gracias a que siguen un camino más corto, son las primeras en llegar al sismógrafo.
Estas ondas profundas se dividen, a su vez, en dos tipos: primarias («ondas P») y
secundarias («ondas S») (figura 4.3). Las primarias, al igual que las sonoras, se
mueven en virtud de la compresión y expansión alternativas del medio (para
representárnoslas podemos imaginar, por un momento, el movimiento de un acordeón,
en que se dan fases alternas de compresión y expansión). Tales ondas pueden
desplazarse a través de cualquier medio, sólido o fluido. Por el contrario, las ondas
secundarias siguen la forma familiar de los movimientos de una serpiente, o sea, que
progresan en ángulos rectos a la dirección del camino, por lo cual no pueden avanzar a
través de líquidos o gases.
Las ondas primarias se mueven más rápidamente que las secundarias y, en
consecuencia, alcanzan más pronto la estación sismográfica. A partir del retraso de las
ondas secundarias, se puede determinar la distancia a que se ha producido el
terremoto. Y su localización, o «epicentro» —lugar de la superficie de la Tierra situado
directamente sobre el fenómeno— puede precisarse con todo detalle midiendo las
distancias relativas a partir de tres o más estaciones: los tres radios originan otros
tantos círculos, que tienen su intersección en un punto único.
134
La velocidad, tanto de las ondas P como de las S, viene afectada por el tipo de roca, la
temperatura y la presión, como han demostrado los estudios de laboratorio. Por tanto,
las ondas sísmicas pueden ser utilizadas como sondas para investigar las condiciones
existentes bajo la superficie de la Tierra.
Una onda primaria que corra cerca de la superficie, se desplaza a una velocidad de 8
km/seg. A 1.600 por debajo de la superficie y a juzgar por sus tiempos de llegada,
correría a 12 km/seg. De modo semejante, una onda secundaria se mueve a una
velocidad de menos de 5 km/seg cerca de la superficie, y a 6 km/seg a una
profundidad de 1.600 km. Dado que un incremento en la velocidad revela un aumento
en la densidad, podemos calcular la densidad de la roca debajo de la superficie. En la
superficie, como ya hemos dicho, la densidad media es de 2,8 g/cm3. A 1.600 km por
debajo, aumenta a 5 g/cm3 y a 2.800 km es ya de unos 6 g/cm3.
Al alcanzar la profundidad de 2.800 km se produce un cambio brusco. Las ondas
secundarias desaparecen. En 1906, el geólogo británico R. D. Oldham supuso que esto
se debería a que la región existente debajo de esta cota es líquida: las ondas
alcanzarían en ella la frontera del «núcleo líquido» de la Tierra. Al mismo tiempo, las
ondas primarias que alcanzan este nivel cambian repentinamente de dirección; al
parecer, son refractadas al penetrar en dicho núcleo líquido.
El límite del núcleo líquido se llama «discontinuidad de Gutenberg», en honor del
geólogo americano Beño Gutenberg, quien, en 1914, lo definió y mostró que el núcleo
se extiende hasta los 3.475 km a partir del centro de la Tierra. En 1936, el matemático
135
australiano Keith Edward Bullen estudió las diversas capas profundas de la Tierra y
calculó su densidad tomando como referencia los datos sobre seísmos. Confirmaron
este resultado los datos obtenidos tras el formidable terremoto de Chile en 1960. Así,
pues, podemos afirmar que, en la discontinuidad de Gutenberg, la densidad de la
materia salta de 6 a 9, y desde aquí, hasta el centro, aumenta paulatinamente a razón
de 11,5 g/cm3.
El núcleo líquido
¿Cuál es la naturaleza del núcleo líquido? Debe de estar compuesto por una sustancia
cuya densidad sea de 9 a 11,5 g/cm3 en las condiciones de temperatura y presión
reinantes en el núcleo. Se estima que la presión va desde las 20.000 t/cm2 en el límite
del núcleo líquido, hasta las 50.000 t/cm2 en el centro de la Tierra. La temperatura es,
sin duda, menor. Basándose en el conocimiento de la proporción en que se incrementa
la temperatura con la profundidad en las minas, y en la medida en que las rocas
pueden conducir el calor, los geólogos estiman, aproximadamente, que las
temperaturas en el núcleo líquido pueden alcanzar los 5.000° C. (El centro del planeta
Júpiter, mucho mayor, puede llegar a los 500.000°.)
La sustancia del núcleo debe estar constituida por algún elemento lo bastante corriente
como para poder formar una esfera de la mitad del diámetro de la Tierra y un tercio de
su masa. El único elemento pesado corriente en el Universo es el hierro. En la
superficie de la Tierra, su densidad es sólo de 7,86 g/cm3; pero bajo las enormes
presiones del núcleo podría alcanzar una densidad del orden antes indicado, o sea, de
9 a 12 g/cm3. Más aún, en las condiciones del centro de la Tierra sería líquido.
Por si fuera necesaria una mayor evidencia, ésta es aportada por los meteoritos, los
cuales pueden dividirse en dos amplias clases: meteoritos «rocosos», formados
principalmente por silicatos, y meteoritos «férricos», compuestos de un 90 % de
hierro, un 9 % de níquel y un 1 % de otros elementos. Muchos científicos opinan que
los meteoritos son restos de planetas desintegrados; si fuese así, los meteoritos de
hierro podrían ser partes del núcleo líquido del planeta en cuestión, y los meteoritos
rocosos, fragmentos de su manto. (Ya en 1866, o sea, mucho tiempo antes de que los
sismólogos demostraran la naturaleza del núcleo de la Tierra, la composición de los
meteoritos de hierro sugirió al geólogo francés Gabriel-Auguste Daubrée, que el núcleo
de nuestro planeta estaba formado por hierro.)
La mayoría de los geólogos aceptan hoy como una realidad el hecho de un núcleo
líquido de níquel-hierro, por lo que se refiere a la estructura de la Tierra, idea que fue
más elaborada posteriormente. En 1936, el geólogo danés I. Lehmann, al tratar de
explicar el desconcertante hecho de que algunas ondas primarias aparezcan en una
«zona de sombras», de la mayor parte de cuya superficie quedan excluidas tales
ondas, sugirió que lo que determinaba una nueva inflexión en las ondas era una
discontinuidad en el interior del núcleo, a unos 1.290 km del centro, de forma que
algunas de ellas penetraban en la zona de sombra. Gutenberg propugnó esta teoría, y
en la actualidad muchos geólogos distinguen un «núcleo externo», formado por níquel
y hierro líquidos, y un «núcleo interno», que difiere del anterior en algún aspecto,
quizás en su naturaleza sólida o en su composición química, ligeramente distinta.
Como resultado de los grandes temblores de tierra en Chile, en 1969, todo el globo
terrestre experimentó lentas vibraciones, a frecuencias que eran iguales a las previstas
si se tenía en cuenta sólo el núcleo interno. Esto constituyó una sólida prueba en favor
de su existencia.
El manto de la Tierra
La porción de la Tierra que circunda el núcleo de níquel-hierro se denomina «manto».
En apariencia está compuesto por silicatos, pero, a juzgar por la velocidad de las ondas
sísmicas que discurren a través de ellos, estos silicatos difieren de las típicas rocas de
la superficie de la Tierra, algo que demostró por vez primera, en 1919, el físicoquímico
americano Leason Heberling Adams. Sus propiedades sugieren que son rocas
de tipo «olivino» (de un color verde oliva, como indica su nombre), las cuales son,
comparativamente, ricas en magnesio y hierro y pobres en aluminio.
136
El manto no se extiende hasta la superficie de la Tierra. Un geólogo croata, Andrija
Mohorovicic, mientras estudiaba las ondas causadas por un terremoto en los Balcanes
en 1909, llegó a la conclusión de que existía un claro incremento en la velocidad de las
ondas en un punto que se hallaría a unos 32 km de profundidad. Esta «discontinuidad»
de Mohorovicic (llamada, simplemente, «Moho») se acepta hoy como la superficie
límite de la «corteza» terrestre.
La índole de esta corteza y del manto superior ha podido explorarse mejor gracias a
las «ondas superficiales». Ya nos hemos referido a esto. Al igual que las «ondas
profundas», las superficiales se dividen en dos tipos. Uno de ellos lo constituyen las
llamadas «ondas Love» (en honor de su descubridor A. E. H. Love). Las tales ondas
son ondulaciones horizontales semejantes, por su trazado, al movimiento de la
serpiente al reptar. La otra variedad, la componen las «ondas Rayleigh» (llamadas así
en honor del físico inglés John William Strutt, Lord Rayleigh). En este caso, las
ondulaciones son verticales, como las de una serpiente marina al moverse en el agua.
El análisis de estas ondas superficiales —en particular, el realizado por Maurice Ewing,
de la Universidad de Columbia— muestra que la corteza tiene un espesor variable. Su
parte más delgada se encuentra bajo las fosas oceánicas, donde la discontinuidad de
Moho se halla en algunos puntos, sólo a 13-16 km bajo el nivel del mar. Dado que los
océanos tienen en algunos lugares, de 8 a 11 km de profundidad, la corteza sólida
puede alcanzar un espesor de sólo unos 5 km bajo las profundidades oceánicas. Por
otra parte, la discontinuidad de Moho discurre, bajo los continentes, a una profundidad
media de 32 km por debajo del nivel del mar (por ejemplo, bajo Nueva York es de
unos 35 km), para descender hasta los 64 km bajo las cadenas montañosas. Este
hecho, combinado con las pruebas obtenidas a partir de mediciones de la gravedad,
muestra que la roca es menos densa que el promedio en las cadenas montañosas.
El aspecto general de la corteza es el de una estructura compuesta por dos tipos
principales de roca: basalto y granito; este último, de densidad inferior, que cabalga
sobre el basalto, forma los continentes y —en los lugares en que el granito es
particularmente denso— las montañas (al igual que un gran iceberg emerge a mayor
altura del agua que otro más pequeño). Las montañas jóvenes hunden profundamente
sus raíces graníticas en el basalto; pero a medida que las montañas son desgastadas
por la erosión, se adaptan ascendiendo lentamente (para mantener el equilibrio de
masas llamado «isóstasis», nombre sugerido, en 1889, por el geólogo americano
Clarence Edward Dutton). En los Apalaches —una cadena montañosa muy antigua—, la
raíz casi ha aflorado ya.
El basalto que se extiende bajo los océanos está cubierto por una capa de roca
sedimentaria de unos 400 a 800 m de espesor. En cambio, hay muy poco o ningún
granito —por ejemplo, el fondo del Pacífico está completamente libre del mismo—. El
delgado espesor de la corteza sólida bajo los océanos ha sugerido un espectacular
proyecto. ¿Por qué no abrir un agujero a través de la corteza, hasta llegar a la
discontinuidad de Moho, y obtener una muestra del manto, con objeto de conocer su
composición? No sería una tarea fácil; para ello habría que anclar un barco sobre un
sector abisal del océano, bajar la máquina perforadora a través de varios kilómetros de
agua y taladrar el mayor espesor de roca que nunca haya sido perforado jamás. Pero
se ha perdido el antiguo entusiasmo por el proyecto.
La «flotación» del granito sobre el basalto sugiere, inevitablemente, la posibilidad de
una «traslación o deriva continental». En 1912, el geólogo alemán Alfred Lothar
Wegener sugirió que los continentes formaban al principio una única masa de granito,
a la que denominó «pangea» («Toda la Tierra»). Dicha masa se fragmentaría en algún
estadio precoz de la historia de la Tierra, lo cual determinaría la separación de los
continentes. Según dicho investigador, las masas de tierra firme seguirían separándose
entre sí. Por ejemplo, Groenlandia se alejaría de Europa a razón de casi 1 m por año.
Lo que sugirió la idea de la deriva de los continentes fue principalmente el hecho de
que la costa Este de Sudamérica parecía encajar, como los dientes de una sierra, en la
forma de la costa Oeste de África lo cual, por otra parte, había hecho concebir a
Francis Bacon, ya en 1620, ideas semejantes.
137
Durante medio siglo, la teoría de Wegner no gozó de gran aceptación. Incluso en
fechas tan recientes como 1960, cuando se publicó la primera edición de este libro, me
creí obligado a rechazarla categóricamente, dejándome guiar por la opinión geofísica
predominante en aquellas fechas. El argumento más convincente entre los muchos
esgrimidos contra ella fue el de que el basalto subyacente en ambos océanos y
continentes era demasiado rígido para tolerar la derivación oblicua del granito
continental.
Y, sin embargo, adquirieron una preponderancia impresionante las pruebas aportadas
para sustentar la suposición de que el océano Atlántico no existía en tiempos remotos
y que, por tanto, los continentes hoy separados constituían entonces una sola masa
continental. Si se acoplaban ambos continentes no por los perfiles de sus costas —
accidentes, al fin y al cabo, debidos a nivel corriente del mar—, sino por el punto
central de la plataforma continental —prolongación submarina de los continentes que
estuvo al descubierto durante las edades de bajo nivel marino—, el encaje sería muy
satisfactorio a todo lo largo del Atlántico, tanto en la parte Norte como en la parte Sur.
Por añadidura, las formaciones rocosas del África Occidental se emparejan a la
perfección con las correspondientes formaciones de la Sudamérica Oriental. La
traslación pretérita de los polos magnéticos nos parecerá menos sorprendente si
consideramos que dicho movimiento errático no es de los polos, sino de los
continentes.
No existen sólo pruebas geográficas de Pangea y de su desaparición. La evidencia
biológica es incluso más fuerte. Por ejemplo, en 1965 se encontró en la Antártida un
hueso fósil de 8 cm de anfibio extinto. Una criatura así no podía haber vivido tan cerca
del Polo Sur, por lo que la Antártida debió en un tiempo encontrarse mucho más lejos
del polo o, por lo menos, con una temperatura más templada. El anfibio no podría
haber cruzado ni siquiera una estrecha faja de agua salada, por lo que la Antártida
debió formar parte de un cuerpo mayor de tierra, que contuviese unas áreas más
cálidas. Este registro fósil, por lo general (del que hablaré en el capítulo 16), se halla
en el mismo caso de la existencia, en un tiempo, y de la subsiguiente desaparición, de
Pangea.
Resulta importante poner énfasis aquí en la base de la oposición de los geólogos a
Wegener. La gente que se encuentra en los rebordes de las áreas científicas,
frecuentemente justifican sus dudosas teorías insistiendo en que los científicos tienden
a ser dogmáticos, con sus mentes cerradas a nuevos trabajos (lo cual es bastante
cierto en algunos casos y en algunas épocas, aunque nunca en la extensión que alegan
los teóricos de «los flecos»). Frecuentemente usaron a Wegener y a su deriva
continental como un ejemplo, y en ello se equivocaron.
Los geólogos no objetaron el concepto de Pangea y su desaparición. Incluso fueron
consideradas esperanzadamente algunas sugerencias radicales acerca de la manera en
que la vida se extendió por la Tierra. Wegener avanzó la noción de grandes bloques de
granito que derivaron a través de un «océano» de basalto. Existían serias razones para
objetar esto, y estas razones siguen hoy en pie. Los continentes no derivan por el
basalto.
Así, pues, algunos otros mecanismos deben ser tenidos en cuenta para las indicaciones
geográficas y biológicas de los cambios continentales de posición, un mecanismo que
es más plausible y para el cual existen pruebas. Discutiré estas evidencias más
adelante en este capítulo, pero, hacia 1960, el geólogo norteamericano Harry
Hammond Hess pensó que es razonable, sobre la base de los nuevos hallazgos, sugerir
que el material fundido del manto debió surgir, a lo largo de ciertas líneas de fractura,
por ejemplo, que recorren el océano Atlántico, y verse forzado hacia un lado acerca de
la parte superior del manto, enfriándose y endureciéndose. El suelo del océano es, de
esta manera, abierto y alargado. De este modo, no es que los continentes deriven,
sino que son separados por un esparcimiento del suelo oceánico.
Por tanto, es posible que haya existido la Pangea, incluso hasta fechas geológicamente
recientes, es decir, hasta hace 225 millones de años, cuando empezaba el predominio
de los dinosaurios. A juzgar por la distribución de plantas y animales, la fragmentación
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se intensificaría hace unos 200 millones de años. Entonces se fragmentaría en tres
partes la Pangea. La parte septentrional (Norteamérica, Europa y Asia), denominada
«Laurasia»; la parte meridional (Sudamérica, África y la India), llamada «Gondwana»,
nombre que tomó de una provincia india; la Antártida y Australia formarían la tercera
parte.
Hace unos 65 millones de años, cuando los dinosaurios ya se habían extinguido y
reinaban los mamíferos, Sudamérica se separó de África por el Oeste y la India, por el
Este, para trasladarse hacia el Asia Meridional. Por último, Norteamérica se desprendió
de Europa, la India se unió a Asia (con el plegamiento himalayo en la conjunción),
Australia rompió su conexión con la Antártida y surgieron las características
continentales que hoy conocemos. (Para los cambios continentales, véase la figura
4.4.)
El origen de la Luna
Se hizo otra sugerencia más sorprendente aún acerca de los cambios que pudieran
haberse producido en la Tierra a lo largo de los períodos geológicos. Tal sugerencia se
remonta a 1879, cuando el astrónomo británico George Howard Darwin (hijo de
Charles Darwin) insinuó que la Luna podría ser un trozo de la Tierra desgajado de ésta
en tiempos primigenios y que dejaría como cicatriz de tal separación el océano
Pacífico.
Esta idea es muy sugestiva, puesto que la Luna representa algo más del 1 % de la
masa combinada Tierra-Luna, y es lo suficientemente pequeña como para que su
diámetro encaje en la fosa del Pacífico. Si la Luna estuviese compuesta por los estratos
externos de la Tierra, sería explicable la circunstancia de que el satélite no tenga un
núcleo férreo y su densidad sea muy inferior a la terrestre, así como la inexistencia de
granito continental en el fondo del Pacífico.
Ahora bien, la separación Tierra-Luna parece improbable por diversas razones, y hoy
prácticamente ningún astrónomo ni geólogo cree que pueda haber ocurrido tal cosa
(recordemos, no obstante, el destino reservado a la teoría sobre la deriva de los
continentes). Sea como fuere, la Luna parece haber estado antes más cerca de
nosotros que ahora.
La atracción gravitatoria de la Luna origina mareas tanto en los océanos como en la
corteza terrestre. Mientras la Tierra gira, el agua oceánica experimenta una acción de
arrastre en zonas poco profundas y, por otra parte, las capas rocosas se frotan entre
sí, con sus movimientos ascendentes y descendentes. Esa fricción implica una lenta
conversión, en calor, de la energía terrestre de rotación, y, por tanto, el período
rotatorio se acrecienta gradualmente. El efecto no es grande en términos humanos,
pues el día se alarga un segundo cada cien mil años. Como quiera que la Tierra pierde
energía rotatoria, se debe conservar el momento angular. La Luna gana lo que pierde
la Tierra. Su velocidad aumenta al girar alrededor de la Tierra, lo cual significa que se
aleja de ella y que, al hacerlo, deriva con gran lentitud.
Si retrocedemos en el tiempo hacia el lejano pasado geológico, observaremos que la
rotación terrestre se acelera, el día se acorta significativamente, la Luna se halla
bastante más cerca, y el efecto, en general, causa una impresión de mayor rapidez.
Darwin hizo cálculos retroactivos con objeto de determinar cuándo estuvo la Luna lo
suficientemente cerca de la Tierra como para formar un solo cuerpo. Pero sin ir
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tan lejos, quizás encontraríamos pruebas de que, en el pasado, los días eran más
cortos que hoy. Por ejemplo, hace unos 570 millones de años —época de los fósiles
más antiguos—, el día pudo tener algo más de 20 horas, y tal vez el año constara de
428 días.
Ahora bien, esto no es sólo teoría. Algunos corales depositan capas de carbonato
calcico con más actividad en ciertas temporadas, de tal forma que podemos contar las
capas anuales como los anillos de los troncos de los árboles. Asimismo, algunos
depositan más carbonato calcico de día que de noche, por lo cual se puede hablar de
capas diurnas muy finas. En 1963, el paleontólogo americano John West Wells contó
las sutiles capas de ciertos corales fósiles, e informó que los corales cuya antigüedad
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se cifraba en 400 millones de años depositaban, como promedio anual, 400 capas
diurnas, mientras que otros corales cuya antigüedad era sólo de 320 millones de años,
acumulaban por año 380 capas diurnas.
Resumiendo: Si la Luna estaba entonces mucho más cerca de la Tierra y esta giraba
con mayor rapidez, ¿qué sucedió en períodos más antiguos aún? Y si la teoría de
Darwin sobre una disociación Tierra-Luna no es cierta, ¿dónde hay que buscar esta
certeza?
Una posibilidad es la de que la Luna fuese capturada por la Tierra en alguna fase del
pasado. Si dicha captura se produjo, por ejemplo, hace 600 millones de años, sería
explicable el hecho de que justamente por aquella época aparecieran numerosos
fósiles en las rocas, mientras que las rocas anteriores muestran sólo algunos vestigios
de carbono. Las formidables mareas que acompañarían a la captura de la Luna,
pulirían por completo las rocas más primitivas. (Por entonces no había vida animal, y si
la hubiese habido, no habría quedado ni rastro de ella.) De haberse producido esa
captura, la Luna habría estado entonces más cerca de la Tierra que hoy y se habría
producido un retroceso lunar, así como un alargamiento del día, aunque nada de ello
con anterioridad.
Según otra hipótesis, tendría su origen en la misma nube de polvo cósmico, y se
formaría en los contornos de la Tierra para alejarse desde entonces, sin formar nunca
parte de nuestro planeta.
Otra sugerencia es que la Luna se formó en las proximidades de la Tierra, de la misma
reunión de polvo nebuloso, y que ha ido retrocediendo desde entonces, pero que
nunca en realidad formó parte de la Tierra.
El estudio y análisis de las rocas lunares traídas a la Tierra por los astronautas en la
década de los setenta, debían haber zanjado el problema (muchas personas pensaron
optimistamente de este modo), pero no ha sido así. Por ejemplo, la superficie de la
Luna está cubierta con trozos de cristal, que no se encuentran en la superficie de la
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