarde en la
historia de la Luna, cuando un lado ya presentaba su cara hacia la Tierra para siempre
y los grandes meteoros que han formado los mares se deslizaban hacia la cara más
cercana de la Luna a causa de la gravedad terrestre.
Pero la exploración lunar estaba sólo comenzando. En 1964, Estados Unidos lanzó una
sonda lunar, el Ranger VII, diseñado para estrellarse contra la superficie de la Luna, y
tomar fotografías a medida que se aproximase. El 31 de julio de 1964 completó con
éxito la misión, tomando 4.316 fotos de un área que ahora se llama Mare Cognitum
(Mar Conocido). A principios de 1965, el Ranger VIII y el Ranger IX tuvieron un éxito
aún mayor, si es que ello era posible. Esas sondas lunares revelaron que la superficie
de la Luna debía de ser dura (o esponjosa en el peor de los casos), y que no estaba
cubierta por la gruesa capa de polvo que algunos astrónomos sospechaban que debía
existir. Las sondas mostraron incluso que esas zonas, que parecían tan llanas cuando
se las miraba a través de un telescopio, estaban cubiertas por cráteres demasiado
pequeños para ser vistos desde la Tierra.
La sonda soviética Luna IX tuvo éxito en efectuar un aterrizaje suave (no uno que
implicase la destrucción del objeto al efectuar el aterrizaje) en la Luna el 3 de febrero
de 1966, y mandó fotografías tomadas al nivel del suelo. El 3 de abril de 1966, los
soviéticos situaron al Luna X en una órbita de tres horas en torno de la Luna, midiendo
la radiactividad de la superficie lunar, y la pauta indicó que las rocas de la superficie
lunar eran similares al basalto que existe en el fondo de los océanos terrestres.
Los hombres de los cohetes norteamericanos siguieron esta pista con una cohetería
aún más elaborada. El primer aterrizaje suave norteamericano en la Luna fue el del
Surveyor I, el 1 de junio de 1966. En setiembre de 1967, el Surveyor V había
conseguido manejar y analizar el suelo lunar bajo control remoto desde la Tierra.
También probó que era parecido al basalto y que contenía partículas de hierro,
probablemente de origen meteórico.
El 10 de agosto de 1966, la primera de las sondas orbitadoras lunares norteamericanas
fue mandada para que girase en torno de la Luna. Esos orbitadores lunares tomaron
fotografías detalladas de todas las partes de la Luna, por lo que, en todas partes, sus
rasgos (incluyendo la parte que permanece escondida desde la superficie de la Tierra)
llegaron a ser conocidas con todo detalle. Además, se tomaron desconcertantes
fotografías de la Tierra, tal y como se ve desde las vecindades de la Luna.
Digamos de pasada que los cráteres lunares han recibido el nombre de astrónomos y
de otros grandes hombres del pasado. Dado que los nombres fueron dados por el
astrónomo italiano Giovanni Battista Riccioli, hacia 1650, se trata más bien de antiguos
astrónomos —Copérnico, Tycho y Kepler—, así como de astrónomos griegos como
Aristóteles, Arquímedes y Ptolomeo, que han sido honrados con los cráteres mayores.
El otro lado, revelado por primera vez por el Lunik III, ofreció una nueva oportunidad.
Los rusos, como estaban en su derecho, dieron nombres a algunos de los rasgos más
sobresalientes. Y llamaron a los cráteres no sólo Tsiolkovski, el gran profeta de los
viajes espaciales, sino también Lomonosov y Popov, los dos químicos rusos de fines del
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siglo XVIII. También han recompensado con cráteres a personalidades occidentales,
incluyendo a Maxwell, Hertz, Edison, Pasteur, y los Curie, todos los cuales se
mencionan en este libro. Un nombre muy adecuado colocado en el otro lado de la Luna
es el del escritor francés pionero de la ciencia ficción, Julio Verne.
En 1970, el otro lado de la Luna era suficientemente bien conocido, para hacer posible
dar sistemáticamente nombres a sus rasgos. Bajo el liderazgo del astrónomo
norteamericano Donald Howard Menzel, un organismo internacional asignó centenares
de nombres, honrando a los grandes hombres del pasado que contribuyeron al avance
de la Ciencia de una forma u otra. Los cráteres muy prominentes fueron adjudicados a
rusos como Mendéleiev (que fue el primero que desarrolló la tabla periódica, de la que
hablaré en el capítulo 6), y Gagarin, que fue el primer hombre que fue colocado en
órbita alrededor de la Tierra y que, años después, murió en un accidente de aviación.
Otros rasgos importantes fueron empleados para recordar al astrónomo holandés
Hertzsprung, al matemático francés Galois, al físico italiano Fermi, al matemático
estadounidense Wiener y al físico británico Cockcroft. En una zona restringida podemos
encontrar a Nernst, Lorentz, Moseley, Einstein, Bohr y Dalton, todos de la mayor
importancia para el desarrollo de la teoría atómica y de la estructura subatómica.
Reflejan el interés de Menzel en sus escritos de ciencia y de ficción científica, en su
justa decisión de atribuir unos cuantos cráteres a aquellos que ayudaron a suscitar el
entusiasmo de toda una generación por los vuelos espaciales, cuando la ciencia
ortodoxa los había descartado como una quimera. Por esta razón, hay un cráter que
honra a Hugo Gernsback, que publicó la primera revista en Estados Unidos dedicada
enteramente a la ciencia ficción, y otro a Willy Ley que, de todos los escritores, fue el
que de forma más inteligible y exacta retrató las victorias y potencialidades de los
cohetes.
Los astronautas y la Luna
Pero la exploración no tripulada de la Luna, por dramática y exitosa que fuese, no
resultaba suficiente. ¿Podrían los seres humanos acompañar a los cohetes? De todos
modos, costó sólo tres años y medio, desde el lanzamiento del Sputnik I, el que se
diesen los primeros pasos en esta dirección.
El 12 de abril de 1961, el cosmonauta soviético Yuri Alexéievich Gagarin fue lanzado en
órbita y regresó sano y salvo. Tres meses después, el 6 de agosto, otro cosmonauta
soviético, Guermán Stepánovich Titov, voló diecisiete órbitas antes de aterrizar,
pasando 24 horas en vuelo libre. El 20 de febrero de 1962, Estados Unidos puso a su
primer hombre en órbita, cuando el astronauta John Herschel Glenn rodeó la Tierra
tres veces. Desde entonces docenas de hombres han abandonado la Tierra y, en
algunos casos, permanecido en el espacio durante semanas. Una cosmonauta
soviética, Valentina V. Tereshkova, fue lanzada el 16 de junio de 1963, y permaneció
en vuelo libre durante 71 horas, realizando un total de 17 órbitas. En 1983, la
astronauta Sally Ride se convirtió en la primera mujer estadounidense en ser colocada
en órbita.
Los cohetes han partido de la Tierra llevando a la vez dos y tres hombres. El primero
de tales lanzamientos fue el de los cosmonautas soviéticos Vladímir M. Komarov,
Konstantin P. Feoktistov y Boris G. Yegorov, el 12 de octubre de 1964. Los
norteamericanos lanzaron a Virgil I. Grissom y John W. Young, en el primer cohete
estadounidense multitripulado, el 23 de marzo de 1965.
El primer hombre en abandonar su navio de cohetes en el espacio fue el cosmonauta
soviético Alexéi A. Leónov, que lo llevó a cabo el 18 de marzo de 1965. Este paseo
espacial fue repetido por el astronauta estadounidense Edward H. White el 3 de junio
de 1965.
Aunque la mayoría de los «primeros» vuelos espaciales en 1965 fueron efectuados por
los soviéticos, a continuación los norteamericanos se pusieron en cabeza. Los vehículos
tripulados maniobraron en el espacio, tuvieron citas unos con otros, se acoplaron y
comenzaron a ir más lejos.
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Sin embargo, el programa espacial no continuó sin tragedias. En enero de 1967, tres
astronautas estadounidenses —Grissom, White y Roger Chaffer— murieron en tierra a
causa de un incendio que se produjo en su cápsula espacial durante unas
comprobaciones rutinarias. Luego, el 23 de abril de 1967, Komarov murió cuando su
paracaídas se atascó durante la reentrada. Fue el primer hombre en morir en el
transcurso de un viaje espacial.
Los planes norteamericanos para alcanzar la Luna por medio de navios de tres
hombres (el programa Apolo) quedaron retrasados a causa de la tragedia, mientras las
cápsulas espaciales eran rediseñadas para conseguir una mayor seguridad; pero los
planes no se abandonaron. El primer vehículo Apolo tripulado, el Apolo VII, fue lanzado
el 11 de octubre de 1967, con su tripulación de tres hombres al mando de Walter M.
Schirra. El Apolo VIII, lanzado el 21 de diciembre de 1966, al mando de Frank Borman,
se aproximó a la Luna, girando en torno de ella muy cerca. El Apolo X, lanzado el 18
de mayo de 1968, también se aproximó a la Luna, desprendiendo el módulo lunar,
enviándolo a unos quince kilómetros de la superficie lunar.
Finalmente, el 16 de julio de 1969, el Apolo XI fue lanzado al mando de Neil A.
Amstrong. El 20 de junio, Amstrong fue el primer ser humano en pisar el suelo de otro
mundo. Desde entonces han sido lanzados otros seis vehículos Apolo. Cinco de ellos —
el 12, el 14, el 15, el 16 y el 17— completaron sus misiones sin un éxito digno de
relieve. El Apolo XIII tuvo problemas en el espacio y se vio forzado a regresar sin
aterrizar en la Luna, pero volvió con seguridad y sin pérdidas de vidas.
El programa espacial soviético no ha incluido vuelos tripulados a la Luna. Sin embargo,
el 12 de setiembre de 1970 se disparó a la Luna un navio no tripulado. Aterrizó suave
y seguramente, reunió especímenes del suelo y de rocas y luego, también de forma
segura, regresó a la Tierra. Más tarde, un vehículo automático soviético aterrizó en la
Luna y se desplazó bajo control a distancia durante meses, enviando toda clase de
datos.
El resultado más dramático obtenido de los estudios acerca de las rocas lunares traídas
tras los aterrizajes en la Luna, tripulados o no, es que la Luna parece hallarse
totalmente muerta. Su superficie, al parecer, se ha hallado expuesta a gran calor,
puesto que está cubierta de masas vitreas, lo cual parece implicar que la superficie ha
permanecido en fusión. No se ha encontrado el menor vestigio de agua, ni siquiera
indicación de que el agua pueda existir debajo de la superficie, ni siquiera en el
pasado. No hay vida y tampoco la menor señal de productos químicos relacionados con
la vida.
No ha vuelto a haber aterrizajes lunares desde diciembre de 1971, y, de momento,
tampoco se halla planeado ninguno. Sin embargo, no existe problema respecto de que
la tecnología humana sea capaz de colocar seres humanos y a sus máquinas en la
superficie lunar cuando parezca deseable, y el programa espacial continúa de otras
formas.
VENUS Y MERCURIO
De los planetas que giran en torno del Sol, dos —Venus y Mercurio— están más cerca
de lo que se halla la Tierra. Mientras la distancia media de la Tierra respecto del Sol es
de 150.000.000 de kilómetros, las cifras de Venus son de 108.000.000 de kilómetros y
las de Mercurio de 58.000.000 de kilómetros.
El resultado es que nunca vemos a Venus o Mercurio demasiado lejos del Sol. Venus
no puede estar nunca a más de 47 grados, desde el Sol tal y como se ve desde la
Tierra, y Mercurio no puede tampoco hallarse a más de 28 grados del Sol. Cuando al
este del Sol, Venus y Mercurio se muestran por la noche en el firmamento occidental
tras la puesta del Sol, se ocultan poco después, por lo que se convierten en la estrella
vespertina.
Cuando Venus o Mercurio se encuentran al otro lado de su órbita y al oeste del Sol,
aparecen poco antes del alba, alzándose al Este no mucho antes de la salida del Sol,
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desapareciendo a continuación entre el resplandor solar cuando el Sol se eleva no
mucho después, convirtiéndose en este caso en estrella matutina.
Al principio, pareció natural creer que las dos estrellas vespertinas y las dos estrellas
matutinas eran cuatro cuerpos diferentes. Gradualmente, quedó claro para los
observadores que, cuando una de las estrellas vespertinas se encontraba en el
firmamento, la correspondiente estrella matutina no era nunca vista, y viceversa.
Comenzó a parecer que se trataba de dos planetas, cada uno de los cuales se movía
de un lado a otro del Sol, haciendo, alternativamente, las veces de estrella vespertina
y matutina. El primer griego en expresar esta idea fue Pitágoras en el siglo VI a. de J.
C., y es posible que lo hubiese sabido a través de los babilonios.
De los dos planetas, Venus es con mucho el más fácil de observar. En primer lugar, se
halla más cercano a la Tierra. Cuando la Tierra y Venus se encuentran en el mismo
lado del Sol, los dos pueden estar separados por una distancia de poco más de 40
millones de kilómetros. Venus, pues, se encuentra 100 veces más alejado de nosotros
que la Luna. Ningún cuerpo apreciable (exceptuando la Luna) se aproxima a nosotros
tanto como lo hace Venus. La distancia promedia de Mercurio de la Tierra, cuando
ambos se encuentran en el mismo lado del Sol, es de 92 millones de kilómetros.
No sólo Venus está más cercano a la Tierra (por lo menos, cuando ambos planetas se
hallan en el mismo lado del Sol), sino que es el cuerpo mayor y el que recoge más luz.
Venus posee un diámetro de 12.100 kilómetros, mientras que el diámetro de Mercurio
es de sólo 4.825 kilómetros. Finalmente, Venus tiene nubes y refleja una fracción
mucho más grande de la luz solar que recibe respecto de lo que efectúa Mercurio. Este
último carece de atmósfera y (al igual que la Luna) sólo tiene rocas desnudas para
reflejar la luz.
El resultado es que Venus, en su momento más brillante, tiene una magnitud de -4,22.
Así pues, es 12,6 veces más brillante que Sirio, la estrella más luminosa, y es
asimismo el objeto más brillante en el espacio si exceptuamos al Sol y a la Luna.
Venus es tan brillante que, en la oscuridad, en noches sin Luna, puede lanzar una
sombra detectable. En su momento más brillante, Mercurio posee una magnitud de
sólo -1,2, lo cual le hace casi tan brillante como Sirio pero, de todos modos, posee sólo
un diecisieteavo del brillo de Venus en su momento de mayor luminosidad.
La proximidad de Mercurio al Sol significa que es visible sólo cerca del horizonte, y en
los momentos en que el firmamento está aún brillante entre dos luces o al amanecer.
Por lo tanto, a pesar de su brillo, el planeta resulta difícil de observar. Se suele decir a
menudo que el mismo Copérnico nunca llegó a observar Mercurio.
El hecho de que Venus y Mercurio se encuentren siempre cerca del Sol, y oscilen de un
lado a otro de dicho cuerpo, hizo naturalmente que algunas personas supusiesen que
los dos planetas rodean al Sol más que a la Tierra. Esta noción fue sugerida por
primera vez por el astrónomo griego Heraclides hacia 350 a. de J. C., pero no fue
aceptada hasta que Copérnico suscitó de nuevo la idea, no sólo respecto de Mercurio y
de Venus, sino de todos los planetas, diecinueve siglos después.
Si Copérnico hubiera estado en lo correcto, y Venus fuese un cuerpo opaco que brillase
por la luz reflejada del Sol (como lo hace la Luna), en ese caso, observado desde la
Tierra, Venus debería presentar fases igual que la Luna. El 11 de diciembre de 1610,
Galileo, que observaba a Venus a través de su telescopio, vio que su esfera se hallaba
sólo en parte iluminada. Lo observó de vez en cuando y vio que mostraba fases como
la Luna. Esto casi representó el último clavo para la antigua descripción geocéntrica del
sistema planetario, dado que no se podían explicar las fases de Venus tal y como se
observaban. Asimismo, Mercurio, llegado el momento, también se comprobó que
mostraba fases.
Medición de los planetas
Ambos planetas eran difíciles de observar telescópicamente. Mercurio se hallaba
demasiado cerca del Sol, y era tan pequeño y distante, que podían saberse muy pocas
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cosas por las señales de su superficie. No obstante, el astrónomo italiano Giovanni
Schiaparelli estudió esas señales con cuidado de vez en cuando, y sobre la base de la
forma en que cambiaban con el tiempo, anunció, en 1889, que Mercurio giraba sobre
su eje en 88 días.
Esta declaración pareció tener sentido, puesto que Mercurio giraba también en torno
del Sol en 88 días. Se encontraba lo suficientemente cerca del Sol para hallarse
gravitacionalmente trabado por éste, como le ocurre a la Luna con la Tierra, por lo que
el período de rotación de Mercurio y el de revolución serían idénticos.
Venus, aunque mayor y más brillante, también resultaba difícil de observar a causa de
que se hallaba perpetuamente oscurecido por una gruesa y sin rupturas capa de
nubes, y presentaba una forma blanca sin rasgos a todos los observadores. Nadie
sabía nada acerca de su período de rotación, aunque algunos pensaban que también
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