Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas


la periodicidad de la tabla periódica



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la periodicidad de la tabla periódica

Puesto que los electrones podían separarse fácilmente de los átomos, tanto por el

efecto fotoeléctrico como por otros medios, era natural llegar a la conclusión de que se

hallaban localizados en la parte exterior del átomo. De ser así, debía de existir una

zona cargada positivamente en el interior del átomo, que contrarrestaría las cargas

negativas de los electrones, puesto que el átomo, globalmente considerado, era

neutro. En este momento, los investigadores empezaron a acercarse a la solución del

misterio de la tabla periódica.

Separar un electrón de un átomo requiere una pequeña cantidad de energía. De

acuerdo con el mismo principio, cuando un electrón ocupa un lugar vacío en el átomo,

debe ceder una cantidad igual de energía. (La Naturaleza es generalmente simétrica,

en especial cuando se trata de energía.) Esta energía es liberada en forma de radiación

electromagnética. Ahora bien, puesto que la energía de la radiación se mide en

términos de longitud de onda, la longitud de onda de la radiación emitida por un

electrón que se une a un determinado átomo indicarán la fuerza con que el electrón es

sujetado por este átomo. La energía de la radiación aumentaba al acortarse la longitud

de onda: cuanto mayor es la energía, más corta es la longitud de onda.

Y con esto llegamos al descubrimiento, hecho por Moseley, de que los metales —es

decir, los elementos más pesados— producen rayos X, cada uno de ellos con su

longitud de onda característica, que disminuye de forma regular, a medida que se va

ascendiendo en la tabla periódica. Al parecer, cada elemento sucesivo retenía sus

electrones con más fuerza que el anterior, lo cual no es más que otra forma de decir

que cada uno de ellos tiene una carga positiva más fuerte, en su región interna, que el

anterior.

Suponiendo que, en un electrón, a cada unidad de carga positiva le corresponde una

de carga negativa, se deduce que el átomo de cada elemento sucesivo de la tabla

periódica debe tener un electrón más. Entonces, la forma más simple de formar la

tabla periódica consiste en suponer que el primer elemento, el hidrógeno, tiene una

unidad de carga positiva y un electrón; el segundo elemento, el helio, 2 cargas

positivas y 2 electrones; el tercero, el litio, 3 cargas positivas y 3 electrones, y así,

hasta llegar al uranio, con 92 electrones. De este modo, los números atómicos de los

elementos han resultado ser el número de electrones de sus átomos.

Una prueba más, y los científicos atómicos tendrían la respuesta a la periodicidad de la

tabla periódica. Se puso de manifiesto que la radiación de electrones de un

determinado elemento no estaba necesariamente restringida a una longitud de onda

única; podía emitir radiaciones de dos, tres, cuatro e incluso más longitudes de onda

distintas. Estas series de radiaciones fueron denominadas K, L, M, etc. Los

investigadores interpretaron esto como una prueba de que los electrones estaban

dispuestos en «capas» alrededor del núcleo del átomo de carga positiva. Los

electrones de la capa más interna eran sujetados con mayor fuerza, y para conseguir

su separación se necesitaba la máxima energía, es decir, de longitudes de onda más

corta, o de la serie K. Los electrones de la capa siguiente emitían la serie L de

radiaciones; la siguiente capa producía la serie M, etc. En consecuencia, estas capas

fueron denominadas K, L, M, etc.

Hacia 1925, el físico austríaco Wolfgang Pauli enunció su «principio de exclusión», el

cual explicaba la forma en que los electrones estaban distribuidos en el interior de

cada capa, puesto que, según este principio, dos electrones no podían poseer

exactamente la misma energía ni el mismo spin. Por este descubrimiento, Pauli recibió

el premio Nobel de Física en 1945.

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Los gases nobles o inertes

En 1916, el químico americano Gilbert-Newton Lewis determinó las similitudes de las

propiedades y el comportamiento químico de algunos de los elementos más simples

sobre la base de su estructura en capas. Para empezar, había pruebas suficientes de

que la capa más interna estaba limitada a dos electrones. El hidrógeno sólo tiene un

electrón; por tanto, la capa está incompleta. El átomo tiende a completar esta capa K,

y puede hacerlo de distintas formas. Por ejemplo, dos átomos de hidrógeno pueden

compartir sus respectivos electrones y completar así mutuamente sus capas K. Ésta es

la razón de que el hidrógeno se presente casi siempre en forma de un par de átomos:

la molécula de hidrógeno. Se necesita una gran cantidad de energía para separar los

dos átomos y liberarlos en forma de «hidrógeno atómico». Irving Langmuir, de la

«General Electric Company» —quien, independientemente, llegó a un esquema similar,

que implicaba los electrones y el comportamiento químico— llevó a cabo una

demostración práctica de la intensa tendencia del átomo de hidrógeno a mantener

completa su capa de electrones. Obtuvo una «antorcha de hidrógeno atómico»

soplando gas de hidrógeno a través de un arco eléctrico, que separaba los átomos de

las moléculas; cuando los átomos se recombinaban, tras pasar el arco, liberaban las

energías que habían absorbido al separarse, lo cual bastaba para alcanzar

temperaturas superiores a los 3.400° C.

En el helio (elemento 2), la capa K está formada por dos electrones. Por tanto, los

átomos de helio son estables y no se combinan con otros átomos. Al llegar al litio

(elemento 3), vemos que dos de sus electrones completan la capa K y que el tercero

empieza la capa L. Los elementos siguientes añaden electrones a esta capa, uno a

uno: el berilio tiene 2 electrones en la capa L; el boro, 3; el carbono, 4; el nitrógeno,

5; el oxígeno, 6; el flúor, 7, y el neón 8. Ocho es el límite para la capa L, por lo cual el

neón, lo mismo que el helio, tiene su capa exterior de electrones completa. Y, desde

luego, es también un gas inerte, con propiedades similares a las del helio.

Cada átomo cuya capa exterior no está completa, tiende a combinarse con otros

átomos, de forma que pueda completarla. Por ejemplo, el átomo de litio cede

fácilmente su único electrón en la capa L, de modo que su capa exterior sea la K,

completa, mientras que el flúor tiende a captar un electrón, que añade a los siete que

ya tiene, para completar su capa L. Por tanto, el litio y el flúor tienen afinidad el uno

por el otro; y cuando se combinan, el litio cede su electrón L al flúor, para completar la

capa L exterior de este último. Dado que no cambia las cargas positivas del interior del

átomo, el litio, con un electrón de menos, es ahora portador de una carga positiva,

mientras que el flúor, con un electrón de más, lleva una carga negativa. La mutua

atracción de las cargas opuestas mantiene unidos a los dos iones. El compuesto se

llama fluoruro de litio.

Los electrones de la capa L pueden ser compartidos o cedidos. Por ejemplo, uno de

cada dos átomos de flúor puede compartir uno de sus electrones con el otro, de modo

que cada átomo tenga un total de ocho en su capa L, contando los dos electrones

compartidos. De forma similar, dos átomos de oxígeno compartirán un total de cuatro

electrones para completar sus capas L; y dos átomos de nitrógeno compartirán un

total de 6. De este modo, el flúor, el oxígeno y el nitrógeno forman moléculas de dos

átomos.

El átomo de carbono, con sólo cuatro electrones en su capa L, compartirá cada uno de



ellos con un átomo distinto de hidrógeno, para completar así las capas K de los cuatro

átomos de hidrógeno. A su vez, completa su propia capa L al compartir sus electrones.

Esta disposición estable es la molécula de metano CH4.

Del mismo modo, un átomo de nitrógeno compartirá los electrones con tres átomos de

hidrógeno para formar el amoníaco; un átomo de oxígeno compartirá sus electrones

con dos átomos de hidrógeno para formar el agua; un átomo de carbono compartirá

sus electrones con dos átomos de oxígeno para formar anhídrido carbónico; etc. Casi

todos los compuestos formados por elementos de la primera parte de la tabla periódica

pueden ser clasificados de acuerdo con esta tendencia a completar su capa exterior

cediendo electrones, aceptando o compartiendo electrones.

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El elemento situado después del neón, el sodio, tiene 11 electrones, y el undécimo



debe empezar una tercera capa. Luego sigue el magnesio, con 2 electrones en la capa

M; el aluminio, con 3; el silicio, con 4; el fósforo, con 5; el azufre, con 6; el cloro, con

7, y el argón, con 8.

Ahora bien, cada elemento de este grupo corresponde a otro de la serie anterior. El

argón, con 8 electrones en la capa M, se asemeja al neón (con 8 electrones en la capa

L) y es un gas inerte. El cloro, con 7 electrones en su capa exterior, se parece mucho

al flúor en sus propiedades químicas. Del mismo modo, el silicio se parece al carbono;

el sodio, al litio, etc. (fig. 6.1).

Así ocurre a lo largo de toda la tabla periódica. Puesto que el comportamiento químico

de cada elemento depende de la configuración de los electrones de su capa exterior,

todos los que, por ejemplo, tengan un electrón en la capa exterior, reaccionarán

químicamente de un modo muy parecido. Así, todos los elementos de la primera

columna de la tabla periódica —litio, sodio, potasio, rubidio, cesio e incluso el francio,

el elemento radiactivo hecho por el hombre— son extraordinariamente parecidos en

sus propiedades químicas. El litio tiene 1 electrón en la capa L; el sodio, 1 en la M; el

potasio, 1 en la N; el rubidio, 1 en la O; el cesio, 1 en la P, y el francio, 1 en la Q. Una

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vez más, se parecen entre sí todos los elementos con siete electrones en sus



respectivas capas exteriores (flúor, cloro, bromo, yodo y astato). Lo mismo ocurre con

la última columna de la tabla, el grupo, de capa completa, que incluye el helio, neón,

argón, criptón, xenón y radón.

El principio de Lewis-Langmuir se cumple de forma tan perfecta, que sirve aún, en su

forma original, para explicar las variedades de comportamiento más simples y directas

entre los elementos. Sin embargo, no todos los comportamientos son tan simples ni

tan directos como pueda creerse.

Por ejemplo, cada uno de los gases inertes —helio, neón, argón, criptón, xenón y

radón— tiene ocho electrones en la capa exterior (a excepción del helio, que tiene dos

en su única capa), situación que es la más estable posible. Los átomos de estos

elementos tienen una tendencia mínima a perder o ganar electrones, y, por tanto, a

tomar parte en reacciones químicas. Estos gases, tal como indica su nombre, serían

«inertes».

Sin embargo, una «tendencia mínima» no es lo mismo que «sin tendencia alguna»;

pero la mayor parte de los químicos lo olvidó, y actuó como si fuese realmente

imposible para los gases inertes formar compuestos. Por supuesto que ello no ocurría

así con todos. Ya en 1932, el químico americano Linus Pauling estudió la facilidad con

que los electrones podían separarse de los distintos elementos, y observó que todos

los elementos sin excepción, incluso los gases inertes, podían ser desprovistos de

electrones. La única diferencia estribaba en que, para que ocurriese esto, se

necesitaba más energía en el caso de los gases inertes que en el de los demás

elementos situados junto a ellos en la tabla periódica.

La cantidad de energía requerida para separar los electrones en los elementos de una

determinada familia, disminuye al aumentar el peso atómico, y los gases inertes más

pesados, el xenón y el radón, no necesitan cantidades excesivamente elevadas. Por

ejemplo, no es más difícil extraer un electrón a partir de un átomo de xenón que de un

átomo de oxígeno.

Por tanto, Pauling predijo que los gases inertes más pesados podían formar

compuestos químicos con elementos que fueran particularmente propensos a aceptar

electrones. El elemento que más tiende a aceptar electrones es el flúor, y éste parecía

ser el que naturalmente debía elegirse.

Ahora bien, el radón, el gas inerte más pesado, es radiactivo y sólo puede obtenerse

en pequeñísimas cantidades. Sin embargo, el xenón, el siguiente gas más pesado, es

estable y se encuentra en pequeñas cantidades en la atmósfera. Por tanto, lo mejor

sería intentar formar un compuesto entre el xenón y el flúor. Sin embargo, durante 30

años no se pudo hacer nada a este respecto, principalmente porque el xenón era caro,

y el flúor, muy difícil de manejar, y los químicos creyeron que era mejor dedicarse a

cosas menos complicadas.

No obstante, en 1962, el químico anglocanadiense Neil Bartlett, trabajando con un

nuevo compuesto, el hexafluoruro de platino (F6Pt), manifestó que se mostraba

notablemente ávido de electrones, casi tanto como el propio flúor. Este compuesto

tomaba electrones a partir del oxígeno, elemento que tiende más a ganar electrones

que a perderlos. Si el F6Pt podía captar electrones a partir del oxígeno, debía de ser

capaz también de captarlos a partir del xenón. Se intentó el experimento, y se obtuvo

el fluoroplatinato de xenón (F6PtXe), primer compuesto de un gas inerte.

Otros químicos se lanzaron en seguida a este campo de investigación, y se obtuvo

cierto número de compuestos de xenón con flúor, con oxígeno o con ambos, el más

estable de los cuales fue el difluoruro de xenón (F2Xe). Formóse asimismo un

compuesto de criptón y flúor: el tetrafluoruro de criptón (F4Kr), así como otros de

radón y flúor. También se formaron compuestos con oxígeno. Había, por ejemplo,

oxitetrafluoruro de xenón (OF4Xe), ácido xénico (H2O4Xe) y perxenato de sodio

(XeO6Na4), que explota fácilmente y es peligroso. Los gases inertes más livianos —

argón, neón y helio— ofrecen mayor resistencia a compartir sus electrones que los más

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pesados, por lo cual permanecen inertes (según las posibilidades actuales de los

químicos).

Los químicos no tardaron en recuperarse del shock inicial que supuso descubrir que los

gases inertes podían formar compuestos. Después de todo, tales compuestos

encajaban en el cuadro general. En consecuencia, hoy existe una aversión general a

denominar «gases inertes» a estos elementos. Se prefiere el nombre de «gases

nobles», y se habla de «compuestos de gases nobles» y «Química de los gases

nobles». (Creo que se trata de un cambio para empeorar. Al fin y al cabo, los gases

siguen siendo inertes, aunque no del todo. En este contexto, el concepto «noble»

implica «reservado» o «poco inclinado a mezclarse con la manada», lo cual resulta tan

inapropiado como «inerte» y, sobre todo, no anda muy de acuerdo con una «sociedad

democrática».)



Los elementos tierras raras

El esquema de Lewis-Langmuir que se aplicó demasiado rígidamente a los gases

inertes, apenas puede emplearse para muchos de los elementos cuyo número atómico

sea superior a 20. En particular se necesitaron ciertos perfeccionamientos para abordar

un aspecto muy sorprendente de la tabla periódica, relacionado con las llamadas

«tierras raras» (los elementos 57 al 71, ambos inclusive).

Retrocediendo un poco en el tiempo, vemos que los primeros químicos consideraban

como «tierra» —herencia de la visión griega de la «tierra» como elemento— toda

sustancia insoluble en agua y que no pudiera ser transformada por el calor. Estas

sustancias incluían lo que hoy llamaríamos óxido de calcio, óxido de magnesio, bióxido

silícico, óxido férrico, óxido de aluminio, etc., compuestos que actualmente constituyen

alrededor de un 90 % de la corteza terrestre. Los óxidos de calcio y magnesio son

ligeramente solubles, y en solución muestran propiedades «alcalinas» (es decir,

opuestas a las de los ácidos), por lo cual fueron denominados «tierras alcalinas»;

cuando Humphry Davy aisló los metales calcio y magnesio partiendo de estas tierras,

se les dio el nombre de metales alcalinotérreos. De la misma forma se designaron

eventualmente todos los elementos que caben en la columna de la tabla periódica en la

que figuran el magnesio y el calcio; es decir, el berilio, estroncio, bario y radio.

El rompecabezas empezó en 1794, cuando un químico finlandés, Johan Gadolin,

examinó una extraña roca que había encontrado cerca de la aldea sueca de Ytterby, y

llegó a la conclusión de que se trataba de una nueva «tierra». Gadolin dio a esta

«tierra rara» el nombre de «itrio» (por Ytterby). Más tarde, el químico alemán Martin

Heinrich Klaproth descubrió que el itrio podía dividirse en dos «tierras», para una de

las cuales siguió conservando el nombre de itrio, mientras que llamó a la otra «cerio»

(por el planetoide Ceres, recientemente descubierto). Pero, a su vez, el químico sueco

Cari Gustav Mosander separó éstos en una serie de tierras distintas. Todas resultaron

ser óxidos de nuevos elementos, denominados «metales de las tierras raras». En 1907

se habían identificado ya 14 de estos elementos. Por orden creciente de peso atómico

son:

lantano (voz tomada de la palabra griega que significa «escondido»)



cerio (de Ceres)

praseodimio (del griego «gemelo verde», por la línea verde que da su espectro)

neodimio («nuevos gemelos»)

samarío (de «samarsquita», el mineral en que se encontró)

europio (de Europa)

gadolinio (en honor de Johan Gadolin)

terbio (de Ytterby)

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disprosio (del griego «difícil de llegar a»)

holmio (de Estocolmo)

erbio (de Ytterby)

tulio (de Thule, antiguo nombre de Escandinavia)

iterbio (de Ytterby)

lutecio (de Lutecia, nombre latino de París).

Basándose en sus propiedades de rayos X, estos elementos recibieron los números

atómicos 57 (lantano) a 71 (lutecio). Como ya hemos dicho, existía un vacío en el

espacio 61 hasta que el elemento incógnito, el promecio, emergió a partir de la fisión

del uranio. Era el número 15 de la lista.

Ahora bien, el problema planteado por los elemento de las tierras raras es el de que,

aparentemente, no encajan en la tabla periódica. Por suerte, sólo se conocían cuatro

cuando Mendeléiev propuso la tabla; si se hubiesen conocido todos, la tabla podría

haber resultado demasiado confusa para ser aceptada. Hay veces, incluso en la

Ciencia, en que la ignorancia es una suerte.

El primero de los metales de las tierras raras, el lantano, encaja perfectamente con el

itrio, número 39, el elemento situado por encima de él en la tabla. (El itrio, aunque fue

encontrado en las mismas menas que las tierras raras y es similar a ellas en sus

propiedades, no es un metal de tierra rara. Sin embargo, toma también su nombre de

la aldea sueca de Ytterby. Así, cuatro elementos se denominan partiendo del mismo

origen, lo cual parece excesivo.) La confusión empieza con las tierras raras colocadas

después del lantano, principalmente el cerio, que debería parecerse al elemento que

sigue al itrio, o sea, al circonio. Pero no es así, pues se parece al itrio. Lo mismo ocurre

con los otros quince elementos de las tierras raras; se parecen mucho al itrio y entre sí

(de hecho, son tan químicamente parecidos, que al principio pudieron separarse sólo

por medio de procedimientos muy laboriosos), pero no están relacionados con ninguno

de los elementos que les preceden en la tabla. Prescindamos del grupo de tierras raras

y pasemos al hafnio, el elemento 72, en el cual encontraremos el elemento relacionado

con el circonio, colocado después del itrio (fig. 6.2).

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Desconcertados por este estado de cosas, lo único que pudieron hacer los químicos fue

agrupar todos los elementos de tierras raras en un espacio situado debajo del itrio, y

alineados uno por uno, en una especie de nota al pie de la tabla.

Los elementos transicionales

Finalmente, la respuesta a este rompecabezas llegó como resultado de detalles

añadidos al esquema de Lewis-Langmuir sobre la estructura de las capas de electrones

en los elementos.

En 1921, C. R. Bury sugirió que el número de electrones de cada capa no estaba

limitado necesariamente a ocho. El ocho era el número que bastaba siempre para

satisfacer la capacidad de la capa exterior. Pero una capa podía tener un mayor

número de electrones si no estaba en el exterior. Como quiera que las capas se iban

formando sucesivamente, las más internas podían absorber más electrones, y cada

una de las siguientes podía retener más que la anterior. Así, la capacidad total de la

capa K sería de 2 electrones; la de la L, de 8; la de la M, de 18; la de la N, de 32, y así

sucesivamente. Este escalonamiento se ajusta al de una serie de sucesivos cuadrados

multiplicados por 2 (por ejemplo, 2x1,2x4, 2x 9, 2 x 16, etc.).

Este punto de vista fue confirmado por un detenido estudio del espectro de los

elementos. El físico danés Niels Henrik David Bohr demostró que cada capa de

electrones estaba constituida por subcapas de niveles de energía ligeramente distintos.

En cada capa sucesiva, las subcapas se hallan más separadas entre sí, de tal modo que

pronto se imbrican las capas. En consecuencia, la subcapa más externa de una capa

interior (por ejemplo, la M), puede estar realmente más lejos del centro que la

subcapa más interna de la capa situada después de ella (por ejemplo, la N). Por tanto,

la subcapa interna de la capa N puede estar llena de electrones, mientras que la

subcapa exterior de la capa M puede hallarse aún vacía.

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Un ejemplo aclarará esto. Según esta teoría, la capa M está dividida en tres subcapas,



cuyas capacidades son de 2,6 y 10 electrones, respectivamente, lo cual da un total de

18. El argón, con 8 electrones en su capa M, ha completado sólo 2 subcapas internas.

Y, de hecho, la tercera subcapa, o más externa, de la capa M, no conseguirá el

próximo electrón en el proceso de formación de elementos, al hallarse por debajo de la

subcapa más interna de la capa N. Así, en el potasio —elemento que sigue al argón—,

el electrón decimonoveno no se sitúa en la subcapa más exterior de M, sino en la

subcapa más interna de N. El potasio, con un electrón en su capa N, se parece al

sodio, que tiene un electrón en su capa M. El calcio —el siguiente elemento (20)—

tiene dos electrones en la capa N y se parece al magnesio, que posee dos en la capa

M. Pero la subcapa más interna de la capa N, que tiene capacidad sólo para 2

electrones, está completa. Los siguientes electrones que se han de añadir pueden

empezar llenando la subcapa más exterior de la capa M, que hasta entonces ha

permanecido inalterada. El escandio (21) inicia el proceso, y el cinc (30) lo termina. En

el cinc, la subcapa más exterior de la capa M adquiere, por fin, los electrones que

completan el número de 10. Los 30 electrones del cinc están distribuidos del siguiente

modo: 2 en la capa K, 8 en la L, 18 en la M y 2 en la N. Al llegar a este punto, los

electrones pueden seguir llenando la capa N. El siguiente electrón constituye el tercero

de la capa N y forma el galio (31), que se parece al aluminio, con 3 electrones en la

capa M.

Lo más importante de este proceso es que los elementos 21 al 30 —los cuales



adquieren una configuración parecida para completar una subcapa que había sido

omitida temporalmente— son «de transición». Nótese que el calcio se parece al

magnesio, y el galio, al aluminio. El magnesio y el aluminio están situados uno junto a

otro en la tabla periódica (números 12 y 13). En cambio, no lo están el calcio (20) ni el

galio (31). Entre ellos se encuentran los elementos de transición, lo cual hace aún más

compleja la tabla periódica.

La capa N es mayor que la M y está dividida en cuatro subcapas, en vez de tres: puede

tener 2, 6, 10 y 14 electrones, respectivamente. El criptón (elemento 36) completa las

dos subcapas más internas de la capa N; pero aquí interviene la subcapa más interna

de la capa O, que está superpuesta, y antes de que los electrones se sitúen en las dos

subcapas más externas de la N, deben llenar dicha subcapa. El elemento que sigue al

criptón, el rubidio (37), tiene su electrón número 37 en la capa O. El estroncio (38)

completa la subcapa O con dos electrones. De aquí en adelante, nuevas series de

elementos de transición rellenan la antes omitida tercera subcapa de la capa N. Este

proceso se completa en el cadmio (48); se omite la subcapa cuarta y más exterior de

N, mientras los electrones pasan a ocupar la segunda subcapa interna de O, proceso

que finaliza en el xenón (54).

Pero ahora, a nivel de la cuarta subcapa de N, es tan manifiesta la superposición, que

incluso la capa 9 interpone una subcapa, la cual debe ser completada antes que la

última de N. Tras el xenón viene el cesio (55) y el bario (56), con uno y dos

electrones, respectivamente, en la capa P. Aún no ha llegado el turno a N: el electrón

57 va a parar a la tercera subcapa de la capa O, para crear el lantano. Entonces, y sólo

entonces, entra, por fin, un electrón en la subcapa más exterior de la capa N. Uno tras

otro, los elementos de tierras raras añaden electrones a la capa H, hasta llegar al

elemento 71 (el lutecio), que la completa. Los electrones del lutecio están dispuestos

del siguiente modo: 2 en la capa K, 8 en la L, 18 en al M, 32 en la N, 9 en la O (dos

subcapas llenas, más un electrón en la subcapa siguiente) y 2 en la P (cuya subcapa

más interna está completa) (fig. 6.3).

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Finalmente, empezamos a comprender por qué son tan parecidos los elementos de



tierras raras y algunos otros grupos de elementos de transición. El factor decisivo que

diferencia a los elementos, por lo que respecta a sus propiedades químicas, es la

configuración de electrones en su capa más externa. Por ejemplo, el carbono, con 4

electrones en su capa exterior, y el nitrógeno, con 5, son completamente distintos en

sus propiedades. Por otra parte, las propiedades varían menos en las secuencias de

elementos en que los electrones están destinados a completar sus subcapas más

internas, mientras la capa más externa permanece inalterable. Así, son muy parecidos

en su comportamiento químico el hierro, el cobalto y el níquel (elementos 26, 27 y

28), todos los cuales tienen la misma configuración electrónica en la capa más

externa, una subcapa N llena con dos electrones. Sus diferencias en la configuración

electrónica interna (en una subcapa M) están enmascaradas en gran parte por su

similitud electrónica superficial. Y esto es más evidente aún en los elementos de tierras

raras. Sus diferencias (en la capa N) quedan enterradas no bajo una, sino bajo dos

configuraciones electrónicas externas (en las capas O y P), que en todos estos

elementos son idénticas. Constituye una pequeña maravilla el hecho de que los

elementos sean químicamente tan iguales como los guisantes en su vaina.

Como quiera que los metales de tierras raras tienen tan pocos usos y son tan difíciles

de separar, los químicos hicieron muy pocos esfuerzos para conseguirlo, hasta que se

logró fisionar el átomo de uranio. Luego, el separarlos se convirtió en una tarea muy

urgente, debido a que las variedades radiactivas de alguno de estos elementos se

encontraban entre los principales productos de la fisión, y en el proyecto de la bomba

atómica era necesario separarlos e identificarlos rápida y claramente.

El problema fue resuelto en breve plazo con ayuda de una técnica química creada, en

1906, por el botánico ruso Mijaíl Seménovich Tswett, quien la denominó

«cromatografía» («escritura en color»). Tswett descubrió que podía separar pigmentos

vegetales químicamente muy parecidos haciéndolos pasar, en sentido descendente, a

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través de una columna de piedra caliza en polvo, con ayuda de un disolvente. Tswett



disolvió su mezcla de pigmentos vegetales en éter de petróleo y vertió esta mezcla

sobre la piedra caliza. Luego incorporó disolvente puro. A medida que los pigmentos

eran arrastrados por el líquido a través del polvo de piedra caliza, cada uno de ellos se

movía a una velocidad distinta, porque su grado de adherencia al polvo era diferente.

El resultado fue que se separaron en una serie de bandas, cada una de ellas de distinto

color.


Al seguir lavando las sustancias separadas, iban apareciendo aisladas en el extremo

inferior de la columna, de la que eran recogidas.

Durante muchos años, el mundo de la Ciencia ignoró el descubrimiento de Tswett,

quizá porque se trataba sólo de un botánico y, además, ruso, cuando, a la sazón, eran

bioquímicos alemanes las máximas figuras de la investigación sobre técnicas para

separar sustancias difíciles de individualizar. Pero en 1931, un bioquímico, y

precisamente alemán, Richard Willstátter, redescubrió el proceso, que entonces sí se

generalizó. (Willstátter había recibido el premio Nobel de Química en 1915 por su

excelente trabajo sobre pigmentos vegetales. Y, por lo que sabemos, Tswett no ha

recibido honor alguno.)

La cromatografía a través de columnas de materiales pulverizados mostróse como un

procedimiento eficiente para toda clase de mezclas, coloreadas o no. El óxido de

aluminio y el almidón resultaron mejores que la piedra caliza para separar moléculas

corrientes. Cuando se separan iones, el proceso se llama «intercambio de iones», y los

compuestos conocidos con el nombre de zeolitas fueron los primeros materiales

aplicados con este fin. Los iones de calcio y magnesio podrían ser extraídos del agua

«dura», por ejemplo, vertiendo el agua a través de una columna de zeolita. Los iones

de calcio y magnesio se adhieren a ella y son remplazados, en la solución, por iones de

sodio que contiene la zeolita, de modo que al pie de la columna van apareciendo gotas

de agua «blanda». Los iones de sodio de la zeolita deben ser remplazados de vez en

cuando vertiendo en la columna una solución concentrada de sal corriente (cloruro

sódico). En 1935 se perfeccionó el método al desarrollarse las «resinas

intercambiadoras de iones», sustancias sintéticas que pueden ser creadas

especialmente para el trabajo que se ha de realizar. Por ejemplo, ciertas resinas

sustituyen los iones de hidrógeno por iones positivos, mientras que otras sustituyen

iones hidroxilos por iones negativos. Una combinación de ambos tipos permitiría

extraer la mayor parte de las sales del agua de mar. Cajitas que contenían esas

resinas formaban parte de los equipos de supervivencia durante la Segunda Guerra

Mundial.

El químico americano Frank Harold Spedding fue quien aplicó la cromatografía de

intercambio de iones a la separación de las tierras raras. Descubrió que estos

elementos salían de una columna de intercambio de iones en orden inverso a su

número atómico, de modo que no sólo se separaban rápidamente, sino que también se

identificaban. De hecho, el descubrimiento del promecio, el incógnito elemento 61, fue

confirmado a partir de las pequeñas cantidades encontradas entre los productos de

fisión.


Gracias a la cromatografía puede prepararse hasta 1 t de elementos de tierras raras

purificados. Pero resulta que las tierras raras no son especialmente raras. En efecto, la

más rara (a excepción del promecio) es más común que el oro o la plata, y las más

corrientes —lantano, cerio y neodimio— abundan más que el plomo. En conjunto, los

metales de tierras raras forman un porcentaje más importante de la corteza terrestre

que el cobre y el estaño juntos. De aquí que los científicos sustituyeran el término

«tierras raras» por el de «lantánidos», en atención al más importante de estos

elementos. En realidad, los lantánidos individuales no han sido muy usados en el

pasado, pero la finalidad de la separación actual ha multiplicado sus empleos y, hacia

los años 1970, se usaban ya 12.000.000 de kilos. El mischmetal, una mezcla que

consiste, principalmente, en cerio, lantano y neodimio, constituye las tres cuartas

partes del peso de las piedras para mecheros de fumador. Una mezcla de óxidos se

emplea como vidrio de pulimentar, y se añaden asimismo diferentes óxidos al vidrio

para producir ciertas propiedades deseables. Algunas mezclas de europio e itrio se

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emplean como fósforo sensible al rojo en los televisores de color, etcétera.




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