la Tierra. (Venus y Mercurio, al carecer de satélites, no puede calcularse su masa con
tanta facilidad. Sabemos ahora que la masa de Venus es cuatro quintas partes de la de
la Tierra, y la de Mercurio una octava parte. Mercurio, con tan sólo la mitad de la masa
de Marte, es el más pequeño de los ocho planetas principales.)
Al conocer el tamaño y la masa de un mundo, podemos calcular con facilidad su
densidad. Mercurio, Venus y la Tierra tienen todos densidades cinco veces superiores a
la del agua: 5,48, 5,25 y 5,52, respectivamente. Son mucho más de lo esperable si
tales mundos estuviesen formados sólo por sólida roca, y cada planeta, por lo tanto, se
cree que posee un núcleo metálico. (Este tema será esbozado con mayores detalles en
el capítulo siguiente.)
La Luna tiene una densidad de 3,34 veces la del agua y puede estar formada sólo por
materiales rocosos. Marte es algo intermedio. Su densidad es de 3,93 veces la del
agua, y es posible que posea un pequeño núcleo metálico.
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El mapa de Marte
Resultó natural que los astrónomos intentasen trazar el mapa de Marte, bosquejar las
pautas oscuras y luminosas y los lugares y rasgos de su superficie. Esto pudo hacerse
bien respecto de la Luna, pero Marte, incluso en su momento más cercano, se halla
150 veces más alejado de nosotros que la Luna, y posee una tenue aunque
oscurecedora atmósfera, de la que carece la Luna.
Sin embargo, en 1830, un astrónomo alemán, Wilhelm Beer, que había estado
haciendo en detalle el mapa de la Luna, volvió su atención a Marte. Realizó el primer
mapa de Marte que mostró una pauta de oscuridad y claridad. Dio por supuesto que
las áreas oscuras debían de ser agua y las zonas claras tierra. El problema fue que
otros astrónomos trataron también de hacer el mapa, y cada astrónomo consiguió uno
diferente.
Sin embargo, el que tuvo más éxito de todos los cartógrafos de Marte fue Schiaparelli
(que más tarde, y equivocadamente, fijó la rotación de Mercurio en ochenta y ocho
días). En 1877, durante la máxima aproximación de Marte, que hizo posible que Hall
descubriese sus dos satélites, Schiaparelli trazó un mapa de Marte que parecía muy
diferente de cualquier otro que se hubiese realizado hasta entonces. Sin embargo, esta
vez los astrónomos se mostraron de acuerdo. Los telescopios habían ido mejorando
considerablemente, y ahora todos veían, más o menos, lo mismo que Schiaparelli, y el
nuevo mapa de Marte duró cerca de un siglo. Para las diferentes regiones marcianas,
Schiaparelli les dio nombres extraídos de la mitología y geografía de la antigua Grecia,
Roma y Egipto.
Al observar Marte, Schiaparelli se fijó en que había unas delgadas líneas negras que
conectaban las zonas oscuras más grandes de la misma forma que los estrechos o los
canales conectan dos mares. Schiaparelli llamó a esas líneas canales, empleando la
palabra italiana canali para este propósito, aunque en su vertiente de fenómeno
natural, más que como una cosa artificial.
Las observaciones de Schiaparelli crearon al instante un nuevo interés hacia Marte.
Durante mucho tiempo, se creyó que el planeta era muy parecido a la Tierra, aunque
más pequeño y con un campo gravitatorio más débil. Marte no debía haber sido
demasiado capaz de retener una gran atmósfera o gran parte de su agua, por lo que
habría estado agonizando durante varios millones de años. Cualquier vida inteligente
que hubiera evolucionado en Marte habría estado luchando contra la desecación.
A la gente le resultó fácil pensar que no sólo había vida inteligente en Marte, sino que
también desplegaba una tecnología más avanzada que la nuestra. Los marcianos
habrían construido canales artificiales para traer el agua desde los casquetes polares
hasta sus granjas en las más templadas regiones ecuatoriales.
Otros astrónomos comenzaron a detectar los canales y el más entusiasta de éstos fue
el norteamericano Percival Lowell. Hombre rico, abrió en 1894 un observatorio privado
en Arizona. Allí, en el despejado y limpio aire del desierto, lejos de las luces de la
ciudad, la visibilidad era excelente, y Lowell comenzó a trazar mapas con mucho
mayor detalle que los de Schiaparelli. Llegado el momento, localizó más de 500
canales y escribió libros que popularizaron la noción de la vida en Marte.
En 1897, el escritor inglés de ciencia ficción Herbert George Wells, publicó una novela
por entregas, La guerra de los mundos, en una popular revista, que acabó de difundir
aún más esta noción. Cada vez más personas dieron por supuesto que existía vida en
Marte, y el 30 de octubre de 1938, Orson Welles emitió una dramatización radiofónica
de La güeña de los mundos, con los marcianos aterrizando en Nueva Jersey, de forma
tan realista, que un buen número de personas, imaginándose que dicha emisión era en
realidad un noticiario huyeron presas del pánico.
No obstante, muchos astrónomos negaron la realidad de los canales de Lowell. No
podían ver dichos canales, y Maunder (que había sido el primero en describir los
períodos de ausencia de manchas solares, o mínimos de Maunder), tuvo la idea de que
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se debía tratar de ilusiones ópticas. En 1913, colocó unos círculos dentro de los cuales
situó unos lugares manchados irregularmente y colocó a unos escolares a unas
distancias en las que apenas podían ver qué había dentro de los círculos. Les pidió que
dibujasen lo que veían y trazaron unas líneas rectas muy parecidas a los canales de
Lowell.
Además, las siguientes observaciones parecieron disminuir el parecido de Marte con la
Tierra. En 1926, dos astrónomos norteamericanos, William Weber Coblentz y Cari Otto
Lampland, consiguieron tomar medidas de la temperatura superficial en Marte. Era
mucho más fría de lo que se había creído. Durante el día, existía alguna indicación de
que el ecuador marciano debía de ser bastante templado en la época del perihelio,
cuando Marte se encontraba lo más cerca posible del Sol, pero las noches marcianas
parecían ser en todas partes tan frías como la Antártida en sus lugares gélidos. La
diferencia entre las temperaturas diurnas y nocturnas apuntaban a que la atmósfera de
Marte era mucho más tenue de lo supuesto.
En 1947, el astrónomo neerlandés-norteamericano Gerard Peter Kuiper, al analizar la
porción infrarroja de la luz que llegaba desde Marte, concluyó que la atmósfera
marciana estaba formada sobre todo por dióxido de carbono. No encontró indicios de
nitrógeno, oxígeno ni vapor de agua.
Así parecía muy limitada la posibilidad de formas de vida complejas en cualquier modo
semejantes a las de la Tierra. Sin embargo, continuó la persistente creencia en una
vegetación marciana e incluso en los canales marcianos.
Las sondas de Marte
Una vez los cohetes comenzaron a alzarse en la atmósfera terrestre y más allá, las
esperanzas de solucionar un problema que ya tenía más de un siglo se alzó también
con ellos.
La primera sonda con éxito a Marte, el Mariner IV, fue lanzada el 28 de noviembre de
1964. El 14 de julio de 1965, el Mariner IV pasó a 10.000 kilómetros de la superficie
marciana. Mientras lo hacía, tomó una serie de 20 fotografías, que fueron convertidas
en señales de radio, emitidas hacia la Tierra y convertidas allí de nuevo en fotografías.
Y lo que las mismas mostraron fueron cráteres, sin ninguna señal de canales.
Cuando el Mariner IV pasó detrás de Marte, sus señales de radio, antes de
desaparecer, atravesaron la atmósfera marciana, indicando que la misma era más
tenue de lo que se había sospechado: con una densidad inferior a 1/100 de la
terrestre.
El Mariner VI y el Mariner VII, unas sondas marcianas más sofisticadas, fueron
lanzadas el 24 de febrero y el 27 de marzo de 1969, respectivamente. Pasaron a 3.500
kilómetros de la superficie marciana y, en total, mandaron a la Tierra 200 fotografías.
Se fotografiaron amplias porciones de la superficie marciana, y se demostró que,
aunque algunas regiones estaban densamente cubiertas de cráteres como la Luna,
otras carecían relativamente de rasgos, e incluso otras eran un revoltijo y un caos. Al
parecer, Marte posee un complejo desarrollo geológico.
Sin embargo, no había por ninguna parte indicios de canales, la atmósfera estaba
formada por lo menos por un 95 % de dióxido de carbono y la temperatura era más
baja de lo indicado por las mediciones de Coblentz y Lampland. Toda esperanza de
vida inteligente en Marte —o ni siquiera de cualquier tipo de vida compleja— parecía
haber desaparecido.
No obstante, quedaban muchas cosas por hacer. La siguiente sonda con éxito a Marte
fue el Mariner IX, lanzado el 30 de mayo de 1971 y que, en lugar de llegar hasta el
planeta, se puso en órbita en torno de él. Fue afortunado que lo hiciera así, pues a
mitad de su viaje a Marte se alzó una tormenta de polvo en todo el planeta durante
muchos meses, y las fotografías no hubieran descubierto más que una neblina. Una
vez en órbita, la sonda aguardó a que pasara la tormenta, en diciembre la atmósfera
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marciana se aclaró y la sonda comenzó a trabajar.
Trazó un mapa de Marte tan diáfano como el de la Luna y, al cabo de un siglo, el
misterio de los canales quedó resuelto de una vez para siempre. No había canales. Los
que habían sido «vistos», tal y como Maunder había insistido, no eran resultado más
que de ilusiones ópticas. Todo se hallaba seco, y las zonas oscuras eran meramente
desplazamientos de partículas de polvo, tal y como el astrónomo norteamericano Cari
Sagan había sugerido un par de años antes.
La mitad del planeta, sobre todo su hemisferio sur, se hallaba lleno de cráteres al igual
que la Luna. La otra mitad parecía tener los cráteres borrados por la acción volcánica,
y algunas grandes montañas que eran con claridad volcanes (aunque tal vez llevaban
mucho tiempo inactivos) fueron localizadas. La mayor de éstas fue denominada, en
1973, Monte Olimpo. Alcanza una altura de 25 kilómetros por encima del nivel general
del suelo, y su cráter central tiene 65 kilómetros de anchura. Es, con mucho, más
grande que cualquier otro volcán de la Tierra.
Existe una hendidura en la superficie de Marte, que pudo haber dado la ilusión de
tratarse de un canal. Se trata de un amplio cañón, llamado en la actualidad Valles
Marineris, y tiene 3.135 kilómetros de longitud, 512 kilómetros de anchura y unos 2
kilómetros de profundidad. Es 9 veces más largo, 14 veces más ancho y dos veces más
profundo que el Gran Cañón del Colorado. Puede haber sido el resultado de la acción
volcánica hace unos 200 millones de años.
Existían también otras marcas en Marte que discurrían a través de la superficie
marciana con tributarios muy parecidos a lechos secos de ríos. Es posible que Marte
sufra en la actualidad una era glacial, con toda el agua congelada en los casquetes
polares y en el subsuelo. Hubo un tiempo, en un pasado razonablemente reciente, y
existirá tal vez una época en un razonablemente cercano futuro, en que las
condiciones mejorarán, aparecerá el agua en forma líquida y los ríos volverán a fluir
una vez más. En ese caso, ¿existirían formas simples de vida aunque fuese
precariamente en el suelo marciano?
Lo que se necesitaba era un aterrizaje suave en Marte. El Viking I y el Viking II fueron
lanzados el 20 de agosto y el 9 de setiembre de 1975, respectivamente. El Viking I
comenzó a orbitar Marte el 19 de junio de 1976 y mandó un aterrizador, que se posó
con éxito en la superficie marciana el 20 de julio. Unas semanas después, el Viking II
mandó otro mecanismo hacia una posición más al Norte.
Mientras atravesaban la atmósfera marciana, los mecanismos la analizaron y
comprobaron que, además de dióxido de carbono, había un 2,7 % de nitrógeno y un
1,6 % de argón. Respecto del oxígeno, sólo se advirtieron trazas.
En la superficie, los aterrizadores comprobaron que la temperatura diurna máxima era
de -29° C. No parecían existir posibilidades de que la temperatura superficial llegase
nunca al punto de fusión del hielo en ninguna parte de Marte, lo que significaba que
tampoco habría agua en ningún sitio. Era también demasiado frío para la vida, lo
mismo que Venus es demasiado frío para cualquier cosa excepto para las formas más
simples de vida. Resultaba tan frío que incluso el dióxido de carbono se helaba en las
regiones más gélidas y, al parecer, los casquetes de hielo no eran más que dióxido de
carbono parcialmente helado.
Los aterrizadores enviaron fotografías de la superficie marciana, y analizaron el suelo.
Se comprobó que el suelo marciano era muy rico en hierro y más pobre en aluminio
que el suelo de la Tierra. Un 80 % del suelo marciano está formado por una arcilla rica
en hierro, y el hierro presente debe encontrarse en forma de limonita, un compuesto
de hierro que es responsable del color de los ladrillos rojos. El color rojizo de marte,
que suscitó el pavor en los seres humanos primitivos por su asociación con la sangre,
no tiene nada que ver con ello. Marte es, simplemente, un mundo rojizo.
Lo más importante de todo, los aterrizadores estaban equipados con pequeños
laboratorios químicos capaces de comprobar el suelo y ver si reaccionaba de tal forma
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que evidenciase hallarse presentes células vivas. Se llevaron a cabo tres experimentos
diferentes, y en ninguno se consiguieron resultados definidos. Al parecer, la vida
podría concebiblemente existir, pero falta una auténtica certeza. Lo que hace que los
científicos se muestren inseguros es que el análisis del suelo mostró que no existían
cantidades detectables de compuestos orgánicos, es decir, el tipo de compuestos
asociados con la vida. Simplemente, los científicos no están dispuestos a creer que la
vida no orgánica pudiese estar presente, y la solución del problema tendrá que
diferirse hasta que se posen unos mecanismos más elaborados en el suelo del planeta,
o mejor aún, cuando los mismos seres humanos lleguen a Marte.
los satélites marcianos
Originariamente, no se había planeado que las sondas realizasen estudios detallados
de los pequeños satélites marcianos, pero cuando el Mariner IX se puso en órbita, no
se podían tomar fotografías en Marte a causa de la tormenta de arena, por lo que sus
cámaras se dirigieron hacia los dos satélites. Las fotografías de los mismos mostraron
que eran irregulares en su contorno. (Los objetos astronómicos, por lo general, se cree
que son esferas, pero sólo es así si son lo bastante grandes y sus campos gravitatorios
lo suficientemente fuertes para allanar las irregularidades más importantes). En
realidad, cada satélite se parecía mucho en su forma a una patata asada e incluso
poseían cráteres con un extraño parecido a los «ojos» de las patatas.
El diámetro de Pobos, el mayor de los dos, variaba de 21 a 28 kilómetros, y el de
Deimos de 10 a 16,5 kilómetros. Eran simplemente montañas que volaban en torno a
Marte. En cada caso, el diámetro mayor señalaba hacia Marte durante todo el tiempo,
por lo que cada uno de ellos se halla gravitatoriamente trabado por Marte, lo mismo
que la Luna por la Tierra.
Los dos cráteres mayores de Fobos se han llamado Hall y Stickney, en honor de su
descubridor y de su mujer, que le urgió a intentarlo una noche más. A los dos cráteres
mayores de Deimos se les ha impuesto el nombre de Voltaire y Swift: el primero, por
el satírico francés, y al último, por Jonathan Swift, el satírico inglés, dado que ambos
en sus obras de ficción habían imaginado que Marte tenía dos satélites.
JÚPITER
Júpiter, el quinto planeta desde el Sol, es el gigante del sistema planetario. Tiene un
diámetro de 146.500 kilómetros, 11,2 veces el terrestre. Su masa es 318,4 veces la de
la Tierra. En realidad, es el doble de masivo que todos los demás planetas juntos. Sin
embargo, sigue siendo un pigmeo en comparación con el Sol, que posee una masa
1.040 veces mayor que la de Júpiter.
De promedio, Júpiter se encuentra a 797 millones de kilómetros del Sol, o 5,2 veces la
distancia de la Tierra al Sol. Júpiter no se aproxima a nosotros más de 644 millones de
kilómetros, incluso cuando él y la Tierra se encuentran en el mismo lado del Sol, y la
luz solar que Júpiter recibe es sólo una vigésima séptima parte tan brillante que la que
recibimos nosotros. Incluso así, dado su gran tamaño, brilla muy luminoso en nuestro
cielo.
Su magnitud, en su momento más luminoso, es de -2,5, lo cual resulta
considerablemente más brillante que cualquier otra estrella. Venus y Marte en su
momento de mayor brillo pueden superar a Júpiter (Venus por un margen
considerable). Por otra parte, Venus y Marte se encuentran a menudo muy apagados,
cuando se mueven en la porción más alejada de sus órbitas. Júpiter, por otra parte,
brilla muy tenuemente cuando se mueve lejos de la Tierra, puesto que su órbita es tan
distante que apenas tiene importancia que se encuentre o no de nuestro lado. Por lo
tanto, a menudo Júpiter es el objeto más brillante en el cielo, exceptuando al Sol y a la
Luna (especialmente dado que puede vérsele en el firmamento durante toda la noche,
mientras que Venus no puede hacerlo así), por lo que le cuadra muy bien el adjudicarle
el nombre del rey de los dioses de la mitología grecorromana.
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Satélites jovianos
Cuando Galileo construyó su primer telescopio y lo dirigió hacia el cielo, no desdeñó a
Júpiter. El 7 de enero de 1610, estudió Júpiter y casi al instante se percató de que
había tres chispitas cerca de él: dos en un lado y otra en la otra parte, todas en línea
recta. Noche tras noche, siguió con Júpiter, y aquellos tres pequeños cuerpos seguían
allí, con sus posiciones cambiando mientras oscilaban de un lado del planeta al otro. El
13 de enero, se percató de la presencia de un cuarto objeto.
Llegó a la conclusión de que los cuatro pequeños cuerpos giraban en torno de Júpiter,
lo mismo que la Luna alrededor de la Tierra. Fueron los primeros objetos del Sistema
Solar, invisibles al ojo desnudo, en ser descubiertos por el telescopio. Asimismo,
constituían una prueba visible de la existencia de algunos cuerpos en el Sistema Solar
que no giraban alrededor de la Tierra.
Kepler acuñó la palabra satélite para esos cuatro objetos, según una voz latina para la
gente que sirve en el cortejo de algún hombre rico o poderoso. Desde entonces, los
objetos que rodean a un planeta han sido llamados así. La Luna es el satélite de la
Tierra, y el Sputnik I rué un satélite artificial.
Esos cuatro satélites de Júpiter fueron agrupados como satélites galileanos. Poco
después del descubrimiento de Galileo, recibieron nombres individuales por parte de
un astrónomo holandés, Simón Marius. Desde el exterior de Júpiter son ío, Europa,
Ganimedes y Calisto, cada uno de ellos un nombre de alguien asociado con Júpiter
(Zeus para los griegos) en los mitos.
Io, el más cercano de los galileanos, se encuentra a 432.000 kilómetros del centro de
Júpiter, más o menos la distancia de la Luna desde el centro de la Tierra. Sin embargo,
ío gira en torno de Júpiter en 1,77 días, y no en los 27,32 que la Luna necesita para
girar en torno de la Tierra, ío se mueve con mucha mayor rapidez a causa de que se
encuentra bajo la atracción gravitatoria de Júpiter que, como corresponde a la gran
masa de Júpiter, es mucho más intensa que la de la Tierra. (Asimismo, se calcula la
masa de Júpiter a través de la velocidad de ío.)
Europa, Ganimedes y Calisto, respectivamente, se encuentran a 688.000, 1.097.000 y
1.932.000 kilómetros de Júpiter, y giran en torno de él en 3,55 días, 7,46 días y 16,69
días. Júpiter y sus cuatro satélites galileanos constituyen una especie de sistema solar
en miniatura, y su descubrimiento hizo mucho más creíble el esquema copernicano de
los planetas.
Una vez los satélites hicieron posible determinar la masa de Júpiter, la gran sorpresa la
constituyó que esta masa es demasiado baja. Debe de ser 318,4 mayor que la Tierra,
pero su volumen es 1.400 veces el terrestre. Si Júpiter ocupa 1.400 veces más espacio
que la Tierra, ¿por qué no posee 1.400 veces la masa de la Tierra y, por lo tanto, ser
1.400 veces más masivo? La respuesta es que cada parte de Júpiter posee una masa
menor que la parte equivalente de la Tierra. La densidad de Júpiter es muy pequeña.
En realidad, la densidad de Júpiter es sólo 1,34 veces la del agua, o sólo 1,25 la
densidad de la Tierra. De forma clara, Júpiter debe de estar compuesto por materiales
menos densos que las rocas y los metales.
Los mismos satélites son comparables a nuestra Luna. Europa, el menor de los cuatro,
tiene un diámetro de 3.200 kilómetros, un poco menor que el de la Luna, Io, con una
anchura de 3.645 kilómetros, más o menos el de la Luna. Calisto y Ganimedes son
cada uno de ellos mayores que la Luna. Calisto tiene un diámetro de 4.967 kilómetros,
y Ganimedes de 5.380 kilómetros.
Ganimedes es en realidad el satélite mayor del Sistema Solar y posee una masa 2,5
veces superior a la de la Luna. En realidad, Ganimedes es claramente más grande que
el planeta Mercurio, mientras Calisto tiene más o menos el tamaño de Mercurio. Éste
último, no obstante, está compuesto por materiales más densos que Ganimedes, por lo
que el gran cuerpo de Ganimedes tiene sólo las tres quintas partes de la masa de
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Mercurio, ío y Europa, los dos satélites interiores, son casi tan densos como la Luna y
deben estar formados por material rocoso. Ganimedes y Calisto poseen densidades
muy parecidas a la de Júpiter y deben estar formados por materiales ligeros.
No resulta sorprendente que Júpiter tenga cuatro satélites grandes y la Tierra sólo uno,
considerando lo grande que es el primero. En realidad, la sorpresa sería que Júpiter no
tuviese más, o la Tierra aún menos.
Los cuatro satélites galileanos juntos tienen 6,2 veces la masa de la Luna, pero sólo
1/4.200 la masa de Júpiter, el planeta en torno del cual giran. La Luna en sí, posee un
1/81 de la masa de la Tierra, el planeta sobre el que gira.
Por lo general, los planetas tienen satélites pequeños en comparación consigo mismos,
como le sucede a Júpiter. De los planetas pequeños, Venus y Mercurio carecen de
satélites (aunque Venus sea casi del tamaño de la Tierra) y Marte tiene dos satélites,
pero muy pequeños. El satélite de la Tierra es tan grande, que ambos cuerpos podrían
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