Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas



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casi considerarse como un planeta doble. (Hasta recientemente, se pensaba que la

Tierra era algo único a este respecto, pero esto resultaba algo erróneo, como veremos

más adelante en este capítulo.)

Durante casi tres siglos, después del descubrimiento de Galileo, no se descubrieron

más satélites en Júpiter, aunque durante ese tiempo se descubrieron quince satélites

en otros planetas.

Finalmente, en 1892, el astrónomo norteamericano Edvvard Emerson Barnard detectó

una chispa de luz cerca de Júpiter, tan tenue que resultaba casi imposible verla entre

el resplandor de la luz de Júpiter. Se trataba del quinto satélite de Júpiter y el último

satélite en ser descubierto por la observación visual. Desde entonces, se han

descubierto otros satélites gracias a las fotografías tomadas desde la Tierra o bien con

ayuda de sondas.

El quinto satélite fue llamado Amaltea (por el nombre de una ninfa que se supone que

crió a Zeus cuando era niño). Este nombre sólo se hizo oficial a partir de la década de

1970.


Amaltea se halla sólo a 185.000 kilómetros del centro de Júpiter y gira en torno del

planeta en 11,95 horas. Está más cerca que cualquier otro de los satélites galileanos,

una razón para que tardase tanto en descubrirse. La luz de Júpiter es cegadora a esa

distancia. Por otra parte, su diámetro es de sólo 255 kilómetros, sólo un treintavo del

galileano más pequeño y es, además, muy poco luminoso.

No obstante, Júpiter demostró tener otros satélites, incluso más pequeños que

Amaltea y, por lo tanto, aún más apagados. La mayor parte de los mismos se hallan

localizados muy lejos de Júpiter, más allá de la órbita de cualquiera de los galileanos.

En el siglo XX, han sido detectados ocho de esos satélites exteriores: el primero en

1904, y el octavo en 1974. En ese tiempo, se les ha designado sólo con números

romanos, en el orden de su descubrimiento, desde Júpiter VI a Júpiter XIII.

El astrónomo norteamericano Charles Dillon Perrine descubrió Júpiter VI en diciembre

de 1904 y Júpiter VII en enero de 1905. Júpiter VI tiene unos 100 kilómetros de

diámetro, y Júpiter VII sólo 35 kilómetros.

Júpiter VIII fue descubierto en 1908 por el astrónomo británico P. J. Melotte, mientras

que el astrónomo norteamericano Seth B. Nicholson descubrió Júpiter IX en 1914,

Júpiter X y Júpiter XI en 1938, y Júpiter XII en 1951. Estos últimos tienen cada uno 25

kilómetros de anchura.

Finalmente, el 10 de setiembre de 1974, el astrónomo estadounidense Charles T.

Kowal descubrió Júpiter XIII, que sólo tiene unos 15 kilómetros de diámetro.

Esos satélites exteriores se dividen en dos grupos. Los cuatro interiores —VI, VII, XII y

XIII— se hallan a unas distancias medias de Júpiter en las vecindades de los 12

101

millones de kilómetros, por lo que se hallan seis veces más lejos de Júpiter que Calisto



(el galileano más exterior). Los otro cuatro exteriores, de promedio, están a unos 23

millones de kilómetros de Júpiter, por lo que se hallan dos veces más lejos que los

cuatro interiores.

Los satélites galileanos giran todos en torno de Júpiter en el plano del ecuador del

planeta, y casi exactamente en unas órbitas circulares. Esto es algo que cabía esperar

y se debe al efecto de mareas de Júpiter (que discutiré luego en el capítulo siguiente)

sobre los satélites. Si la órbita de un satélite no se encuentra en el plano ecuatorial (es

decir, se halla inclinada), o si no es circular (o sea, es excéntrica), en ese caso el

efecto de mareas, con el tiempo, atrae al satélite al plano orbital y convierte la órbita

en circular.

Aunque el efecto de mareas es proporcional a la masa del objeto afectado, se debilita

con rapidez a causa de la distancia y es inversamente proporcional al tamaño del

objeto afectado. Por lo tanto, a pesar de su gran masa, Júpiter ejerce sólo un débil

efecto de marea sobre los pequeños satélites exteriores. Así, aunque cuatro de ellos se

encuentran aproximadamente a la misma distancia de Júpiter (de promedio), y los

otros cuatro están más o menos a otra distancia, no existe un peligro inminente de

colisiones. Con cada órbita diferentemente inclinada y excéntrica, ninguno llega a

aproximarse al otro mientras gira en torno del planeta.

El grupo exterior de cuatro de esos satélites exteriores poseen órbitas inclinadas hasta

cierto grado, que se han retorcido al revés, por así decirlo. Giran en torno de Júpiter de

una forma retrógrada, moviéndose en el sentido de las agujas del reloj (tal y como se

ven desde encima del polo norte de Júpiter), más bien que en sentido opuesto, como

lo hacen los demás satélites de Júpiter.

Es posible que esos pequeños satélites exteriores sean asteroides capturados (cosa

que discutiré más adelante en este capítulo) y, como tales, sus órbitas irregulares

pueden deberse a que han formado parte del sistema de satélites de Júpiter desde

hace relativamente poco tiempo —sólo desde su captura— y el efecto de marea les ha

afectado menos tiempo para modificar sus órbitas. Además, es posible mostrar que es

más fácil para un planeta capturar a un satélite si el satélite se aproxima de una forma

en que se mueva en torno del planeta en órbita retrógrada.

El satélite que se aleja más de Júpiter es Júpiter VIII (en la actualidad llamado Pasifae,

pues a los cuatro satélites exteriores se les ha dado nombres oficiales —algunos

oscuros nombres mitológicos—). Su órbita es tan excéntrica que, en su punto más

alejado, Pasifae se halla a 35 millones de kilómetros de Júpiter, unas 50 veces más

lejos de lo que ha estado jamás la Luna respecto de la Tierra. Se trata del satélite

conocido más alejado respecto del planeta en torno del que gira.

Júpiter IX (Sinope) tiene una levemente más larga distancia media que Pasifae, y por

lo tanto tarda más tiempo en girar alrededor de Júpiter. Sinope da una vuelta a Júpiter

en 785 días, o casi exactamente dos años y un mes. Ningún satélite conocido tiene un

período de revolución tan largo.



forma y superficie de Júpiter

¿Y qué podemos decir del mismo Júpiter? En 1961, Cassini, al estudiar Júpiter con su

telescopio, observó que no era un círculo de luz sino, más bien, una definida elipse.

Esta observación significaba que, al ser tridimensional, Júpiter no era una esfera sino

un esferoide achatado, es decir, parecido a una mandarina.

Esto resultaba asombroso dado que el Sol y la Luna (esta última, llena) son círculos

perfectos de luz y parecen, por lo tanto, unas esferas perfectas. Sin embargo, la teoría

de Newton (entonces por completo nueva) explicaba la situación perfectamente. Como

veremos en el capítulo siguiente, una esfera en rotación cabe esperar que sea un

esferoide achatado. La rotación origina que una esfera que gira se abulte en las

regiones ecuatoriales y se achate en los polos y, cuanto más rápida sea la rotación,

más extremo será el alejamiento de la esfericidad.

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Por lo tanto, el diámetro de un punto en el ecuador respecto de otro punto en el otro



lado (el diámetro ecuatorial), debe ser más largo que el diámetro desde el polo norte

hasta el polo sur (diámetro polar). El diámetro ecuatorial de Júpiter, el diámetro usual

dado en los libros de astronomía, es de 146.000 kilómetros, pero el diámetro polar es

sólo de 137.000 kilómetros. La diferencia entre ambos es de 9.000 kilómetros (unos

dos tercios del diámetro total de la Tierra), y esta diferencia dividida por el diámetro

ecuatorial nos da una cifra conocida como achatamiento. El achatamiento de Júpiter es

de 0,062 o, en fracción, más o menos una sexagésima parte.

Mercurio, Venus y nuestra Luna, que giran muy lentamente, no poseen achatamientos

medibles. Mientras el Sol gira a moderada velocidad, su enorme atracción gravitatoria

le impide abombarse demasiado y él, asimismo, carece de achatamiento medible. La

Tierra rota moderadamente aprisa y tiene un pequeño achatamiento de 0,0033. Marte

tiene también una moderada velocidad de rotación, y una atracción gravilatoria

pequeña para que pueda abombarse, por lo que su achatamiento es de 0,0052.

Júpiter posee un achatamiento de cerca de diecinueve veces el de la Tierra, a pesar de

una atracción gravitatoria niucho mayor: por lo tanto, cabe esperar que Júpiter gire

con mucha mayor rapide/. sobre su eje. Y así es en efecto. El mismo Cassini, en 1965,

siguió las marcas en la superficie de Júpiter mientras se movían de una forma fija por

el globo, y observó que el período de rotación estaba por debajo de las 10 horas. (La

cifra actual es de 9,85 horas, o dos quintos de un día terrestre.)

Aunque Júpiter posee un período rotacional mucho más breve que el de la Tierra, en

realidad es mucho mayor que la Tierra. Un punto en el ecuador terrestre viaja más de

1.700 kilómetros en una hora y realiza un circuito completo en 24 horas. Un punto en

el ecuador de Júpiter viaja 46.200 kilómetros en una hora y completa un circuito del

planeta en 9,85 horas.

Las manchas observadas por Cassini (y por otros astrónomos después de él) están

siempre cambiando y no es muy probable que formen parte de una superficie sólida.

Lo que esos astrónomos estaban viendo era más parecido a una capa de nubes, como

en el caso de Venus, y las manchas podrían ser varios sistemas de tormenta. También

existen unas rayas paralelas al ecuador de Júpiter que deben ser el resultado de los

vientos prevalentes. En su mayor parte, Júpiter es de color amarillo, mientras que las

rayas coloreadas varían desde el naranja al castaño, con ocasionales trozos de blanco,

azul o gris.

La marca más notable en la superficie de Júpiter fue vista en primer lugar por el

científico inglés Robert Hooke, en 1664 y en 1672 Cassini realizó un bosquejo de

Júpiter que mostraba esta marca como una gran mancha redonda. La mancha apareció

en otros dibujos años después, pero no fue hasta 1878 cuando fue descrita

dramáticamente por un astrónomo alemán, Ernest Wilhelm Tempel. En aquella ocasión

le pareció del todo roja, y había sido ya conocida desde los griegos como la Mancha

Roja. El color cambia con el tiempo y en ocasiones es tan pálida que la mancha a duras

penas puede verse con un pobre telescopio. Es una zona oval de 49.000 kilómetros de

longitud de Este a Oeste y de 13.000 kilómetros de Norte a Sur, tal y como se ve

desde la Tierra.

Algunos astrónomos se han preguntado si la Gran Mancha Roja puede ser un vasto

tornado. En realidad, Júpiter es tan grande y masivo que existe gran especulación

respecto de que puede estar mucho más caliente que los otros planetas, lo suficiente

caliente como para estar cerca del rojo blanco. La Gran Mancha Roja puede ser, en

realidad, una región al rojo vivo. Sin embargo, aunque Júpiter debe ser

indudablemente muy caliente en su interior, su superficie no lo está. En 1926, un

astrónomo norteamericano, Donald Howard Menzel, mostró que la temperatura de

Júpiter en la capa de nubes puede ser de -135° C.



la sustancia de Júpiter

A causa de su baja densidad, Júpiter debe de ser rico en materiales que sean menos

densos que las rocas y los metales.

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Los materiales más corrientes en el Universo en general son el hidrógeno y el helio.

Los átomos de hidrógeno constituyen el 90 % de todos los átomos y los de helio

constituyen el otro 9 %. Este hecho puede no ser sorprendente cuando se considera

que los átomos de hidrógeno son los más simples que existen, con los átomos de helio

como segundos más simples. De los átomos restantes, el carbono, el oxígeno, el

nitrógeno, el neón y el azufre constituyen lo principal. Los átomos de hidrógeno y

oxígeno se combinan para formar moléculas de agua; los átomos de hidrógeno y de

carbono se combinan para formar moléculas de metano; los átomos de nitrógeno y de

hidrógeno se combinan para formar moléculas de amoníaco.

La densidad de todas esas sustancias en condiciones ordinarias es igual o menor que la

del agua. Bajo grandes presiones, como las que deben prevalecer en el interior de

Júpiter, sus densidades deben ser mayores que la del agua. Si Júpiter está formado

por tales sustancias, deben de ser las responsables de su baja densidad.

En 1932, un astrónomo alemán, Rupert Wildt, estudió la luz reflejada desde Júpiter y

descubrió que se absorben ciertas longitudes de onda, exactamente aquellas

longitudes de onda que deberían ser absorbidas por el amoníaco y por el metano.

Razonó entonces que esas dos sustancias, por lo menos, se hallan presentes en la

atmósfera de Júpiter.

En 1952, Júpiter estaba pasando por delante de la estrella Sigma de Aries,

acontecimiento observado muy de cerca por dos astrónomos norteamericanos, William

Alvin Baum y Arthur Dodd Code. Mientras la estrella se aproximaba a la esfera de

Júpiter, su luz pasó a través de una tenue atmósfera situada por encima de la capa de

nubes de Júpiter. Por la manera en que la luz quedó atenuada, fue posible mostrar que

la atmósfera se componía principalmente de hidrógeno y helio. En 1963 los estudios de

un astrónomo norteamericano, Hyron Spinrad, mostraron que también se hallaba

presente el neón.

Todas esas sustancias son gases bajo las condiciones terrestres y, si componen una

gran porción de la estructura de Júpiter, sería bastante justo llamarle a Júpiter un



gigante gaseoso.

Las primeras sondas a Júpiter fueron el Pioneer X y el Pioneer XI, que fueron lanzadas

el 2 de marzo de 1972 y el 5 de abril de 1973, respectivamente. El Pioneer X pasó a

sólo 150.000 kilómetros por encima de la superficie visible de Júpiter el 3 de diciembre

de 1973. El Pioneer XI pasó sólo a 40.000 kilómetros por encima del mismo un año

después, el 2 de diciembre de 1974, pasando sobre el polo norte del planeta, que los

seres humanos vieron así por primera vez.

El siguiente par de sondas, más avanzadas, fueron el Voyager I y el Voyager 11 que,

respectivamente, fueron lanzadas el 20 de agosto y el 5 de setiembre de 1977.

Pasaron junto a Júpiter en marzo y julio de 1979.

Esas sondas confirmaron las primeras deducciones acerca de la atmósfera de Júpiter.

Estaba formada en su gran parte por hidrógeno y helio, en una proporción de 10 a 1

(más o menos la situación del Universo en general). Los componentes no detectados

desde la Tierra incluían etano y acetileno (ambos combinaciones de carbono e

hidrógeno), agua, monóxido de carbono, fosfino y germanio.

Indudablemente, la atmósfera de Júpiter tiene una química muy complicada, y no

sabremos lo suficiente acerca de ella hasta que una sonda sea enviada allí y logre

sobrevivir el tiempo suficiente como para reenviar información. La Gran Mancha Roja

es (como la mayoría de los astrónomos habían sospechado) un gigantesco (más o

menos del tamaño de la Tierra) y permanente huracán.

Todo el planeta parece ser líquido. La temperatura se eleva con rapidez con la

profundidad, y las presiones sirven para convertir el hidrógeno en un líquido al rojo

vivo. En el centro, puede existir un núcleo al rojo blanco de hidrógeno metálico en

forma sólida. Las condiciones en el profundo interior de Júpiter son demasiado

extremas para que hasta ahora hayan podido repetirse en la Tierra, y pasará bastante

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tiempo antes de realizar unas estimaciones firmes al respecto.

Las sondas de Júpiter

Las sondas de Júpiter tomaron fotografías bastante de cerca de los cuatro satélites

galileanos, y por primera vez los ojos humanos los vieron como algo más que unos

discos pequeños y sin rasgos.

Se consiguió una información más exacta acerca de su tamaño y masa reales. Sólo

incluyeron unas correcciones menores, aunque Io, el galileano más interior, se

descubrió que tenía una cuarta parte más de masa de lo que se había creído.

Ganimedes y Caliste, como podía haberse conjeturado por sus menores densidades,

estaban compuestos por sustancias ligeras, tales como el agua. A la baja temperatura

que cabía esperar de su distancia del Sol (y como cuerpos pequeños, sin el gran calor

interno de Júpiter o incluso de la Tierra), sus sustancias se encuentran en forma sólida

y, por lo tanto, podemos referirnos a ellos como hielos. Ambos satélites están

sembrados de numerosos cráteres.

Los satélites pueden hallarse calentados por las influencias de mareas de Júpiter, que

tienden a flexibilizar la sustancia de un satélite, creando calor por fricción. La influencia

de mares decrece rápidamente a medida que se incrementa la distancia. Ganimedes y

Calisto se encuentran lo bastante alejados de Júpiter para que el calor de marea sea

insignificante, y permanecen helados.

Europa es el más próximo y estuvo bastante caliente en algún estadio primitivo de su

historia como para recoger demasiado en forma de hielos o, si fue así, se fundieron, se

vaporizaron y se perdieron en el espacio en el transcurso de esa historia. (Los campos

gravitatorios de los satélites galileanos son demasiado pequeños para retener una

atmósfera en presencia del calor de mareas.) Puede ser la falta de habilidad para

recoger los exuberantes hielos, o para perderlos después de recogerlos, lo que hace a

Europa y a ío tan distintamente pequeños en relación con Ganimedes y Calisto.

Europa ha retenido lo suficiente de los hielos para poseer un océano a nivel mundial

(como Venus se cree que lo poseyó una vez). A la temperatura de Europa, el océano

se encuentra en forma de un inmenso glaciar. Y lo que es más, este glaciar es

notablemente liso (Europa es el mundo sólido más liso que los astrónomos hayan

encontrado nunca), aunque se halla entreverado por delgadas y oscuras marcas que le

hacen parecer notablemente igual a los mapas de Lowell del planeta Marte.

El hecho de que el glaciar sea liso y no perforado con cráteres le lleva a uno a suponer

que debe estar sostenido por agua líquida, derretida por el calor de mareas. Los

meteoritos (si son lo suficientemente grandes) pueden perforar la capa de hielo, pero

el agua surgida se helaría, con lo que se cubriría la rotura. Los pequeños golpes

pueden originar fisuras, que aparecerían y desaparecerían; asimismo, las fisuras

podrían ser causadas por efectos de marea o por otros factores. No obstante, en

conjunto la superficie permanecería lisa.

Io, el más interior de los galileanos, recibe el mayor calor de marea y, aparentemente,

está del todo seco. Incluso antes de la llegada de las sondas, ya parecía intrigante. En

1974, el astrónomo norteamericano Robert Brown informó que Io está rodeado por

una neblina amarilla de átomos de sodio. Asimismo, parece que viaja a través de una

tenue neblina que llena toda su órbita, parecido al anillo que rodea a Júpiter, ío tiene

que ser la fuente de la neblina, pero no se sabe cómo.

Las sondas Pioneer mostraron que, en realidad, Io tiene una tenue atmósfera de

1/20.000 de la densidad de la de la Tierra, y las sondas Voyager resolvieron el

problema al tomar fotografías que mostraron que Io posee volcanes en actividad. Son

los únicos volcanes activos que se sepa que existen, aparte de los de la Tierra. Al

parecer, regiones de rocas fundidas (calentadas por la acción de marea de Júpiter) se

encuentran debajo de la superficie de Io y, en diversos lugares, han irrumpido a través

de la corteza en chorros de sodio y azufre, apareciendo en la atmósfera y el anillo

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orbital de Io. La superficie de este satélite está endurecida con azufre, lo que le

confiere un color amarillocastaño. Io no es rico en cráteres, dado que los mismos han

sido rellenados con material volcánico. Sólo unas cuantas marcas oscuras indican los

cráteres demasiado recientes para haber podido ser rellenados.

Dentro de la órbita de Io se encuentra el satélite Amaltea, que no puede verse desde

la Tierra sino como algo más que un punto de luz. Las sondas Voyager mostraron que

Amaltea era un cuerpo irregular, parecido a los dos satélites de Marte, pero mucho

mayor. El diámetro de Amaltea varía desde 272 a 143 kilómetros.

Tres satélites adicionales han sido descubiertos, cada uno de ellos más cerca de Júpiter

que Amaltea, y todos considerablemente más pequeños que Amaltea. Son los Júpiter

XIV, Júpiter XV y Júpiter XVI, y tienen unos diámetros estimados en 25, 80 y 45

kilómetros, respectivamente. Bajo las actuales condiciones, ninguno de esos satélites

puede ser visto desde la Tierra, considerando su tamaño y su proximidad al resplandor

de Júpiter.

Júpiter XVI es el más cercano a Júpiter, a una distancia de sólo 132.000 kilómetros de

su centro, es decir, a sólo 60.000 kilómetros por encima de su nubosa superficie. Gira

en torno de Júpiter en 7,07 horas. Júpiter XV es sólo levemente más rápido y completa

una órbita en 7,13 horas. Ambos se mueven más de prisa en torno de Júpiter de lo

que gira sobre su eje, y, si pueden observarse desde la capa de nubes de Júpiter,

parecerían (como es el caso de Pobos visto desde Marte) alzarse por el Oeste y

ponerse por el Este.

Dentro de la órbita del satélite más interior, existen restos que muestran un tenue y

esparcido anillo de restos y piezas que rodean Júpiter. Todo esto es demasiado tenue y

esparcido para poder verse desde la Tierra de una forma ordinaria.

SATURNO

Saturno era el planeta más distante conocido por los antiguos, pues, a pesar de su



distancia, brilla con considerable resplandor. En su momento más luminoso tiene una

magnitud de -0,75, y es más brillante que cualquier estrella, excepción hecha de Sirio.

También es más brillante que Mercurio y, en cualquier caso, más fácil de observar a

causa de que, al encontrarse más lejos del Sol que nosotros, no necesita permanecer

en sus proximidades sino que brilla en el firmamento de medianoche.

Su distancia media del Sol es de 1.643 millones de kilómetros, lo que le hace 1-5/6

más lejano del Sol que Júpiter. Gira en torno el Sol en 29,458 años, en comparación

con el período de revolución de 11,682 años para Júpiter. El año saturniano es, por

tanto, 2,5 veces más prolongado que el año joviano.

En muchos aspectos, Saturno desempeña el papel de segundo violinista en relación a

Júpiter. Por ejemplo, en tamaño es el segundo planeta mayor después de Júpiter. Su

diámetro ecuatorial es de 124.000 kilómetros, sólo un 5/6 del de Júpiter. Es este

tamaño menor, junto con su mayor distancia, lo que hace que la luz solar le bañe con

la mitad de intensidad de como lo hace en Júpiter, convirtiéndolo en mucho menos

luminoso que Júpiter. Por otra parte, Saturno es aún lo suficientemente grande como

para llevar a cabo una respetable exhibición.

La masa de Saturno es 95,1 veces la de la Tierra, haciendo de él el segundo planeta

más masivo después de Júpiter. Su masa es sólo tres décimas partes de la de Júpiter

y, sin embargo, su volumen es seis décimos del de Júpiter.

Al tener tan pequeña masa en tan gran volumen, la densidad de Saturno debe de ser

muy baja, y asimismo es el menos denso de los objetos que conocemos en el Sistema

Solar, teniendo, en conjunto, una densidad de sólo 0,7 en relación a la del agua. Si

imaginásemos a Saturno envuelto en plástico, para impedir que se disolviese o

dispersase, y si pudiésemos encontrar un océano lo suficientemente grande, y

colocásemos a Saturno en el océano, flotaría en el mismo. Presumiblemente, Saturno

está formado por un material que es aún más rico en hidrógeno muy ligero, y muy

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pobre en todo lo demás, en relación a Júpiter. Así, pues, la débil gravedad de Saturno



no puede comprimir la sustancia que lo compone de una forma tan rígida como Júpiter

comprime la suya.

Saturno gira con gran rapidez, pero, aunque es un cuerpo algo menor, no gira con

tanta rapidez como Júpiter. Saturno da vueltas sobre su eje en 10,67 días, por lo que

su día es un 8 % mayor que el de Júpiter.

Y aunque Saturno gira más lentamente que Júpiter, las capas exteriores de Saturno

son menos densas que las de Júpiter, y tiene una atracción gravitatoria menor para

retenerlas. Como resultado de todo ello, Saturno presenta un abombamiento ecuatorial

más grande y es el objeto más achatado del Sistema Solar. Su achatamiento es de

0,102: es decir, 1,6 veces más achatado que Júpiter y 30 veces más que la Tierra.

Aunque el diámetro ecuatorial de Saturno es de 123.000 kilómetros, su diámetro polar

es sólo de 111.000 kilómetros. La diferencia es de 12.000 kilómetros, casi el diámetro

total de la Tierra.

Los anillos de Saturno

En otros aspectos, Saturno también es un caso único, y de una unicidad de lo más

hermosa. Cuando Galileo miró por primera vez a Saturno a través de su primitivo

telescopio, le pareció que tenía una forma rara, como si su esfera estuviese flanqueada

por dos pequeños globos. Continuó observando, pero los dos globos se hicieron cada

vez más difíciles de ver y, hacia fines de 1612, ambos desaparecieron.

Otros astrónomos también habían informado de algo peculiar en conexión con Saturno,

pero no fue hasta 1656 cuando Christian Huygens interpretó el asunto correctamente.

Informó de que Saturno estaba rodeado por un tenue y brillante anillo que no le

tocaba en ningún punto.

El eje de rotación de Saturno está inclinado como el de la Tierra. La inclinación axial de

Saturno es de 26,73 grados en comparación con los 23,45 grados de la Tierra. Los

anillos de Saturno se encuentran en su plano ecuatorial, por lo que se hallan inclinados

respecto del Sol (y de nosotros). Cuando Saturno se encuentra en un extremo de su

órbita, miramos por encima del lado más cercano de su anillo, mientras que el lado

más alejado permanece oculto. Cuando Saturno se encuentra en el otro extremo de su

órbita, lo vemos por debajo hacia el lado más cercano del anillo, mientras el lado más

alejado permanece oculto. Saturno emplea 14 años en ir de un extremo de su órbita al

otro. Durante ese tiempo, el anillo deriva lentamente desde el extremo inferior al

superior. A mitad del recorrido, el anillo está exactamente a la mitad, y los vemos de

perfil. Luego, durante la otra parte de su órbita, cuando Saturno viaja desde el otro

lado hasta el punto de inicio, el anillo deriva lentamente de arriba abajo de nuevo; y a

medio camino, lo vemos otra vez de perfil. Dos veces en cada órbita de Saturno, o

cada catorce años y un poco más, el anillo es visto de canto. El anillo es tan tenue que,

en los momentos en que se halla de perfil, simplemente desaparece. Ésa fue la

situación que tenía cuando lo observó Galileo a finales de 1612, y, contrariado (según

cuentan), no volvió a mirar más hacia Saturno...

En 1675, Cassini se percató de que el anillo de Saturno no era una curva continua de

luz. Había una línea oscura a todo lo largo del anillo, dividiéndolo en una sección

exterior y otra interior. La sección exterior es más estrecha y no tan brillante como la

interior. Al parecer, se trataba de dos anillos, uno dentro del otro; y desde entonces

los anillos de Saturno han sido llamados así siempre en plural. A la línea oscura se la

denomina ahora División de Cassini.

El astrónomo germanorruso Friedrich G. W. von Strove, denominó al anillo exterior

Anillo A, en 1826, y al otro interior Anillo B. En 1850, un astrónomo norteamericano,

William Cranch Bond, informó de un tenue anillo más cercano a Saturno que el Anillo

B.

No hay nada parecido a los anillos de Saturno en ninguna parte del Sistema Solar o,



pongamos por caso, en cualquier otro lugar en que podamos mirar con nuestros

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instrumentos. En realidad, sabemos que existe un tenue anillo de materia en tomo de

Júpiter, y es posible que en cualquier planeta gigante gaseoso, como Júpiter o Saturno,

pueda haber un anillo de restos cerca de él. No obstante, aunque el anillo de Júpiter

sea típico, no está formado más que por cosas pobres y endebles, mientras que el

sistema de anillos de Saturno constituye algo magnífico. De un extremo a otro del

sistema de anillos de Saturno, tal y como se ven desde la Tierra, se extienden a una

distancia de 275.000 kilómetros. Se trata de 1721 veces la anchura de la Tierra y, en

realidad, es casi dos veces el diámetro de Júpiter.

¿Qué son los anillos de Saturno? Cassini pensó que se trataba de objetos lisos y

sólidos, al igual que delgados tejos. En 1785, Laplace (que más tarde avanzaría la

hipótesis de la nebulosa), señaló que las diferentes partes de los anillos se

encontraban a distintas distancias del centro de Saturno, y que se hallarían sometidas

a diferentes grados de atracción por parte del campo gravitatorio de Saturno. Tal

diferencia en atracción gravitatoria la constituye el efecto de marea que ya he

mencionado antes y que tendería a romper el anillo. Laplace creía que los anillos serían

una serie de anillos muy tenues colocados tan cerca uno del otro que parecerían

soldados desde la distancia de la Tierra.

Sin embargo, en 1855, Maxwell (que más tarde predeciría la existencia de una ancha

banda de radiación electromagnética), mostró que esta sugerencia no era suficiente.

La única forma en que los anillos pudiesen resistir la disrupción por el efecto de marea,

sería que consistiesen en unas partículas relativamente pequeñas, de incontrolables

meteoritos distribuidos por Saturno, de tal forma que diese la impresión de tratarse de

unos anillos sólidos dada la distancia desde la Tierra.

Ya no ha habido dudas desde que Maxwell fuese corregido en esta hipótesis.

Trabajando sobre el asunto de los efectos de marea de otra forma, un astrónomo

francés, Édouard Roche, mostró que cualquier cuerpo sólido que se aproximase a otro

cuerpo considerablemente mayor, sufriría unas poderosas fuerzas de marea que,

eventualmente, lo destrozarían en fragmentos. La distancia a la que el cuerpo menor

resultaría destrozado es el límite de Roche y, por lo general, se le adjudica la cantidad

de 2,44 veces el radio ecuatorial (la distancia desde el centro a un punto en el

ecuador) del cuerpo más grande.

Así, el límite de Roche es 2,44 veces el radio ecuatorial del planeta de 62.205

kilómetros (la mitad del diámetro ecuatorial), es decir, 151.780 kilómetros. El borde

exterior del Anillo A se encuentra a 139.425 kilómetros del centro de Saturno, por lo

que todo el sistema de anillos se encuentra dentro del límite de Roche. (Los anillos de

Júpiter se encuentran también dentro del límite de Roche.)

Aparentemente, los anillos de Saturno representan restos que nunca acabaron de

constituirse en un satélite (como los restos más allá del límite de Roche harían, y al

parecer han hecho) o formaban parte de un satélite que se aventuró demasiado cerca

por alguna razón y fue hecho añicos. De una forma u otra, siguen siendo una colección

de pequeños cuerpos. (El efecto de marea disminuye a medida que el cuerpo afectado

se hace más pequeño: en un punto dado, los fragmentos son tan pequeños que la

posterior fragmentación se detiene, excepto tal vez a través de la colisión ocasional de

dos cuerpos pequeños. Según algunas estimaciones, si el material de los anillos de

Saturno se recogiera en un solo cuerpo, el resultado sería una esfera levemente mayor

que nuestra Luna.)



Los satélites de Saturno

Además de los anillos, Saturno, como Júpiter, tiene una familia de satélites. Un satélite

saturniano fue descubierto por primera vez por Huyghens, en 1656, el mismo año en

que él mismo descubrió los anillos. Dos siglos después, el satélite recibió el nombre de

Titán, que era la clase de deidad a la que Saturno (Cronos) pertenecía en los mitos

griegos. Titán es un gran cuerpo, casi (pero no del todo) del tamaño de Ganimedes.

Además, es menos denso que Ganimedes, por lo que la discrepancia en la masa es aún

mayor. No obstante, es el segundo mayor satélite conocido del Sistema Solar, si se

108

toma como criterio el diámetro o la masa.



En un aspecto, Titán (hasta ahora) está a la cabeza de la clase. Más lejos del Sol, y por

lo tanto más frío, que los satélites de Júpiter, es más capaz de contener las moléculas

de gas, que se han vuelto más lentas a causa del frío, a pesar de su pequeña gravedad

superficial. En 1944, el astrónomo neerlandés-norteamericano, Gerard Kuiper, pudo

detectar una innegable atmósfera en Titán, y descubrió que contenía metano. Las

moléculas de metano están formadas por 1 átomo de carbono y 4 átomos de

hidrógeno (CH4), y es el principal constituyente del gas natural en la Tierra.

En el momento del descubrimiento de Titán, se conocían otros cinco satélites en total:

la Luna y los cuatro satélites galileanos de Júpiter. Todos eran más o menos del mismo

tamaño, mucho más similares en tamaño que los planetas conocidos. Sin embargo,

entre 1671 y 1684 Cassini descubrió no menos de cuatro satélites adicionales de

Saturno, cada uno de ellos con un diámetro considerablemente menor que Europa, el

más pequeño de los galileanos. Los diámetros iban desde 1.485 kilómetros para el

mayor de los descubiertos por Cassini (conocido ahora como Japeto), a los 1.075

kilómetros de Tetis. A partir de este momento, se comprendió que los satélites podían

ser muy pequeños.

A fines del siglo XIX, se conocían ya nueve satélites de Saturno. El último de los nueve

descubiertos fue Febe, detectado en primer lugar por el astrónomo norteamericano

William Henry Pickering. Es con mucho el más alejado de los satélites y se encuentra a

una distancia promedia de Saturno de Í3 millones de kilómetros. Gira en torno de

Saturno en 549 días, en dirección retrógrada. Es también el menor de los satélites (de

ahí su tardío descubrimiento, puesto que el ser diminuto implica asimismo el tener

poca luz), con un diámetro de unos 200 kilómetros.

Entre 1979 y 1981, tres sondas, que previamente habían pasado a Júpiter —Pioneer



XI, Voyager I y Voyager II—, ofrecieron una visión cercana del mismo Saturno, sus

anillos y sus satélites.

Naturalmente, Titán era un blanco de primera clase a causa de su atmósfera. Algunas

señales de radio desde el Voyager I pasaron rozando la atmósfera de Titán en su viaje

hacia la Tierra. Alguna señal de energía fue absorbida, y a partir de los detalles de esta

absorción, se calculó que la atmósfera de Titán era inesperadamente densa. A partir de

la cantidad de metano detectado desde la Tierra, se pensó que Titán debía de tener

una atmósfera tan densa como la de Marte. No fue así. Era 150 veces más densa que

la atmósfera marciana, e incluso era, tal vez, 1,5 veces más densa que la de la Tierra.

La razón para esas cifras sorprendentes fue que sólo el metano había sido detectado

desde la Tierra, y si hubiera sido el único constituyente de la atmósfera de Titán, la

atmósfera hubiera sido tenue. Sin embargo, el metano constituye sólo el 2 % de la

atmósfera de Titán, y el resto es nitrógeno, un gas difícil de detectar por sus

características de absorción.

La densa atmósfera de Titán está llena de niebla, y no ha sido posible ver la superficie

sólida. Sin embargo, esta niebla también tiene mucho interés. El metano es una

molécula que puede polinterizarse fácilmente, es decir, combinarse consigo misma

para lormar moléculas mayores. Así, los científicos se ven libres para especular que en

Titán puede haber océanos o unos sedimentos constituidos por unas más bien

complicadas moléculas que contienen carbono. En realidad, podemos incluso

divertirnos con la posibilidad de que Titán esté forrado de asfalto, con afloramientos de

gasolina solidificada, estando salpicado de lagos de metano y de etano. Los otros

satélites satumianos se hallan, como cabía esperar, llenos de cráteres. Mimas, el más

interior de los nueve satélites, tiene uno tan grande (considerando el tamaño del

satélite) que el impacto que produjo debió casi hacer añicos el mundo.

Encelado, el segundo de los nueve, es, no obstante, comparativamente liso y puede

haber quedado parcialmente fundido a causa de la marea de calor. Hiperión es el

menos esférico y tiene un diámetro que varía de 115 a 198 kilómetros. Tiene más bien

la forma de los satélites marcianos, pero, naturalmente, es mucho más grande, lo

109


suficientemente grande como para suponer que debió de ser razonablemente esférico

como resultado de su propia atracción gravitatoria. Tal vez se haya fracturado

recientemente.

Japeto, desde su descubrimiento original en 1761, ha poseído su peculiaridad, al ser

cinco veces más brillante cuando se encuentra al oeste de Saturno que cuando está en

el este. Dado que Japeto siempre conserva una cara vuelta hacia Saturno, vemos un

hemisferio cuando está en un lado de Saturno, y el otro hemisferio cuando se

encuentra al otro lado. La suposición natural fue que un hemisferio debía reflejar la luz

del Sol con cinco veces mayor eficiencia que la otra. Las fotografías del Voyager I

confirmaron esta suposición. Japeto es luminoso y oscuro, como si un lado estuviese

helado y el otro revestido de polvo oscuro. Pero no se conoce la razón de esta

diferencia.

Las sondas de Saturno han tenido éxito al encontrar ocho pequeños satélites que eran

demasiado pequeños para detectarse desde la Tierra, elevando el número total de

satélites saturnianos hasta los diecisiete. De esos ocho nuevos satélites, cinco se

hallan más cerca de Saturno que Mimas. El más cercano de esos satélites se encuentra

a sólo 140.000 kilómetros del centro de Saturno (a 75.000 kilómetros por encima de la

cobertura nubosa de Saturno) y gira en torno el planeta en 14,43 horas.

Dos satélites que se encuentran en el interior de la órbita de Mimas tienen la

desacostumbrada propiedad de ser co-orbitales, es decir, de compartir la misma

órbita, persiguiéndose el uno al otro interminablemente alrededor de Saturno.

Constituyó el primer ejemplo conocido de tales satélites co-orbitales. Se encuentran a

una distancia de 155.000 kilómetros del centro de Saturno y giran en torno del planeta

en 16,68 horas. En 1967, un astrónomo francés, Audouin Doll-fus, informó de un

satélite en el interior de la órbita de Mimas y le llamó Jano. Probablemente, éste fue el

resultado de avistar uno u otro de los satélites intra-Mimas, ocultando erróneos datos

orbitales porque algunos diferentes han sido observados en momentos distintos. Jano

ya no está incluido en la lista de satélites de Saturno.

Los tres restantes satélites recientemente descubiertos también representan unas

situaciones sin precedentes. El satélite mejor conocido, Dione, uno de los

descubrimientos de Cassini, se descubrió que tenía un diminuto compañero co-orbital.

Dado que Dione tiene un diámetro de 1.150 kilómetros, el compañero (Dione B) posee

un diámetro de sólo 35 kilómetros. Dione B, al girar en torno de Saturno, permanece

en un punto 60 grados por delante de Dione. Como resultado de ello, Saturno, Dione y

Dione B son siempre los vértices de un triángulo equilátero. A esto se le denomina

situación troyana por razones que explicaré más adelante.

Una situación así, sólo es posible cuando el tercer cuerpo es mucho menor que los dos

primeros, y tiene lugar si el cuerpo menor se encuentra a 60 grados por delante o por

detrás del cuerpo mayor. Por delante, se halla en la posición L-4, por detrás, en la

posición L-5. Dione B se halla en la posición L-4 (la L es por el astrónomo italofrancés

Joseph Louis Lagrange que, en 1772, elaboró el hecho de que una configuración así es

gravitatoriamente estable.)

Luego está Tetis, otro de los satélites de Cassini. Tiene dos compañeros coorbitales:

Tetis B, en posición L-4, y Tetis C, en posición L-5.

De una forma clara, la familia de satélites saturnianos es la más rica y la más compleja

en el Sistema Solar, por lo que conocemos hasta ahora.

Los anillos de Saturno son también mucho más complejos de lo que se había creído.

Vistos de cerca, consisten en centenares, tal vez incluso millares, de pequeños anillos,

que se parecen a los surcos de un disco fonográfico. En algunos lugares, unas rayas

negras aparecen en los ángulos rectos de los anillos, como radios en una rueda.

Asimismo, un débil anillo más exterior parece consistir en tres anillos entrelazados.

Nada de todo esto ha podido explicarse hasta ahora, aunque la creencia general es que

una correcta explicación gravitatoria debe verse complicada por efectos eléctricos.

110

LOS PLANETAS EXTERIORES



En los tiempos anteriores al telescopio, Saturno era el planeta conocido más alejado, y

el que se movía con mayor lentitud. Era asimismo el más apagado, pero seguía siendo

un objeto de primera magnitud. Durante miles de años después del reconocimiento de

que existían los planetas, no pareció haber especulaciones respecto de la posibilidad de

que hubiese planetas tan distantes y, por ello, demasiado poco luminosos para ser

visibles.



Urano

Incluso después de que Galileo demostrase que existían miríadas de estrellas con

demasiada poca luz para ser vistas sin telescopio, la posibilidad de planetas poco

luminosos no armó mucho revuelo.

Y luego, el 13 de marzo de 1781, William Herschel (que aún no era famoso), comenzó

a realizar mediciones de las posiciones de las estrellas y, en la constelación de

Géminis, se encontró mirando a un objeto que no era un punto de luz, sino que en vez

de ello presentaba un pequeño disco. Al principio, dio por supuesto que se trataba de

un cometa distante, puesto que los cometas eran los únicos objetos, aparte de los

planetas, que se mostraban en forma de disco bajo la observación telescópica. Sin

embargo, los cometas son nebulosos y este objeto mostraba bordes aguzados.

Además, se movía contra el fondo de estrellas más lentamente que Saturno e incluso

estaba más alejado. Se trataba de un planeta distante, mucho más alejado que

Saturno, y mucho menos luminoso. El planeta, llegado el momento, se denominó

Urano (en griego Ouranos), por el dios de los cielos y padre de Saturno (Cronos) en la

mitología griega.

Urano se encuentra a 2.942.000.000 de kilómetros del Sol de promedio, y está así

exactamente dos veces más alejado del Sol que Saturno. Además, Urano es más

pequeño que Saturno, con un diámetro de 54.000 kilómetros. Esto equivale a cuatro

veces el diámetro de la Tierra, y Urano es un gigante gaseoso como Júpiter y Saturno,

pero mucho más pequeño que estos otros dos planetas. Su masa es 14,5 mayor que la

de la Tierra, pero sólo 1/6,6 en relación a Saturno y 1/22 respecto de Júpiter.

A causa de su distancia y de su relativamente pequeño tamaño, Urano es mucho

menos luminoso en apariencia que Júpiter y Saturno. Sin embargo, no es totalmente

invisible para el ojo desnudo. Si se mira en el lugar adecuado, en una noche oscura,

Urano es visible como una estrella muy débil, incluso sin ayuda de un telescopio.

¿Por qué no fue detectado por los astrónomos, incluso en los tiempos de la

Antigüedad? Indudablemente lo hicieron, pero una estrella muy poco luminosa no

atrajo su atención, cuando se daba por supuesto que los planetas que eran muy

brillantes. Y aunque lo hubiesen contemplado en noches sucesivas, su movimiento es

tan pequeño que su cambio de posición pasaría inadvertido. Y lo que es más, los

primitivos telescopios no eran muy buenos y, cuando se les apuntaba en la dirección

correcta, no mostraban con claridad el pequeño disco de Urano.

De todos modos, en 1690, el astrónomo inglés John Flamsteed enumeró una estrella

en la constelación del Toro y le dio el nombre de 34 del Toro. Más tarde, los

astrónomos no pudieron localizar esa estrella, pero, una vez Urano fue descubierto y

su órbita elaborada, un cálculo hacia atrás mostró que se encontraba en el lugar que

había informado Flamsteed que se hallaba 34 del Toro. Y medio siglo después, el

astrónomo francés Fierre Charles Lemonnier vio a Urano en trece diferentes ocasiones

y lo registró en trece lugares distintos, imaginándose que había visto en realidad trece

estrellas.

Existen informes conflictivos acerca de su período de rotación. Las cifras usuales son

las de 10,82 horas, pero, en 1977, se ha alegado que ese período es de 25 horas.

Probablemente no estaremos seguros hasta que recibamos datos de las sondas.

Una certidumbre acerca de la rotación de Urano versa respecto de su inclinación axial.

111


El eje está inclinado en un ángulo de 98 grados, o exactamente un poco más que un

ángulo recto. Así, Urano, mientras gira en torno del Sol una vez cada ochenta y cuatro

años, parece estar rodando sobre un lado, y cada polo se halla expuesto a una

iluminación continua durante cuarenta y dos años, y luego a una noche continua

durante otros cuarenta y dos años.

A la distancia de Urano del Sol, eso significa una escasa diferencia. No obstante, si la

Tierra girase de esa forma, las estaciones serían tan extremadas que es dudoso que la

vida hubiera llegado a desarrollarse alguna vez en nuestro planeta.

Tras el descubrimiento de Urano por parte de Herschel, se mantuvo observándolo a

intervalos y, en 1787, detectó dos satélites, a los que llegado el momento llamó Titania

y Oberón. En 1851, el astrónomo inglés William Lassel descubrió otros dos satélites,

más cerca del planeta, a los que se les puso los nombres de Ariel y Umbriel.

Finalmente, en 1948, Kuiper detectó un quinto satélite, más cerca aún: se trata de

Miranda.


Todos los satélites de Urano giran en torno de él en el plano de su ecuador, por lo que

no sólo el planeta, sino todo el sistema de satélites parece girar sobre su lado. Los

satélites se mueven al norte y sur del planeta, más bien que de este a oeste como es

usual.


Los satélites de Urano están bastante cerca del planeta. No existe ninguno distante

(por lo menos, según podemos ver). El más alejado de los cinco conocidos es Oberón,

que se halla a 600.000 kilómetros del centro de Urano, sólo media vez más de la Luna

respecto de nuestra Tierra. Miranda se halla a 133.000 kilómetros del centro de Urano.

Ninguno de los satélites es grande, de la forma en que les ocurre a los satélites

galileanos, a Titán o a la Luna. El mayor es Oberón, que tiene unos 1.600 kilómetros

de diámetro, mientras que el más pequeño es Miranda con un diámetro de sólo 250

kilómetros.

Durante mucho tiempo no pareció haber nada de particularmente excitante en el

sistema de satélites de Urano, pero luego, en 1973, un astrónomo británico, Cordón

Tayler, calculó que Urano se movía enfrente de una estrella de novena magnitud, la

SA0158687. Este suceso excitó a los astrónomos puesto que, mientras Urano pasaba

por delante de la estrella, habría un período, poco antes de que la estrella quedase

oscurecida, en que la luz atravesaría la atmósfera superior del planeta. Una vez más,

cuando la estrella saliese de detrás del planeta, atravesaría su atmósfera superior. El

hecho de que la luz de la estrella pasase a través de la atmósfera podría decirles algo a

los astrónomos acerca de la temperatura, la presión y la composición de la atmósfera

de Urano. La ocultación se calculó que tendría lugar el 10 de marzo de 1977. A fin de

observarla, aquella noche un astrónomo norteamericano, James L. Elliot, y varios

colaboradores, se encontraban en un avión que les llevó más arriba de los

distorsionantes y oscurecientes efectos de la atmósfera inferior.

Antes de que Urano alcanzase la estrella, la luz de ésta brilló de repente muy apagada

durante unos 7 segundos, y luego se iluminó de nuevo. Mientras Urano continuaba

aproximándose, ocurrieron cuatro breves períodos más de atenuación de la luz de 1

segundo cada uno. Cuando la estrella emergió por el otro lado, se produjeron los

mismos episodios de apagamiento, aunque en orden inverso. La única forma de

explicar este fenómeno era suponer que existían unos tenues anillos de material en

torno de Urano, anillos de ordinario no visibles desde la Tierra por ser demasiado

tenues, muy esparcidos y harto oscuros.

Cuidadosas observaciones de Urano durante la ocultación de otras estrellas, tales como

una el 10 de abril de 1978, mostraron un total de nueve anillos. El más interior se

encuentra a 41.000 kilómetros del centro de Urano, y el más exterior a 50.000

kilómetros del centro. Todo el sistema de anillos se halla en realidad dentro del límite

de Roche.

Puede calcularse que los anillos uranianos son tan tenues, dispersos y oscuros que sólo

112


tienen 1/3.000.000 del brillo de los anillos de Saturno. No resulta sorprendente que los

anillos de Urano no puedan detectarse de ninguna otra forma que no sea una de tipo

indirecto.

Más tarde, cuando se detectó el anillo de Júpiter, comenzó a parecer evidente que los

anillos no formaban, a fin de cuentas, un fenómeno desacostumbrado. Tal vez los

gigantes gaseosos tengan un sistema de anillos además de numerosos satélites. Lo

único que hace a Saturno único no es que tenga anillos, sino que los mismos sean tan

extensos y brillantes.



Neptuno

Poco después de descubrirse Urano, se elaboró su órbita. Sin embargo, a medida que

los años pasaban, se comprobó que Urano no seguía la órbita calculada, no del todo.

En 1821, el astrónomo francés Alexis Bouvard calculó de nuevo la órbita de Urano,

tomando en consideración las primeras observaciones como las de Flamsteed. Pero

Urano tampoco siguió esa nueva órbita.

La pequeña atracción sobre Urano de otros planetas (perturbaciones), afectaban

levemente el movimiento de Urano, originando que se hallase detrás, o delan`e, de su

posición teórica, en unas cifras muy pequeñas. Esos efectos se calcularon de nuevo

con cuidado, pero Urano siguió sin portarse correctamente. La conclusión lógica era

que, más allá de Urano, , debía de existir un planeta desconocido que ejercía una

atracción gravitacional que no había sido tenida en cuenta.

En 1841, un estudiante de matemáticas de veintidós años, en la Universidad de

Cambridge, en Inglaterra, se hizo cargo del problema y lo calculó en su tiempo libre.

Su nombre era John Couch Adams, y, en setiembre de 1845, acabó dichas

elaboraciones. Había calculado dónde debía de estar localizado un planeta

desconocido, si tuviese que viajar de una forma relacionada con el factor que faltaba

en la órbita de Urano. Sin embargo, no consiguió que los astrónomos ingleses se

interesasen por su proyecto.

Mientras tanto, un joven astrónomo francés, Urban Jean Joseph Leverrier, estaba

también trabajando con el problema de forma por completo independiente. Completó

su trabajo casi medio año después que Adams y obtuvo la misma respuesta. Leverrier

fue lo suficientemente afortunado para conseguir que un astrónomo alemán, Johann

Gottfried Galle, comprobase la indicada región del firmamento en busca de la presencia

de un planeta desconocido. Dio la casualidad que Galle tenía una nueva carta de las

estrellas de aquella porción del espacio. Comenzó a investigar la noche del 23 de

setiembre de 1846, y él y su ayudante, Heinrich Ludwig D'Arrest, llevaban apenas

trabajando una hora cuando encontraron un objeto de octava magnitud que no

figuraba en la carta.

¡Se trataba del planeta! Y estaba muy cerca del lugar donde había pronosticado el

cálculo. Llegado el momento se le puso el nombre de Neptuno, el dios del mar, a causa

de su color verdoso. En la actualidad, el mérito de su descubrimiento se halla dividido

a partes iguales entre Adams y Leverrier.

Neptuno viaja en torno del Sol en una órbita que lo lleva a 4.125.000.000 de

kilómetros de distancia, por lo que de nuevo se halla a una mitad más allá del Sol que

Urano (oPunas 30 veces más distante del Sol que nuestra Tierra). Completa una

revolución en torno del Sol en 164,8 años.

Neptuno es el gemelo de Urano (en el sentido de que Venus es el gemelo de la Tierra,

por lo menos en lo que se refiere a sus dimensiones). El diámetro de Neptuno es de

51.000 kilómetros, sólo un poco menor que Urano, pero el primero es más denso y un

18 % más masivo que Urano. Neptuno tiene 17,2 veces más masa que la Tierra, y es

el cuarto gigante gaseoso que circunda al Sol.

El 10 de octubre de 1846, menos de tres semanas después de que Neptuno fuese

avistado por primera vez, se detectó un satélite del mismo, al que se llamó Tritón, por

113

un hijo de Neptuno (Poseidón), según los mitos griegos. Tritón demostró ser otro de



los grandes satélites, con una masa igual a la de Titán. Ha sido el séptimo de tales

satélites descubiertos, y el primero desde el descubrimiento de Titán, casi dos siglos

antes.

Su diámetro es de unos 3.900 kilómetros, haciéndolo así un poco mayor que el de



nuestra Luna, y su distancia al centro de Neptuno es de 365.000 kilómetros, casi la

distancia de la Tierra a la Luna. A causa de la mayor atracción gravitatoria de Neptuno,

Tritón completa una revolución en 5,88 días, o en una quinta parte del tiempo que

emplea nuestra Luna.

Tritón gira en torno de Neptuno en dirección retrógrada. No es el único satélite que

gira de esa forma. Sin embargo, los otros (los cuatro satélites exteriores de Júpiter y el

satélite más exterior de Saturno) son muy pequeños y muy distantes del planeta en

torno del que giran. Tritón es grande y se halla cerca de su planeta Pero sigue siendo

un misterio el porqué tiene una órbita retrógrada.

Durante más de un siglo, Tritón continuó siendo el único satélite conocido de Neptuno.

Luego, en 1949, Kuiper (que había descubierto Miranda el año anterior), detectó un

pequeño objeto de luz muy débil en las cercanías de Neptuno. Se trataba de otro

satélite y se le llamó Nereida (las ninfas de los mares de los mitos griegos).

Nereida tiene un diámetro de casi 250 kilómetros y viaja en torno de Neptuno de

forma directa. Sin embargo, posee la órbita más excéntrica de los satélites conocidos.

En su aproximación más cercana a Neptuno, se encuentra a 1.420.000 kilómetros de

distancia; pero en el otro extremo de su órbita está alejado 9.982.000 kilómetros. En

otras palabras, se encuentra siete veces más lejos de Neptuno en un extremo de su

órbita que en el otro. Su período de revolución es de 365,21 días, o 45 minutos menos

que el año terrestre.

Neptuno aún no ha sido visitado por una sonda, por lo que no resulta sorprendente

que no conozcamos más satélites o un sistema de anillos. Ni siquiera sabemos si Tritón

posee atmósfera, aunque, dado que Titán la tiene, Tritón puede asimismo poseerla.

Plutón

La masa y posición de Neptuno tienen mucho que ver con la mayor parte de las

discrepancias en la órbita de Urano. No obstante, en lo que se refería al resto de ellos,

algunos astrónomos pensaban que un planeta desconocido, más distante aún que

Neptuno, debía ser investigado. El astrónomo más asiduo en sus cálculos y búsqueda

fue Lowell (que se había de hacer famoso por sus puntos de vista acerca de los canales

marcianos).

La búsqueda no resultaba fácil. Cualquier planeta más allá de Neptuno tendría tan

escasa luminosidad que se hallaría perdido en las multitudes de igualmente apagadas

estrellas ordinarias. Y lo que es más, un planeta así se movería tan despacio, que su

cambio de posición no sería fácil de detectar. Para cuando Lowell murió, en 1916, aún

no se había encontrado el planeta.

Sin embargo, los astrónomos del «Observatorio Lowell», en Arizona, continuaron la

búsqueda después de la muerte de Lowell. En 1929, un joven astrónomo, Clyde

William Tombaugh, se hizo cargo de la investigación, empleando un nuevo telescopio

que fotografiase una comparativamente sección mayor del cielo y con mayor agudeza.

También hizo uso de un comparador de destellos, que protegería a la luz a través de

una placa fotográfica tomada cierto día, y luego a través de otra placa de la misma

región de estrellas unos cuantos días después, y una y otra vez en rápida alternativa.

Las placas fueron ajustadas para que las estrellas de cada una fuesen enfocadas en el

mismo lugar. Las verdaderas estrellas permanecerían por completo fijas, mientras la

luz destellase a través de la primera placa, y luego por la otra. Sin embargo, cualquier

planeta presente de poca luz, alteraría su posición al encontrarse aquí, allí, aquí allá,

en rápida alternancia. Parpadearía.

114

El descubrimiento tampoco sería fácil de esta manera, puesto que una placa en



particular contendría muchas decenas de millares de estrellas, y tendría que ser

avizorada muy estrechamente en cada lugar para ver si una de esas miríadas de

estrellas parpadeaba.

Pero a las cuatro de la tarde del 18 de febrero de 1930, Tombaugh se encontraba

estudiando una región en la constelación de Géminis y vio un parpadeo. Siguió aquel

objeto durante casi un mes y, el 13 de marzo de 1930, anunció que había encontrado

el nuevo planeta. Se le llamó Plutón, por un dios del mundo inferior, dado que se

encontraba tan lejos de la luz del Sol. Además, las dos primeras letras del nombre

eran las iniciales de Percival Lowell.

La órbita de Plutón fue elaborada y demostró albergar numerosas sorpresas. No se

encontraba tan lejos del Sol como Lowell y los otros astrónomos habían pensado. Su

distancia media del Sol demostró ser de sólo 6.050.500.000 de kilómetros, es decir,

únicamente un 30 % más lejos que Neptuno.

A mayor abundamiento, la órbita era más excéntrica que la de cualquier otro planeta.

En su punto más alejado del Sol, Plutón se encontraba a 7.590.000.000 de kilómetros

de distancia, pero en el lado expuesto de la órbita, cuando se encuentra más próximo

al Sol, se hallaba sólo a 4.455.000.000 de kilómetros de distancia.

En el perihelio, cuando Plutón se halla más cerca del Sol, está en realidad aún más

próximo del Sol que Neptuno, que se halla a unos 165.000.000 de kilómetros. Plutón

gira en torno del Sol en 247,7 años, pero en cada una de esas revoluciones, existe un

período de 20 años en que está más cerca de Neptuno, por lo que no es el planeta más

alejado. En realidad, uno de esos períodos está sucediendo en las dos últimas décadas

del siglo xx, por lo que ahora, cuando escribo, Plutón está más cerca del Sol que

Neptuno.


No obstante, la óbita de Plutón, no cruza en realidad a Neptuno, pero está fuertemente

sesgada en comparación con los otros planetas. Está inclinada hacia la órbita de la

Tierra en unos 17,2 grados, mientras la órbita de Neptuno se halla inclinada sólo

levemente hacia la de la Tierra. Cuando las órbitas de Plutón y Neptuno se cruzan, y

ambos se encuentran a la misma distancia del Sol (cuando ambos planetas se hallan

en el punto de cruce), uno se encuentra muy por debajo del otro, por lo que ambos

nunca se aproximan mutuamente a menos de 2.475.000.000 de kilómetros.

Sin embargo, lo más perturbador acerca de Plutón fue su inesperada poca luminosidad,

que indicó al instante que no se trataba de un gigante gaseoso. Si hubiera sido del

tamaño de Urano o de Neptuno, su brillo habría sido considerablemente mayor. La

estimación inicial fue que debía de ser del tamaño de la Tierra.

Pero esto demostró ser también una sobreestimación. En 1950 Kuiper consiguió ver a

Plutón como un diminuto disco de sólo 5.950 kilómetros de diámetro, incluso menor

que el diámetro de Marte. Algunos astrónomos se mostraron reluctantes a creer esta

estimación, pero, el 28 de abril de 1965, Plutón pasó muy cerca de una estrella muy

poco luminosa y no consiguió superarla. Si Plutón hubiese sido más grande que lo que

Kuiper había estimado, habría oscurecido a la estrella.

Así, quedó claro que Plutón era demasiado pequeño para influir en la órbita de Urano

de cualquier manera perceptible. Si un planeta distante tenía algo que ver en el último

fragmento de discrepancia respecto de la órbita de Urano, no se trataba de Plutón.

En 1955, se observó que el brillo de Plutón variaba de una forma regular que se

repetía cada 6,4 días. Se dio por supuesto que Plutón giraba en torno de su órbita en

6,4 días, es decir, un desacostumbradamente largo período de rotación. Mercurio y

Venus tienen unos períodos aún más largos, pero se hallan fuertemente afectados por

las influencias de marea del cercano Sol. ¿Cuál era, pues, la excusa de Plutón?

Luego, el 22 de junio de 1978, llegó un descubrimiento que pareció explicarlo. Ese día,

un astrónomo norteamericano, James W. Christy, al examinar fotografías de Plutón, se

115


percató de una clara protuberancia en un lado. Examinó otras fotografías y finalmente

decidió que Plutón tenía un satélite. Está muy cerca de Plutón, a no más de 20.600

kilómetros de distancia, de centro a centro. A esta distancia de Plutón, es una

separación muy ligera para detectarla, de ahí lo mucho que se retrasó el

descubrimiento. Christy llamó al satélite Caronte, por el barquero que, en los mitos

griegos, lleva a las sombras de los muertos al otro lado de la Laguna Estigia, hasta el

reino subterráneo de Plutón.

Caronte gira en torno de Plutón en 6,4 días, que es exactamente el tiempo que tarda

Plutón en dar una vuelta sobre su eje. Esto no es una coincidencia. Es probable que

ambos cuerpos, Plutón y Caronte, se enlentezcan mutuamente a través de la acción de

la marea y siempre presentan la misma cara el uno al otro. Giran en torno a un centro

común de gravedad, como las dos mitades de una pesa que giran unidas por la

atracción gravitatoria.

Es la única combinación planeta-satélite que gira en esa forma de pesas. Así, en el

caso de la Tierra, la Luna siempre presenta un lado hacia la Tierra, pero ésta aún no se

ha enlentecido hasta el punto de hacer frente sólo un lado a la Luna, porque la primera

es mucho más grande y le costaría mucho más enlentecerse. Si la Tierra y la Luna

fuesen iguales en tamaño, la forma de revolución de pesas habría sido el resultado

final.

A partir de la distancia entre ellos y del tiempo de revolución, es posible calcular la



masa total de ambos cuerpos: demostró ser de no más de un octavo de la masa de la

Luna. Plutón es más pequeño que lo previsto por las estimaciones más pesimistas.

Dado el brillo comparativo de los dos, Plutón parece tener sólo 3.000 kilómetros de

diámetro, casi el tamaño de Europa, el menor de los siete grandes satélites. Caronte

tiene 1.250 kilómetros de diámetro, casi el tamaño de Dione, el satélite de Saturno.

Los dos objetos no son muy diferentes en tamaño. Plutón es, probablemente, sólo 10

veces más masivo que Caronte, mientras que la Tierra tiene 81 veces más masa que la

Luna. Esta diferencia de tamaño explica el porqué Plutón y Caronte giran uno en torno

del otro a la manera de unas pesas, mientras que la Tierra y la Luna no lo hacen así.

Se trata de la cosa que está más cerca en el Sistema Solar de lo que conocemos como

un «planeta doble». Hasta 1976, se había creído que la Tierra y la Luna lo eran.

ASTEROIDES

Asteroides más allá de la órbita de Júpiter

Cada planeta, con una única excepción, se halla de alguna forma entre 1,3 y 2,0 veces

tan alejado del Sol en relación al siguiente planeta más cercano. La única excepción es

Júpiter, el quinto planeta: se halla 3,4 veces más alejado del Sol de lo que lo está

Marte, el cuarto planeta.

Este extraordinario hueco intrigó a los astrónomos tras el descubrimiento de Urano (en

aquel momento, la posibilidad de nuevos planetas se hizo excitante). ¿Podría existir un

planeta en el hueco, un planeta 4,5, por así decirlo, uno que se nos haya escapado

durante todo este tiempo? Un astrónomo alemán, Heinrich W. M. Olbers, dirigió un

grupo que planeaba comprometerse en una búsqueda sistemática del cielo tras un

planeta de este tipo.

Mientras efectuaban sus preparativos, un astrónomo italiano, Giuseppe Piazzi, que

observaba los cielos sin pensar en absoluto en nuevos planetas, localizó un objetivo

que variaba de posición de un día al siguiente. Dada la velocidad de su movimiento,

parecía encontrarse en algún lugar entre Marte y Júpiter; y según su poca luminosidad,

tenía que ser muy pequeño. Se efectuó el descubrimiento el 1 de enero de 1801, el

primer día de un nuevo siglo.

Según las observaciones de Piazzi, el matemático alemán Johann K. F. Gauss fue capaz

de calcular la órbita del objeto, y en efecto, se trató de un nuevo planeta con una

116


órbita que se encontraba entre la de Marte y la de Júpiter, exactamente donde debía

de haberse efectuado la distribución de los planetas. Piazzi, que había estado

trabajando en Sicilia, llamó al nuevo planeta Ceres, según la diosa romana del trigo,

que había estado particularmente asociada con la isla.

Dado su poco brillo y distancia, se calculó que Ceres debía ser asimismo muy pequeño,

más pequeño que cualquier otro planeta. Las últimas cifras muestran que tiene 1.025

kilómetros de diámetro. Probablemente, Ceres posee una masa de sólo un quinto de la

de nuestra Luna, y es mucho más pequeño que los satélites mayores.

No parecía posible que Ceres fuese todo lo que había allí en el hueco entre Marte y

Júpiter, por lo que Olbers continuó la búsqueda a pesar del descubrimiento de Piazzi.

En 1807, fueron descubiertos tres planetas más en ese hueco. Se les llamó Palas, Juno

y Vesta, y cada uno de ellos resultó más pequeño que Ceres. Juno, el menor, tal vez

sólo tenga unos 100 kilómetros de diámetro.

Esos nuevos planetas son tan pequeños que, incluso con el mejor telescopio de la

época, no mostraban disco. Seguían siendo puntos de luz, al igual que las estrellas. En

realidad, por esta razón, Herschel sugirió llamarles asteroides («parecidos a

estrellas»), y la sugerencia fue adoptada.

No fue hasta 1845 cuando un astrónomo alemán, Karl L. Hencke, descubrió un quinto

asteroide, al que llamó Astrea; pero, a continuación, se fueron sucediendo de una

manera firme los descubrimientos. En la actualidad, se han detectado unos 1.600

asteroides, cada uno de ellos considerablemente menor que Ceres, el primero en ser

encontrado; e, indudablemente, quedan aún millares más por detectar. Casi todos se

encuentran en el hueco existente entre Marte y Júpiter, una zona que ahora se

denomina cinturon de asteroides.

¿Por qué existen los asteroides? Ya muy pronto, cuando sólo se conocían cuatro de

ellos, Olbers sugirió que eran los restos de un planeta que había estallado. Sin

embargo, los astrónomos se muestran dudosos acerca de esta posibilidad. Consideran

más probable que el planeta nunca llegara a formarse, mientras que en otras regiones

la materia de la nebulosa original, gradualmente, se soldó en planetesimales (el

equivalente a asteroides) y éstos en planetas individuales (con estos últimos dejando

al unirse sus marcas como cráteres), pero en el cinturón de asteroides esta unión no

pasó nunca del estadio planetesimal. La creencia general es que el responsable de esto

es el perturbador efecto del gigante Júpiter.

En 1866, ya se habían descubierto los suficientes asteroides para mostrar que no se

hallaban esparcidos al acaso en el hueco. Había regiones donde las órbitas asteroidales

se hallaban ausentes. No había asteroides a una distancia promedia del Sol de 380

millones de kilómetros, o 450 millones de kilómetros, o 500 millones de kilómetros, o

560 millones de kilómetros.

Un astrónomo estadounidense, Daniel Kirkwood, sugirió en 1866 que en esas órbitas,

los asteroides girarían en torno del Sol en un período que era una fracción simple de la

de Júpiter. Bajo tales condiciones, el efecto perturbador de Júpiter sería

desacostumbradamente grande, y cualquier asteroide que girase por allí se vería

forzado, o bien a acercarse más al Sol o a alejarse más de él. Esos huecos de Kirkwood

dejaban claro que la influencia de Júpiter era penetrante y podía impedir la

solidificación.

Más tarde se hizo clara una conexión aún más íntima entre Júpiter y los asteroides. En

1906, un astrónomo alemán, Max Wolf, descubrió el asteroide 588. Era inusual, puesto

que se movía con una sorprendente baja velocidad y, por lo tanto, se encontraba muy

alejado del Sol. En realidad, era el asteroide más alejado de los descubiertos. Se le

llamó Aquiles, por el héroe de los griegos en la guerra de Troya. (Aunque, por lo

general, se ha dado a los asteroides nombres femeninos, los que poseen órbitas

desacostumbradas han recibido nombres masculinos.)

Una cuidadosa observación mostró que Aquiles se movía en la órbita de Júpiter, 60

117


grados por delante del mismo. Antes de que el año concluyera, se descubrió el

asteroide 617 en la órbita de Júpiter, 60 grados por detrás de Júpiter, y se le llamó

Patroclo, por el amigo de Aquiles en la Ilíada de Hornero. Se han descubierto otros

asteroides que forman un grupo en torno de cada uno de ellos y que han recibido

nombres de héroes de la guerra troyana. Fue el primer caso del descubrimiento de

auténticos ejemplos de estabilidad, cuando se encontraron tres cuerpos en los vértices

de un triángulo equilátero. A esta situación se la denominó posiciones troyanas, y a los

asteroides asteroides troyanos. Aquiles y su grupo ocupan la posición L-4, y Patroclo y

su grupo la posición L-5. Los satélites exteriores de Júpiter, que parecen satélites

capturados, es posible que en un tiempo fuesen asteroides troyanos.

El satélite exterior de Saturno, Febe, y el satélite exterior de Neptuno, Nereida,

pueden, concebiblemente, haber sido también satélites capturados, una indicación de

que, por lo menos, existe un esparcimiento de asteroides en las regiones de más allá

de Júpiter. Tal vez, originariamente, se encontraban en el cinturón de asteroides y, a

través de perturbaciones particulares, se vieron forzados hacia delante y luego, llegado

el momento, fueron capturados por un planeta en particular.

Por ejemplo, en 1920, Baade descubrió el asteroide 944, al que llamó Hidalgo. Cuando

se calculó su órbita, se descubrió que este asteroide se movía mucho más allá de

Júpiter, y que tenía un período orbital de 13,7 años, tres veces más que el asteroide

medio e incluso más largo que el de Júpiter.

Tiene una elevada excentricidad orbitaria de 0,66. En el perihelio se encuentra sólo a

300 millones de kilómetros del Sol, por lo que se halla claramente dentro del cinturón

de asteroides en ese momento. Sin embargo, en el afelio, se halla a 1.475 millones de

kilómetros del Sol, tan lejos entonces del Sol como Saturno. La órbita de Hidalgo, sin

embargo, está inclinada, por lo que en el afelio se encuentra muy por debajo de

Saturno, y no existe peligro en que sea capturado, pero cualquier satélite en una órbita

tan alejada estaría muy cerca de Saturno y llegado el momento sería capturado por

éste o por cualquier otro de los planetas exteriores.

¿No podría ser que un asteroide se viese tan afectado por perturbaciones gravitatorias,

que le hiciesen tomar una órbita más allá del cinturón de asteroides durante todo el

tiempo? En 1977, el astrónomo norteamericano Charles Kowall detectó un leve puntito

de luz que se movía contra el fondo de las estrellas, pero sólo a una tercera parte de la

velocidad de Júpiter. Tenía que hallarse en el exterior de la órbita de Júpiter.

Kowall lo siguió durante cierto número de días, elaborando su órbita aproximada, y

luego comenzó a buscarlo en unas viejas placas fotográficas. Lo localizó en unas

treinta placas, una de las cuales databa de 1895, con lo que tuvo suficientes posiciones

para calcular una órbita exacta.

Se trataba de un asteroide de cierto tamaño, tal vez de 200 kilómetros de diámetro.

Cuando se halla más cerca del Sol, se encuentra tan próximo del astro como lo está

Saturno. En el extremo opuesto de su órbita, se aleja tanto del Sol como Urano.

Parece hacer de lanzadera entre Saturno y Urano, aunque a causa de que su órbita

está inclinada, no se aproxima demasiado a ninguno de los dos.

Kowall le llamó Quirón, por uno de los centauros (mitad hombre, mitad caballo, en los

mitos griegos). Su período de revolución es de 50,7 años, y en este momento se halla

en su afelio. En un par de décadas, estará respecto a nosotros a menos de la mitad de

esa distancia y podremos verlo con mayor claridad.



Rozadores de la Tierra y objetos Apolo

Si los asteroides penetran más allá de la órbita de Júpiter, ¿no habría otros que

penetrasen más allá de la órbita de Marte, más cerca del Sol?

El primero de tales casos se descubrió el 13 de agosto de 1898 por parte de un

astrónomo alemán, Gustav Witt. Detectó el asteroide 433 y vio que su período de

revolución era de sólo 1,76 años, es decir, 44 días menos que el de Marte. Por lo

118

tanto, su distancia media del Sol debe ser menor que la de Marte. Al nuevo asteroide



se le llamó Eros.

Eros demostró tener más bien una elevada excentricidad orbitaria. En el afelio, está

claramente dentro del cinturón de asteroides, pero en el perihelio, se halla a sólo 170

millones de kilómetros del Sol, no mucho más de la distancia de la Tierra al Sol. Dado

que su órbita está inclinada respecto de la de la Tierra, no se aproxima a ésta tanto

como lo haría si ambas órbitas estuviesen en el mismo plano.

De todos modos, si Eros y la Tierra se encuentran en los puntos apropiados de sus

órbitas, la distancia entre ambos será sólo de 23 millones de kilómetros. Esto es un

poco más de la mitad de la distancia mínima entre Venus y la Tierra, y significa que, si

no contamos a nuestra propia Luna, Eros era, en el momento de su descubrimiento,

nuestro más próximo vecino en el espacio.

No es un cuerpo muy grande. A juzgar por los cambios en su brillo, tiene forma de

ladrillo, y su diámetro medio es de unos cinco kilómetros. De todos modos, no es una

cosa despreciable. Si colisionase con la Tierra, ocurriría una catástrofe inimaginable.

En 1931, Eros se aproximó a un punto distante tan sólo 26 millones de kilómetros de

la Tierra, y se estableció un vasto proyecto astronómico para determinar con exactitud

su paralaje, por lo que las distancias del Sistema Solar podrían determinarse con

mayor exactitud que nunca. El proyecto tuvo éxito, y los resultados no fueron

mejorados hasta que los rayos del radar se reflejaron desde Venus.

Un asteroide que se aproxime a la Tierra más que Venus, es denominado (con cierta

exageración) rozador de la Tierra. Entre 1898 y 1932, sólo se descubrieron tres

rozadores más de la Tierra, y cada uno de ellos se aproximó a nuestro planeta menos

que Eros.

Sin embargo, esta marca fue rota el 12 de marzo de 1932, cuando un astrónomo

belga, Eugéne Delporte, descubrió el asteroide 1.221, y vio que, aunque su órbita era

regular respecto de la de Eros, conseguía aproximarse aló millones de kilómetros de la

órbita de la Tierra. Llamó al nuevo asteroide Amor (el equivalente latino de Eros).

El 24 de abril de 1932, exactamente seis semanas después, el astrónomo alemán Karl

Reinmuth descubrió un asteroide al que llamó Apolo, porque era otro rozador de la

Tierra. Se trataba de un asombroso asteroide puesto que, en su perihelio, se halla sólo

a 95 millones de kilómetros del Sol. Se mueve no sólo en el interior de la órbita de

Marte, sino también dentro de la Tierra, e incluso de la de Venus. Sin embargo, su

excentricidad es tan grande que en el afelio está a 353.000.000 de kilómetros del Sol,

más lejos de lo que le ocurre a Eros. El período de revolución de Apolo es, por tanto,

18 días más largo que el de Eros. El 15 de mayo de 1932, Apolo se aproximó dentro de

los 10.725.000 kilómetros de la Tierra, menos de 30 veces la distancia de la Luna.

Apolo posee menos de dos kilómetros de anchura, pero es lo suficientemente grande

para que no sea bien venido como «rozador». Desde entonces, cualquier objeto que se

aproxime al Sol más de como lo hace Venus, ha sido llamado objeto Apolo.

En febrero de 1936, Delporte, que ya había detectado a Amor cuatro años antes,

avistó otro rozador de la Tierra al que llamó Adonis. Exactamente unos cuantos días

antes de su descubrimiento, Adonis había pasado a sólo 2.475.000 kilómetros de la

Tierra, o únicamente poco más de 6,3 veces la distancia de la Luna a nosotros. Y lo

que es más, el nuevo rozador de la Tierra tiene un perihelio de 65 millones de

kilómetros, ya esa distancia está muy cerca a la órbita de Mercurio. Fue el segundo

objeto Apolo descubierto.

En noviembre de 1937, Reinmuth (el descubridor de Apolo), avistó un tercero, al que

llamó Hermes. Había pasado a 850.000 kilómetros de la Tierra, sólo un poco más de

dos veces la distancia de la Luna. Reinmuth, con los datos de que disponía, calculó una

órbita grosso modo, según la cual Hermes podía pasar a sólo 313.000 kilómetros de la

Tierra (una distancia menor de la que nos separa de la Luna), siempre y cuando

Hermes y la Tierra se encontrasen en los puntos apropiados de su órbita. Sin embargo,

119

desde entonces no se ha vuelto a detectar a Hermes.



El 26 de junio de 1949, Baade descubrió el más desacostumbrado de los objetos Apolo.

Su período de revolución era de sólo 1,12 años, y su excentricidad orbitaria resultaba

la mayor conocida en los asteroides: 0,827. En su afelio, se encuentra a salvo en el

cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter pero, en su perihelio, se aproxima a

28.000.000 de kilómetros del Sol, más cerca que cualquier planeta, incluido Mercurio.

Baade llamó a este asteroide ícaro, según el joven de la mitología griega que, volando

por los aires con las alas que había ideado su padre Dédalo, se aproximó demasiado al

Sol, con lo que se le fundió la cera que aseguraba las plumas de las alas en su espalda,

y se cayó produciéndole la muerte.

Desde 1949, se han descubierto otros objetos Apolo, pero ninguno se ha acercado

tanto al Sol como Icaro. Sin embargo algunos poseen período orbitario de menos de un

año y, por lo menos, uno está más cerca, en cada punto de su órbita, del Sol que la

Tierra.

Algunos astrónomos estiman que hay en el espacio unos 750 objetos Apolo, con



diámetros de un kilómetro y más. Se cree que, en el transcurso de un millón de años,

cuatro respetables objetos Apolo han alcanzado la Tierra, tres a Venus, y uno tanto a

Mercurio, como a Marte o a la Luna, y siete han visto sus órbitas alteradas de tal forma

que todos han abandonado el Sistema Solar. El número de objetos Apolo, sin embargo,

no disminuye con el tiempo, por lo que es probable que se añadan otros de vez en

cuando a causa de perturbaciones gravitatorias de objetos en el cinturón de

asteroides.

COMETAS


Otra clase de miembros del Sistema Solar, puede, llegada la ocasión, aproximarse

mucho al Sol. A nuestros ojos parecen objetos neblinosos y de débil luminosidad que

se extienden a través del espacio, como ya he mencionado en el capítulo 2, al igual

que deshilacliadas estrellas con largas colas o serpenteante cabello. En efecto, los

antiguos griegos les llamaron áster kometes («estrellas melenudas»), y todavía hoy

seguimos llamándoles cometas.

A diferencia de las estrellas y de los planetas, los cometas no parecen seguir unas

pistas fácilmente previsibles, sino ir y venir sin orden ni regularidad. Dado que la gente

en los días precientíficos creía que las estrellas y los planetas influían en los seres

humanos, las erráticas idas y venidas de los cometas parecían asociadas con cosas

erráticas de la vida: con desastres inesperados, por ejemplo.

No fue hasta 1473 cuando un europeo hizo más que estremecerse cuando un cometa

aparecía en el firmamento. En aquel año, un astrónomo alemán, Regiomontano,

observó un cometa y siguió su posición contra las estrellas, noche tras noche.

En 1532, dos astrónomos —un italiano llamado Girolamo Fracastorio y un alemán de

nombre Pedro Apiano— estudiaron un cometa que apareció aquel año, indicando que

su cola siempre señalaba la dirección contraria al Sol.

Luego, en 1577, apareció otro cometa, y Tycho Brahe, al observarlo, trató de

determinar la distancia por medio del paralaje. Si se trataba de un fenómeno

atmosférico, como Aristóteles había creído, debería tener un paralaje más grande que

la Luna. ¡Pero no era así! Su paralaje era demasiado pequeño para medirlo. El cometa

se encontraba más allá de la Luna y tenía que ser un objeto astronómico.

¿Pero, por qué los cometas iban y venían con tal irregularidad? Una vez Isaac Newton

elaboró la ley de gravitación universal en 1687, pareció claro que los cometas, al igual

que los objetos astronómicos del Sistema Solar, deberían encontrarse dentro de la

atracción gravitatoria del Sol.

En 1682, había aparecido un cometa, y Edmund Halley, un amigo de Newton, observó

su camino a través del cielo. Al repasar otros avistamientos anteriores, pensó que los

120

cometas de 1456, 1531 y 1607 habían seguido un camino parecido. Estos cometas se



habían presentado a intervalos de setenta y cinco o setenta y seis años.

Sorprendió a Halley que los cometas girasen en torno del Sol al igual que los planetas,

pero en órbitas que son unas elipses en extremo alargadas. Pasan la mayor parte de

su tiempo en la enormemente distante porción del afelio de su órbita, donde se

encuentran demasiado distantes y demasiado poco luminosos para ser vistos, y luego

destellan a través de su porción de perihelio en un tiempo comparativamente breve.

Son visibles sólo durante este breve período, y, dado que no pueden observarse

durante el resto de su órbita, sus idas y venidas parecen caprichosas.

Halley predijo que el cometa de 1682 regresaría en 1758. No vivió para verlo, pero

regresó y fue avistado por primera vez el 25 de diciembre de 1758. Iba un poco

atrasado porque la atracción gravitatoria de Júpiter lo había enlentecido al pasar junto

a ese planeta. Este cometa en particular ha sido conocido como cometa Halley desde

entonces. Volvió de nuevo en 1832, 1910 y 1986. A principios de 1983, los

astrónomos, que ya sabían dónde mirar, lo han observado como un objeto en extremo

poco luminoso.

Otros cometas han visto calculadas sus órbitas. Se trata todos ellos de cometas de

breves períodos, cuyas órbitas completas se encuentran dentro del sistema planetario.

Así, el cometa Halley, en su perihelio, se halla sólo a 90.000.000 de kilómetros del Sol,

y en este momento se encuentra exactamente dentro de la órbita de Venus. En el

afelio, se halla a 5.400.000.000 kilómetros del Sol, y más allá de la órbita de Neptuno.

El cometa con una órbita menor es el cometa Encke, que gira en torno del Sol en 3,3

años. En su perihelio, se halla a 52.000.000 kilómetros del Sol, rivalizando con la

aproximación de Mercurio. En el afelio, se encuentra a 627.000.000 de kilómetros del

Sol, y dentro de los últimos límites del cinturón de asteroides. Es el único cometa que

conocemos cuya órbita se encuentra enteramente dentro de la de Júpiter.

Sin embargo, los cometas de largo período, tienen afelios más allá del sistema

planetario y vuelven a los límites interiores del Sistema Solar sólo cada un millón de

años, más o menos. En 1973, el astrónomo checo Lajos Kohoutek descubrió un nuevo

cometa que, al prometer ser extraordinariamente brillante (pero no lo fue), suscitó un

gran interés. En su perihelio se hallaba a sólo 38.500.000 kilómetros del Sol, más

cerca de como lo hace Mercurio. Sin embargo, en el afelio (si el cálculo orbitario es

correcto), retrocede hasta unos 513.000.000.000 de kilómetros, o 120 veces más lejos

del Sol de como se encuentra Neptuno. El cometa Kohoutek completaría una

revolución en torno del Sol en 217.000 años. Indudablemente, existen otros cometas

cuyas órbitas son aún mayores.

En 1950, Oort sugirió que, en una región que se extiende hacia fuera desde el Sol de 6

a 12 billones de kilómetros (25 veces más lejos de como se encuentra el cometa

Kohoutek en el afelio), existen 100 mil millones de pequeños cuerpos con diámetros

que son, en su mayor parte, de 800 metros a 8 kilómetros de longitud. Todos ellos

constituirían una masa no mayor que una octava parte de la de la Tierra.

Este material es una especie de capa cometaria dejada por la nube originaria de polvo

y gas que se condensaron hace cinco mil millones de años para formar el Sistema

Solar. Los cometas difieren de los asteroides en que, mientras estos últimos son de

naturaleza rocosa, los primeros están formados principalmente por materiales helados,

que son tan sólidos como las rocas en su extraordinaria distancia del Sol, pero que se

evaporarían con facilidad si se encontrasen más cerca de una fuente de calor. (El

astrónomo norteamericano Fred Lawrence Whipple fue el primero en sugerir, en 1949,

que los cometas son esencialmente objetos helados con tal vez un núcleo rocoso o con

gravilla distribuida por todas partes. A esto se le conoce popularmente como teoría de

la bola de nieve.)

Ordinariamente, los cometas permanecen en sus alejados hogares, girando lentamente

en torno del distante Sol con períodos de revolución de millones de años. De vez en

cuando, sin embargo, a causa de colisiones o por la influencia gravitatoria de algunas

121

de las estrellas más cercanas, algunos cometas aumentan la velocidad en su muy lenta



revolución alrededor del Sol y abandonan el Sistema Solar. Otros se enlentecen y se

mueven hacia el Sol, rodeándole y regresando a su posición original, y luego regresan

de nuevo. Tales cometas son vistos cuando (y si) entran en el Sistema Solar interior y

pasan cerca de la Tierra.

A causa de que los cometas se originan en una capa esférica, pueden presentarse en el

Sistema Solar en cualquier ángulo, y es probable que se muevan en dirección

retrógrada, así como en otra dirección. El cometa Halley, por ejemplo, se mueve en

dirección retrógrada.

Una vez un cometa entra en el Sistema Solar interior, el calor del Sol evapora los

materiales helados que lo componen, y las partículas de polvo atrapadas en el hielo

quedan liberadas. El vapor y el polvo forman una especie de atmósfera neblinosa en el

cometa (la cabellera o coma), y lo convierten en un objeto grande y deshilacliado.

El cometa Halley, cuando está helado por completo, puede tener sólo 2,5 kilómetros de

diámetro. Al pasar junto al Sol, la neblina que constituye en conjunto llega a los

400.000 kilómetros de diámetro, adquiriendo un volumen que es más de 20 veces el

del gigante Júpiter, pero la materia de la neblina está tan tenuemente esparcida que

sólo es un vacío neblinoso.

Procedentes del Sol existen unas pequeñas partículas, menores que los átomos (el

tema del capítulo 7), que corren en todas direcciones. Este viento solar alcanza a la

neblina que rodea el cometa y la barre hacia atrás en una larga cola, que puede ser

más luminosa que el mismo Sol, pero cuya materia es aún más débilmente esparcida.

Naturalmente, esta cola tiene que señalar hacia la parte contraria al Sol durante todo

el tiempo, tal y como Fracastorio y Apiano señalaron hace cuatro siglos y medio.

A cada paso en torno del Sol, un cometa pierde parte de su material, a medida que se

evapora y se derrama por la cola. Llegado el momento, tras unos centenares de pases,

el cometa, simplemente, se desintegra en el polvo y desaparece. O todo lo más, deja

detrás un núcleo rocoso (como el cometa Encke está haciendo) que, eventualmente,

sólo parecerá un asteroide.

En la larga historia del Sistema Solar, muchísimos millones de cometas han aumentado

su velocidad y lo han abandonado, o bien se han enlentecido y se han dejado caer

hacia el Sistema Solar interior, donde llegado el momento encontrarán su fin. Sin

embargo, aún quedan miles de millones de ellos, por lo que no existe el menor peligro

de que nos quedemos sin cometas.


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