No obstante, la mayor parte de la lluvia cae en el océano, o en forma de nieve en las
banquisas. Parte de la lluvia que cae en el suelo y permanece líquida, o se hace líquida
cuando aumenta la temperatura, corre hacia el mar sin ser usada. Una gran cantidad
de agua en los bosques de la región amazónica, virtualmente, no es empleada por los
seres humanos en absoluto. Y la población humana está creciendo con firmeza, lo
mismo que la contaminación de los suministros de agua dulce existentes en la
actualidad.
Por lo tanto, el agua dulce está a punto de convertirse en un recurso escaso antes de
que pase mucho tiempo, y la Humanidad comienza a volverse hacia el último recurso:
el océano. Es posible destilar agua marina, evaporándola y condensando el agua en sí,
146
dejando en otra parte el material disuelto, empleando, de forma ideal, el calor del Sol
para esos propósitos. Esos procedimientos de desalinización pueden emplearse como
fuente de agua dulce, y emplearse en aquellas zonas donde la luz solar se halla
fácilmente disponible, o donde el combustible sea barato, o donde haya necesidades.
Un gran transatlántico se provee a sí mismo de agua dulce, quemando su combustible
para destilar agua del mar al mismo tiempo que para que funcionen sus máquinas.
También se ha lanzado la sugerencia de que los icebergs pueden recogerse en las
regiones polares y llevarlos flotando hasta puertos marinos cálidos pero áridos, donde
lo que aún quede del hielo se fundiría para su empleo.
Sin embargo, indudablemente la mejor forma de utilizar nuestros recursos de agua
dulce (o cualquier tipo de recursos) es por medio de una prudente conservación, con la
reducción a un mínimo del despilfarro y de la contaminación, además de limitar
prudentemente la población sobre la Tierra.
Las profundidades oceánicas y los cambios continentales
¿Y qué cabría decir de las observaciones directas de las profundidades oceánicas? De
los tiempos antiguos sólo ha quedado un registro (si es posible creer en él). El filósofo
griego Posidonio, hacia el año 100 a. de J.C., se supone que midió la profundidad del
mar Mediterráneo exactamente enfrente de las costas de la isla de Cerdeña, y se dice
que alcanzó más o menos 1,8 kilómetros.
Sin embargo, no fue hasta el siglo XVIII cuando los científicos comenzaron un estudio
sistemático de las profundidades con el propósito de estudiar la vida marina. En los
años 1770, un biólogo danés, Otto Frederik Muller, creó una draga que podía
emplearse para extraer a la superficie especímenes de tales seres vivientes desde
muchos metros por debajo de la superficie.
Una persona que empleó una draga con particular éxito fue un biólogo inglés, Edward
Forbes, Jr. Durante los años 1830, dragó la vida marina del mar del Norte, y de otras
aguas que rodean las Islas Británicas. Luego, en 1841, se enroló en un navio que se
dirigía al Mediterráneo oriental, y allí extrajo una estrella de mar desde una
profundidad de 450 metros.
Las plantas sólo pueden vivir en la capa más superior del océano, puesto que la luz
solar no penetra hasta más allá de unos 80 metros. La vida animal no puede vivir en
realidad excepto donde haya plantas marinas. Por lo tanto, a Forbes le pareció que la
vida animal no podría existir por debajo del nivel donde se encuentran las plantas. Así,
le pareció que una profundidad de unos 450 metros era el límite de la vida marina y
que, por debajo de eso, el océano era estéril y carente de vida.
Sin embargo, exactamente cuando Forbes decidía esto, el explorador británico James
Clark Ross, que se hallaba explorando las riberas de la Antártida, dragó vida desde una
profundidad de 800 metros, muy por debajo del límite de Forbes. Sin embargo, la
Antártida quedaba muy lejos y la mayoría de los biólogos continuaron aceptando la
teoría de Forbes.
El fondo del mar empezó a convertirse en un asunto de interés práctico para los seres
humanos (más bien que sólo una curiosidad intelectual para unos cuantos científicos),
cuando se decidió tender un cable telegráfico a través del Atlántico. En 1850, Maury
había elaborado una carta del fondo del océano Atlántico con objeto de tender el cable.
Costó quince años, salpicados de muchas roturas y fracasos, el que al fin se
estableciese el cable atlántico, bajo la increíblemente perseverante dirección del
financiero estadounidense Cyrus West Field, que perdió una fortuna en esa actividad.
(En la actualidad surcan el Atlántico más de veinte cables.)
Durante este proceso, y gracias a Maury, se marcó el inicio de una sistemática
exploración de los fondos marinos. Los sondeos de Maury dieron la impresión de que el
océano Atlántico era más somero en la parte media que a cada uno de sus lados.
Maury denominó a la región central menos profunda la Meseta del Telégrafo, en honor
147
del cable.
El buque británico Bulldog trabajó para continuar y extender la exploración de Maury
de los fondos marinos. Zarpó en 1860 y a bordo se encontraban un médico británico,
George C. Wallich, que empleó una draga y extrajo trece estrellas de mar desde una
profundidad de 2.500 metros. Y no se trataba de estrellas de mar que se hubieran
muerto y hundido en el fondo marino, sino que estaban muy vivas. Wallich informó de
esto al instante, e insistió en que la vida animal podía darse en la fría oscuridad de la
parte más profunda del mar, incluso sin la presencia de plantas.
Los biólogos siguieron reluctantes a creer en esta posibilidad, y un biólogo escocés,
Charles W. Thomson, empezó a dragar en 1868 en un buque llamado Lightning. Al
hacerlo en aguas profundas, consiguió animales de todas clases, y con ello las
discusiones cesaron. Ya no siguió adelante la idea de Forbes de un límite bajo respecto
a la vida marina.
Thomson deseó determinar cuan profundo era el océano, y zarpó el 7 de diciembre de
1872 en el Challenger, permaneciendo en el mar durante tres años y medio, cubriendo
una distancia en total de 130.000 kilómetros. Para medir la profundidad de los
océanos, el Challenger no tenía un aparato mejor que el método ya muy probado con
el tiempo de largar 6 kilómetros de cable, con un peso en el extremo, hasta que
alcanzaba éste el fondo. Más de 370 sondeos se efectuaron de esta forma.
Desgraciadamente, este procedimiento no es sólo fantasiosamente complicado (para
sondeos profundos), sino también de escasa exactitud. Sin embargo, en 1922 la
exploración del fondo oceánico quedó revolucionada con la introducción de un sondeo
de eco por medio de ondas sónicas. No obstante, para explicar cómo funciona esto
será necesaria una digresión acerca del sonido.
Las vibraciones mecánicas producen ondas longitudinales en la materia (en el aire, por
ejemplo), y podemos detectar parte de las mismas como sonido. Oímos diferentes
longitudes de onda, en un sonido de distinto grado. El sonido más profundo que
escuchamos tiene una longitud de onda de 22 metros y una frecuencia de 15 ciclos por
segundo. El sonido más agudo que un adulto normal puede oír alcanza una longitud de
onda de 2,2 centímetros y una frecuencia de 15.000 ciclos por segundo. (Los niños
oyen sonidos aún más agudos.)
La absorción del sonido por la atmósfera depende de la longitud de onda. Cuanto más
larga sea la longitud de onda, el sonido será menos absorbido por un grosor dado de
aire. Por esta razón, las sirenas contra la niebla poseen un registro mucho más bajo,
para poder penetrar una distancia lo mayor posible. La sirena para la niebla de un gran
transatlántico como el Queen Mary, suena a 27 vibraciones por segundo, más o menos
como la nota más baja de un piano. Alcanza una distancia de 15 kilómetros, y los
instrumentos la captan incluso entre 150 y 225 kilómetros.
Pueden existir sonidos asimismo con un tono más profundo que el mayor que podamos
oír. Algunos de los sonidos emitidos por los terremotos o volcanes se encuentran en el
alcance infrasónico. Tales vibraciones pueden rodear la tierra, a veces varias veces,
antes de quedar absorbidas por completo.
La eficiencia en que un sonido se refleja depende de la longitud de onda en el lado
contrario. Cuanto más corta sea la longitud de onda, más eficiente será la reflexión.
Las ondas sónicas con unas frecuencias más elevadas que las de los sonidos más
agudos audibles, son aún más eficientemente reflejadas. Algunos animales oyen
sonidos más agudos que nosotros, y hacen uso de esa habilidad. Los murciélagos
chillan para emitir ondas de sonidos con frecuencias ultrasónicas tan elevadas que
alcanzan los 130.000 ciclos por segundo, y escuchan luego la onda reflejada. Por la
dirección en que las reflexiones son más graves y por el tiempo que media entre el
chillido y el eco, juzgan acerca de la localización de los insectos que intentan capturar,
y las ramas que deben evitarse. (El biólogo italiano Lazzaro-Spallanzani, que fue el
primero en hacer esta observación en 1793, se preguntó si los murciélagos podían ver
con sus oídos y, naturalmente, en cierto modo, lo hacen así.)
148
Las marsopas y los guácharos (unas aves cavernícolas de Venezuela), también
emplean sonidos con propósitos de ecolocación. Dado que les interesa localizar objetos
grandes, emplean para este cometido las menos eficientes ondas sónicas en la región
audible. (Los complejos sonidos emitidos por las marsopas con gran cerebro y los
delfines, se comienza a sospechar que los emplean para propósitos de comunicación
general; para hablar, por decirlo de una manera tajante. El biólogo norteamericano
John C. Lilly investigó exhaustivamente esta posibilidad con resultados poco
concluyentes.)
Para hacer uso de las propiedades de los sonidos de ondas ultrasónicas, los humanos
deben primero producirlos. La producción en pequeña escala y uso han quedado
ejemplificados en el silbato para perros (el primero de ellos data de 1883). Produce un
sonido cerca del ámbito ultrasónico, que es oído por los perros pero no por los seres
humanos.
Un camino por el que se podía avanzar aún más fue abierto por el químico francés
Pierre Curie y su hermano, Jacques, que, en 1880, descubrieron que las presiones
sobre ciertos cristales producían un potencial eléctrico (piezoelectricidad). Lo inverso
era también verdad. Aplicando un potencial eléctrico en un cristal de esta clase se
producía una ligera constricción a medida que se aplicaba la presión
(electroconstricción). Cuando se desarrolló la técnica para producir un potencial
rápidamente fluctuante, los cristales comenzaban a vibrar con rapidez suficiente como
para formar ondas ultrasónicas. Esto se realizó por primera vez en 1917 por el físico
francés Paul Langevin, que inmediatamente aplicó estos excelentes poderes de
reflexión de este sonido de onda corta para la detección de submarinos, aunque para
cuando se consiguió ya había acabado la Primera Guerra Mundial. Durante la Segunda
Guerra Mundial, este método se perfeccionó y se convirtió en el sonar, de las iniciales
de las palabras inglesas «sound navigation and ranging», es decir: distancia
determinada de los sonidos de navegación.
La determinación de la distancia del fondo marino por la reflexión de ondas de sonido
ultrasónico remplazó el cable de sondeo. El intervalo de tiempo entre la emisión de la
señal (una pulsación aguda) y el regreso del eco mide la distancia a la que se
encuentra el fondo. La única cosa de la que el operador tiene que preocuparse es si la
lectura señala el falso eco de un banco de peces o cualquier otra obstrucción. (De aquí
que el instrumento sea también de utilidad para las flotas pesqueras.)
El método de ecosondeo no sólo es rápido y conveniente, sino que también hace
posible rastrear un perfil continuo del fondo por encima del cual se mueva el navio,
con lo que los oceanógrafos obtienen una descripción de la topografía del fondo
marino. Se pueden reunir más detalles en cinco minutos de los que el Challenger logró
en todo su viaje.
El primer buque que empleó el sonar de esta manera fue el barco oceanógrafico
alemán Meteor, que estudió el océano Atlántico en 1922. Hacia 1925, resultó obvio que
el fondo oceánico no carecía de rasgos y no era llano, y que la Meseta del Telégrafo de
Maury no se trataba tan sólo de una suave loma, sino que, en realidad, era una
cordillera de montañas, más prolongadas y agudas que cualquier otra cordillera de
tierra firme. Se extiende por todo el Atlántico, y sus picos máximos irrumpen en la
superficie del agua y forman islas tales como las Azores, Ascensión y Tristán da Cunha.
Se la denominó Dorsal del Atlántico Medio.
Con el paso del tiempo se fueron haciendo más dramáticos descubrimientos. La isla
Hawai es la cumbre de una montaña marina de 11.000 metros de altura, midiéndola
desde su base debajo del mar —más elevada que cualquier otra cumbre del
Himalaya—; de ahí que Hawai pueda ser llamada la montaña más alta de la Tierra.
También existen numerosos conos de cumbres llanas, a los que se les da el nombre de
montes marinos o guyots. Este último nombre se puso en honor del geógrafo suizonorteamericano
Arnold Henry Guyot, que llevó la geografía científica a Estados Unidos
cuando emigró a ese país en 1848. Los guyots se descubrieron durante la Segunda
Guerra Mundial por parte del geólogo norteamericano Hammond Hess, que localizó 19
de ellos en rápida sucesión. Existen por lo menos 10.000, la mayoría en el Pacífico.
149
Uno de ellos, descubierto en 1964 exactamente al sur de la isla de Wake, tiene una
altura de unos 5.000 metros.
Además existen profundidades oceánicas (cuencas), a más de 6.500 metros de
profundidad, en las cuales parecería perderse el Gran Cañón del Colorado. Esas
cuencas, todas ellas localizadas junto a los archipiélagos, tienen un área total que
asciende a casi el 1 % del fondo oceánico. Esto puede no parecer mucho, pero, en
realidad, equivale a la mitad del área de Estados Unidos, y las cuencas contienen
quince veces más agua que todos los ríos y lagos del mundo. La más profunda de las
mismas se encuentra en el Pacífico; han sido localizadas a lo largo de las Filipinas, las
Marianas, las Kuriles, las Salomón y las Aleutianas (figura 4.5). Existen otras grandes
cuencas en el Atlántico, en las Indias Occidentales y en las islas Sandwich del Sur, y
hay una en el océano Pacífico frente a las Indias Orientales.
Además de las cuencas, los oceanógrafos han rastreado en los fondos oceánicos
cañones, algunas veces de varios miles de kilómetros de longitud, que semejan
canales de ríos. Algunos de ellos parecen en realidad la extensión de los ríos
terrestres, sobre todo el cañón que se extiende a partir del río Hudson en el Atlántico.
Por lo menos veinte de esas exeavaciones han sido localizadas únicamente en la bahía
de Bengala, como resultado de los estudios oceanógraficos en el océano índico durante
los años 1960. Resulta tentador suponer que en un tiempo fueron lechos fluviales en
tierra, cuando el océano tenía menos profundidad que ahora. Pero algunos de esos
canales submarinos están tan por debajo del actual nivel del mar que parece
improbable que jamás hayan podido encontrarse por encima del océano. En años
recientes, varios oceanógrafos, sobre todo William Maurice Ewing y Bruce Charles
Herzen, han desarrollado otra teoría: la de que los cañones submarinos fueron
excavados por flujos turbulentos (corrientes de turbidez) de agua cargada de tierra en
un alud que bajó por los declives enfrente de las costas continentales a una velocidad
de hasta 100 kilómetros por hora. Una corriente de turbidez, que enfocó la atención
científica acerca de este problema, tuvo lugar en 1929 después de un terremoto frente
a Terranova. La corriente se llevó un gran número de cables, uno tras otro, y produjo
por sí misma grandes daños.
La Dorsal medioceánica del Atlántico continúa presentando sorpresas. Los últimos
sondeos en todas partes han demostrado que no se halla confinada al Atlántico. En su
extremo meridional, se curva en torno de África y avanza hacia el océano índico
occidental hasta alcanzar Arabia. En el océano índico medio, un ramal de esa dorsal
continúa al sur de Australia y de Nueva Zelanda, y luego se dirige al Norte en un vasto
círculo alrededor del océano Pacífico. Lo que comenzó (en la mente de los hombres) en
la Dorsal medioceánica del Atlántico se convirtió en una Dorsal medioceánica. Y en
más de una forma básica, la Dorsal medioceánica no es sólo igual que una cordillera de
montañas en un continente:
las tierras altas continentales están plegadas por rocas sedimentarias, mientras que la
vasta cordillera oceánica se compone de basalto surgido de las cálidas profundidades
inferiores.
Tras la Segunda Guerra Mundial, los detalles del suelo oceánico fueron sondeados con
renovadas energías por Ewing y Herzen. Unos detallados sondeos de 1953 mostraron,
más bien ante su asombro, que un profundo cañón corría por toda la longitud de la
Dorsal y exactamente por su centro. Llegó a descubrirse que existía en todas las
porciones de la Dorsal medioceánica, por lo que a veces se le denomina Gran Falla
Global. Existen lugares en que la Falla se acerca mucho a tierra: corre por el mar Rojo
entre África y Arabia, y ante la costa del Estado de California.
Al principio, pareció que la Falla debería ser continua, una hendidura de 50.000
kilómetros en la corteza terrestre. Sin embargo, un examen más de cerca mostró que
estaba formada por breves y rectas secciones que surgen una de otra como si unos
choques de terremotos hubieran desplazado una sección de la siguiente. E incluso, es
a lo largo de esa Falla donde tienden a presentarse los terremotos y los volcanes.
La Falla representa un lugar débil a través del cual las rocas calentadas hasta el punto
150
de fusión (magma) tienden lentamente a surgir del interior, enfriándose, apilándose
para formar la Dorsal y extendiéndose aún más lejos. Este desparramamiento puede
llegar a ser tan rápido como de 16 centímetros al año, y todo el suelo del océano
Pacífico llegaría a estar cubierto con una nueva capa en 100 millones de años.
Asimismo, las elevaciones del suelo oceánico raramente se ha descubierto que sean
antiguas, lo cual sería notable
en una vida planetaria cuarenta y cinco veces más prolongada, si no fuera por el
concepto de extensión del suelo marino.
Apareció al instante que la corteza de la Tierra estaba dividida en grandes placas,
separadas unas de otras por la Gran Falla Global y por sus ramificaciones. Las mismas
son denominadas placas tectónicas, esta última palabra procedente de una voz griega
que significa «carpintero», dado que las placas parecen hallarse inteligentemente
unidas para realizar una aparente corteza quebrada. El estudio de la evolución de la
corteza de la Tierra en términos de esas placas es lo que se denomina tectónica de
placas.
Existen seis grandes placas tectónicas y cierto número de otras menores, y
rápidamente se hizo aparente que los terremotos comunes tienen lugar a lo largo de
sus fronteras. Los límites de la placa pacífica (que incluye la mayor parte del océano
Pacífico) abarcan las zonas de terremotos en las Indias Orientales, en las islas
japonesas, en Alaska y en California, etcétera. Los límites del Mediterráneo entre las
placas eurasiáticas y africanas están en segundo lugar detrás de los bordes pacíficos
por sus bien recortados terremotos.
Asimismo, las fallas que se han detectado en la corteza terrestre son hendiduras
profundas donde la roca de un lado, periódicamente se deslizaría contra la roca del
otro lado para producir terremotos, que también se hallan en las fronteras de las
placas y de las ramificaciones de esas fronteras. La más famosa de tales fallas, la de
San Andrés, que corre a lo largo de toda la costa californiana, desde San Francisco a
Los Ángeles, constituye una parte de la frontera entre las placas americana y pacífica.
¿Y qué podemos decir de la deriva continental de Wegener? Si se considera sólo una
placa individual, en ese caso los objetos que estén en ella no pueden derivar o cambiar
de posición. Están trabados en su sitio por la rigidez del basalto (como han señalado
los contrarios a las nociones de Wegener). Y lo que es más, las placas vecinas estaban
tan sólidamente unidas que resulta difícil comprender qué ha podido moverlas.
La respuesta llega a partir de otra consideración. Los límites de las placas eran lugares
donde, no sólo los terremotos constituían algo común, sino también los volcanes.
Asimismo, las orillas del Pacífico, si se siguen los límites de la placa pacífica, están tan
señaladas por los volcanes, tanto activos como inactivos, que a todo el conjunto se le
ha dado la denominación de círculo de fuego circumpacífico.
¿No podría ser que el magma surgiese de las profundas capas interiores de la Tierra a
través de las rendijas entre las placas tectónicas, y esas rendijas representasen zonas
débiles en la por otra parte sólida corteza terrestre? De una forma específica, el
magma debe surgir de la Dorsal atlántica y se solidifica en contacto con el agua
oceánica para formar la Cordillera atlántica en el otro lado de la Dorsal.
Podemos llegar aún más lejos. Tal vez a medida que el magma surge y se solidifica,
ejercita una fuerza que separa a las placas. Si es así, es probable que empujase a
151
África y a Sudamérica hacia el Sur, y a Europa y a Norteamérica hacia el Norte,
rompiendo la Pangea, formando el océano Atlántico y haciéndolo más ancho. Europa y
África también resultarían separadas, con lo que se formarían los mares Mediterráneo
y Rojo. Dado que con todo ello se ampliaría el fondo del mar, a este efecto se le ha
llamado extensión del fondo del mar, propuesta en primer lugar por H. H. Hess y
Robert S. Dietz, en 1960. Los continentes no han flotado o derivado apartándose,
como Wegener había creído, sino que se hallaban fijos sobre unas placas que fueron
empujadas hasta separarlas.
¿Y cómo puede demostrarse esta extensión del suelo marino? A principios de 1963, las
rocas obtenidas a ambos lados de la Dorsal atlántica fueron objeto de pruebas para
descubrir sus propiedades magnéticas. La pauta cambió según la distancia a la Dorsal,
pero lo hizo dentro de una correspondencia exacta, como la imagen en un espejo, a
cada uno de sus lados. Resultó así una clara evidencia de que las rocas eran más
jóvenes cerca de la Dorsal y que se hacían cada vez más antiguas a medida que se
avanzaba a uno u otro lado.
De este modo, cabe estimar que el suelo marino del Atlántico se extienda en aquel
momento en la proporción de menos de tres centímetros al año. Partiendo de esta
base, se pudo determinar, grosso modo, la época en que empezó a abrirse el océano
Atlántico. De ésta y de otras formas, el movimiento de las placas tectónicas ha
revolucionado por completo el estudio de la geología durante estas dos últimas
décadas.
Naturalmente, si se fuerza a dos placas a separarse, cada una de ellas (dada la firmeza
del encaje de las placas), queda empotrada en otra en el otro lado. Cuando dos placas
se acercan lentamente (en una proporción de más, o menos, dos centímetros al año),
la corteza se comba y se abomba hacia arriba y hacia abajo, formando montañas y sus
raíces. Así las montañas del Himalaya parecen haberse formado cuando la placa sobre
la que se asienta la India entró en lento contacto con la placa que soportaba el resto
de Asia.
Por otro lado, cuando dos placas se unen con demasiada rapidez para permitir el
pandeo, la superficie de una de las placas se escopleará debajo de la otra, formando
una profunda fosa oceánica, una hilera de islas y una disposición hacia la actividad
volcánica. Tales fosas oceánicas e islas se encuentran, por ejemplo, en el Pacífico
occidental.
Las placas pueden separarse bajo la influencia de la ampliación del suelo marino, pero
también pueden unirse. La Dorsal discurre a la derecha a través de Islandia occidental,
que, muy poco a poco, se está separando. Otro lugar de división es el mar Rojo, que
es más bien joven y existe sólo a causa de que África y Arabia ya se han separado de
algún modo. (Las riberas opuestas del mar Rojo siguen firmemente unidas.) Este
proceso aún continúa, por lo que el mar Rojo, en cierto sentido, es un nuevo océano
en proceso de formación. El activo empuje hacia arriba del mar Rojo queda indicado
por el hecho de que, en el fondo de esta masa de agua, según se descubrió en 1965,
existen secciones con una temperatura de 56° C y una concentración salina, por lo
menos, cinco veces superior a la normal.
Presumiblemente, ha existido un muy largo ciclo de magma fluyente que ha separado
las placas en algunos lugares, y luego las placas se han unido, empujando la corteza
hacia abajo y convirtiéndola en magma. En el proceso, los continentes se han unido en
una sola extensión de tierra y luego se han agrietado, no una sola vez sino varias, con
montañas que se han formado y allanado, profundidades oceánicas también formadas
y luego rellenadas, volcanes que han surgido y luego se han extinguido. Así, pues, la
Tierra, tanto desde el punto de vista biológico como geológico, sigue viva.
Los geólogos pueden ahora seguir el curso del más reciente desmembramiento de
Pangea, aunque sea sólo grosso modo. Una primera desintegración se produjo en la
línea Este-Oeste. La mitad norte de Pangea —incluyendo lo que es ahora América del
Norte, Europa y Asia— se llama a veces Laurasia, a causa de que la parte más antigua
de la superficie rocosa de Norteamérica, geológicamente hablando, es la de las
152
Higlands Laurentinas, al norte del río San Lorenzo.
La mitad meridional —incluyendo lo que es ahora Sudamérica, África, la India,
Australia y la Atlántida— se llama Gondwana (nombre inventado en los años 1890 por
un geólogo austríaco, Edward Suess, que lo hizo derivar de una región de la India y
basándolo en una teoría de evolución geológica que parecía entonces razonable, pero
que se sabe que era errónea).
Hace unos 200 millones de años, Norteamérica comenzó a separarse de Eurasia, y
hace 150 millones de años, Sudamérica comenzó a ser apartada de África, y los dos
continentes llegaron a conectarse por una parte estrecha en América Central. Las
masas terrestres fueron empujadas hacia el Norte al separarse, hasta que las dos
mitades de Laurasia apretaron la región del Ártico entre ellas.
Hace unos 110 millones de años, la porción oriental de Gondwana se fracturó en varios
fragmentos: Madagascar, la India, la Antártida y Australia. Madagascar quedó más
bien cerca de África, pero la India se separó más que cualquiera otra masa terrestre en
los tiempos desde la más reciente Pangea. Se movió 8.000 kilómetros hacia el Norte
hasta empujar contra el Asia meridional y formar las montañas del Himalaya, el Pamir
y la meseta del Tíbet, es decir, las tierras altas más jóvenes, mayores y al mismo
tiempo más impresionantes sobre la Tierra.
La Antártida y Australia pueden haberse separado hace sólo 40 millones de años. La
Antártida se movió hacia el Sur, hacia su helado destino. Hoy, Australia sigue
moviéndose hacia el Norte.
La vida en las profundidades
Desde la Segunda Guerra Mundial, numerosas expediciones han explorado los abismos
submarinos. En los últimos años, un mecanismo de escucha submarina, el hidrófono,
ha mostrado que las criaturas marinas chascan, gruñen, crujen, gimen y, en general,
hacen de las profundidades marinas un lugar tan enloquecedoramente ruidoso como lo
es la zona terrestre. Un nuevo Challenger, en 1951, sondeó la fosa de las Marianas, en
el Pacífico Oeste, y comprobó que era ésta (y no la situada junto a las Islas Filipinas) la
más profunda de la Tierra. La parte más honda se conoce hoy con el nombre de
«Profundidad Challenger». Tiene más de 10.000 m. Si se colocara el monte Everest en
su interior, aún quedaría por encima de su cumbre más de 1 km de agua. También el
Challenger consiguió extraer bacterias del suelo abisal. Se parecían sensiblemente a
las de la tierra emergida, pero no podían vivir a una presión inferior a las 1.000
atmósferas.
Las criaturas de estas simas se hallan tan asociadas a las enormes presiones que
reinan en las grandes profundidades, que son incapaces de escapar de su fosa; en
realidad están como aprisionadas en una isla. Estas criaturas han seguido una
evolución independiente. Sin embargo, en muchos aspectos se hallan tan
estrechamente relacionadas con otros organismos vivientes, que, al parecer, su
evolución en los abismos no data de mucho tiempo. Es posible que algunos grupos de
criaturas oceánicas fueran obligados a bajar cada vez a mayor profundidad a causa de
la lucha competitiva, mientras que otros grupos se veían forzados, por el contrario, a
subir cada vez más, empujados por la depresión continental, hasta llegar a emerger a
la tierra. El primer grupo tuvo que acomodarse a las altas presiones, y el segundo, a la
ausencia de agua. En general, la segunda adaptación fue probablemente la más difícil,
por lo cual no debe extrañarnos que haya vida en los abismos.
Desde luego, la vida no es tan rica en las profundidades como cerca de la superficie. La
masa de materia viviente que se halla por debajo de los 7.000 m ocupa sólo la décima
parte, por unidad de volumen de océano, respecto a la que se estima para los 3.000.
Además, por debajo de los 7.000 m de profundidad hay muy pocos carnívoros —si es
que hay alguno—, ya que no circulan suficientes presas para su subsistencia. En su
lugar, hay seres que se alimentan de cualquier detrito orgánico que puedan hallar.
Cuan poco tiempo ha transcurrido desde la colonización de los abismos puede
demostrarse por el hecho de que ningún antecesor de las criaturas halladas se ha
153
desarrollado a partir de un período anterior a 200 millones de años, y que el origen de
la mayor parte de ellos no se remonta a más de 50 millones de años. Se produjo sólo
al comienzo de la Era de los dinosaurios, cuando el mar profundo, hasta entonces libre
de todo organismo, vióse invadido, finalmente, por la vida.
No obstante, algunos de los organismos que invadieron las profundidades
sobrevivieron en ellas, en tanto que perecieron sus parientes más próximos a la
superficie. Esto se demostró de forma espectacular, a finales de la década de 1930. El
25 de diciembre de 1938, un pescador de arrastre que efectuaba su trabajo en las
costas de África del Sur capturó un extraño pez, de 1,5 m de longitud
aproximadamente. Lo más raro de aquel animal era que tenía las aletas adosadas a
lóbulos carnosos, en vez de tenerlas directamente unidas al cuerpo. Un zoólogo
sudafricano, J. L. B. Smith, que tuvo la oportunidad de examinarlo, lo recibió como un
magnífico regalo de Navidad. Se trataba de un celacanto, pez primitivo que los
zoólogos habían considerado extinto hacía 70 millones de años. Era el espécimen
viviente de un animal que se suponía había desaparecido de la Tierra antes de que los
dinosaurios alcanzaran su hegemonía.
La Segunda Guerra Mundial constituyó un paréntesis en la búsqueda de más
celacantos. En 1952 fue pescado, en las costas de Madagascar, otro ejemplar de un
género diferente. Posteriormente se pescaron otros muchos. Como está adaptado a la
vida en aguas bastante profundas, el celacanto muere rápidamente cuando es izado a
la superficie.
Los evolucionistas han tenido un particular interés en estudiar este espécimen de
celacanto, ya que a partir de él se desarrollaron los primeros anfibios. En otras
palabras, el celacanto es más bien un descendiente directo de nuestros antepasados
pisciformes.
Un descubrimiento aún más excitante se produjo en los últimos años de la década de
los setenta. Se trata de la existencia de parajes calientes en el suelo de los océanos,
donde el cálido magma del manto asciende desacostumbradamente cerca de los
límites superiores de la corteza y calienta el agua que hay por encima.
A principios de 1977, un submarino abisal, con científicos a bordo, investigó el suelo
marino cerca de los lugares cálidos al este de las islas Galápagos y en la boca del golfo
de California. En este último lugar caliente descubrieron chimeneas, a través de las
cuales aparecían erupciones de barro humeante, que sembraban de minerales el agua
del mar circulante.
Los minerales eran ricos en azufre y también abundaban en especies de bacterias, las
cuales conseguían su energía de las reacciones químicas implicadas en el azufre más el
calor, y no de la luz solar. Pequeños animales se alimentaban de esas bacterias, y los
animales más grandes devoraban a los más pequeños.
Esto constituyó una nueva cadena de formas de vida que no dependían de las células
de las plantas en las capas superiores del mar. Aunque la luz solar no aparezca en
ninguna parte, esta cadena puede existir, dado que el calor y los minerales continúan
surgiendo desde el interior de la Tierra; por lo tanto, sólo aparecerán en las cercanías
de los lugares calientes.
Almejas, cangrejos y diversas clases de gusanos, algunos bastante grandes, se
retiraron y estudiaron en esa zona de los suelos marinos. Todos ellos se desarrollaron
perfectamente en aguas que serían venenosas para especies no adaptadas a las
particularidades químicas de la región.
Inmersiones en las profundidades del mar
Éste es un ejemplo del hecho de que la forma ideal de estudiar las profundidades es
enviar observadores humanos a las mismas. El agua no es un medio ambiente
conveniente para nosotros, como es natural. Desde los tiempos antiguos los
buceadores han practicado sus habilidades y aprendido a bajar hasta profundidades de
154
unos 20 m, y a permanecer debajo del agua durante, más o menos, 2 minutos. Pero el
cuerpo, sin ayudas, no puede mejorar estas marcas.
En los años 1930, por medio de gafas, aletas de goma para los pies y snorkels (cortos
tubos, con un extremo en la boca y otro sobresaliendo por encima de la superficie del
agua; de una voz alemana que significa «hocico»), hicieron posible a los nadadores el
avanzar por debajo del agua durante largos períodos de tiempo, y con mayor eficiencia
que de otro modo. Se trataba de una natación submarina, inmediatamente por debajo
de la superficie del mar.
En 1943, el oficial de Marina Jacques-Yves Cousteau desarrolló un sistema por medio
del cual los submarinistas comenzaron a transportar cilindros de aire comprimido, que
podían espirarse en unas latas con productos químicos, los cuales absorbían el
anhídrido carbónico y conseguían que el aire espirado pudiese respirarse de nuevo.
Esto constituyó la escafandra autónoma, y el deporte, que se hizo popular después de
la guerra, recibió el nombre de escafandrismo autónomo.
Los escafandristas experimentados alcanzan unas profundidades de 70 m, pero esto
resulta muy somero si lo comparamos con la profundidad de los océanos.
El primer traje práctico para bucear lo inventó, en 1830, Augustus Siebe. Un buzo, con
el traje moderno adecuado, baja a unos 100 m. Un traje de buzo recubre por completo
el cuerpo humano, pero un revestimiento aún más elaborado lo representa un barco
adecuado para los viajes por debajo del mar, es decir, un submarino.
El primer submarino que pudo en realidad permanecer debajo del agua durante un
razonable período de tiempo sin ahogar a las personas que se encontraban en su
interior, fue construido ya en 1620 por un inventor neerlandés, Cornelis Drebbel. Sin
embargo, ningún submarino podía ser una cosa práctica hasta que fuese impulsado por
algo más que por una hélice accionada manualmente. La energía del vapor no
resultaba útil porque no se podía quemar combustible en la limitada atmósfera de un
submarino cerrado. Lo que se necesitaba era un motor que funcionase con la
electricidad albergada en una batería.
El primer submarino de este tipo se construyó en 1886. Aunque la batería debía
recargarse periódicamente, la autonomía de crucero del navio entre recargas era de
unos 100 kilómetros. Para cuando empezó la Primera Guerra Mundial, las potencias
europeas más importantes tenían todas submarinos y los emplearon como barcos de
guerra. No obstante, estos primeros submarinos eran frágiles y no podían descender
demasiado1.
En 1934, Charles William Beebe consiguió descender hasta unos 1.000 metros en su
batisfera, una embarcación de recias paredes, equipada con oxígeno y productos
químicos para absorber el dióxido de carbono.
Básicamente, la batisfera es un objeto inerte, suspendido de un buque de superficie
mediante un cable (un cable roto significaba el final de la aventura). Por tanto, lo que
se precisaba era una nave abisal maniobrable. Tal nave, el batiscafo, fue inventada, en
1947, por el físico suizo Auguste Piccard. Construido para soportar grandes presiones,
utilizaba un pesado lastre de bolas de hierro (que, en caso de emergencia, eran
soltadas automáticamente) para sumergirse, y un «globo» con gasolina (que es más
ligera que el agua), para procurar la flotación y la estabilidad. En su primer ensayo, en
1 Resulta importante añadir aquí que Narciso Monturiol, inventor español nacido en
Figueres (1819-1885), construyó un submarino al que puso el nombre de Ictíneo, y
que fue experimentado con éxito en 1859. También cabe dejar constancia de los
trabajos en este campo de Isaac Peral, marino español nacido en Cartagena (1851-
1859), que también inventó un barco submarino. Funcionaban con motores eléctricos
sumergidos y diesel en la superficie. (N. del T.)
155
las costas de Dakar, al oeste de África, en 1948, el batiscafo (no tripulado) descendió
hasta los 1.350 m.
Posteriormente, Piccard y su hijo Jacques construyeron una versión mejorada del
batiscafo. Esta nave fue llamada Trieste en honor de la que más tarde sería Ciudad
Libre de Trieste, que había ayudado a financiar su, construcción. En 1953, Piccard
descendió hasta los 4.000 ni en aguas del Mediterráneo.
El Trieste fue adquirido por la Marina de Estados Unidos, con destino a la investigación.
El 14 de enero de 1960, Jacques Piccard y un miembro de dicha Marina, Don Walsh,
tocaron el suelo de la fosa de las Marianas, o sea, que descendieron hasta los 11.263
m, la mayor profundidad abisal. Allí, donde la presión era de 1.100 atmósferas,
descubrieron corrientes de agua y criaturas vivientes. La primera criatura observada
era un vertebrado, un pez en forma de lenguado, de unos 30 cm de longitud y provisto
de ojos.
En 1964, el batiscafo Arquímedes, de propiedad francesa, descendió diez veces al
fondo de la sima de Puerto Rico, la cual —con una profundidad de 8.445 m— es la más
honda del Atlántico. También allí, cada metro cuadrado de suelo oceánico tenía su
propia forma de vida. De modo bastante curioso, el terreno no descendía
uniformemente hacia el abismo, sino que parecía más bien dispuesto en forma de
terrazas, como una gigantesca escalera.
LOS CASQUETES POLARES
Siempre han fascinado a la Humanidad los lugares más extremos de nuestro planeta, y
uno de los más esforzados capítulos de la historia de la Ciencia ha sido la exploración
de las regiones polares. Estas zonas están cargadas de fábulas, fenómenos
espectaculares y elementos del destino humano: las extrañas auroras boreales, el frío
intenso y, especialmente, los inmensos casquetes polares, que determinan el clima
terrestre y el sistema de vida del hombre.
El polo Norte
Las regiones polares atrajeron la atención algo tardíamente en la historia de la
Humanidad. Fue durante la edad de las grandes exploraciones, tras el descubrimiento
de América por Cristóbal Colón. Los primeros exploradores del Ártico estaban
interesados, principalmente, en hallar una vía marítima que permitiera bordear
Norteamérica por su parte más alta. Persiguiendo este fuego fatuo, el navegante inglés
Henry Hudson (al servicio de Holanda), en 1610, encontró la bahía que hoy lleva su
nombre, lo cual le costó la vida. Seis años después, otro navegante inglés, William
Baffin, descubrió lo que más tarde sería la bahía de Baffin y llegó, en su penetración, a
unos 1.200 km del polo Norte. De forma casual, de 1846 a 1848, el explorador
británico John Franklin emprendió su ruta a través de la costa norte del Canadá y
descubrió el «Paso del Noroeste» (paso que luego resultó absolutamente impracticable
para los barcos). Murió durante el viaje (fig. 4.6).
156
Siguió luego medio siglo de esfuerzos por alcanzar el polo Norte, movidos casi siempre
por la simple aventura o por el deseo de ser los primeros en conseguirlo. En 1873, los
exploradores austríacos Julius Payer y Cari Weyprecht lograron llegar a unos 900 km
del Polo. Descubrieron un archipiélago, que denominaron Tierra de Francisco José, en
honor del emperador de Austria. En 1896, el explorador noruego rridtjof Nansen llegó,
en su viaje sobre el hielo ártico, hasta una distancia de 500 km del Polo. Finalmente, el
6 de abril de 1909, el explorador americano Robert Edwin Peary alcanzó el Polo
propiamente dicho.
El polo Norte ha perdido hoy gran parte de su misterio. Ha sido explorado desde el
hielo, por el aire y bajo el agua. Richard Evelyn Byrd y Floyd Bennett fueron los
primeros en volar sobre él en 1926, y los submarinos han atravesado también sus
aguas.
157
Entretanto, la masa de hielo más grande del Norte, concentrada en Groenlandia, ha
sido objeto de cierto número de expediciones científicas. Se ha comprobado que el
glaciar de Groenlandia cubre 1.833.900 de los 2.175.600 km2 de aquella isla, y se sabe
también que su hielo alcanza un espesor de más de 1,5 km en algunos lugares.
A medida que se acumula el hielo, es impulsado hacia el mar, donde los bordes se
fragmentan, para formar los icebergs. Unos 16.000 icebergs se forman por tal motivo
cada año en el hemisferio Norte, el 90 % de los cuales procede de la masa de hielo de
Groenlandia. Los icebergs se desplazan lentamente hacia el Sur, en particular hacia el
Atlántico Oeste. Aproximadamente unos 400 por año rebasan Terranova y amenazan
las rutas de navegación. Entre 1870 y 1890, catorce barcos se fueron a pique, y otros
cuarenta resultaron dañados a consecuencia de colisiones con icebergs.
El climax se alcanzó en 1912, cuando el lujoso buque de línea Titanic chocó con un
iceberg y se hundió, en su viaje inaugural. Desde entonces se ha mantenido una
vigilancia internacional de las posiciones de estos monstruos inanimados. Durante los
años que lleva de existencia esta «Patrulla del Hielo», ningún barco se ha vuelto a
hundir por esta causa.
El polo Sur: La Antártida
Mucho mayor que Groenlandia es el gran glaciar continental del polo Sur. La masa de
hielo de la Antártida cubre 7 veces el área del glaciar de Groenlandia y tiene un
espesor medio de 1.600 a 2.400 m. Esto se debe a la gran extensión del continente
antartico, que se calcula entre los 13.500.000 y los 14.107.600 km2, aunque todavía
no se sabe con certeza qué parte es realmente tierra y qué cantidad corresponde al
mar cubierto por el hielo. Algunos exploradores creen que la Antártida es un grupo de
grandes islas unidas entre sí por el hielo, aunque, por el momento, parece predominar
la teoría continental (fig. 4.7)
158
El famoso explorador inglés James Cook (más conocido como capitán Cook) fue el
primer europeo que rebasó el círculo antartico. En 1773 circunnavegó las regiones
antarticas. (Tal vez fue este viaje el que inspiró The Rime of the Ancient Mariner, de
Samuel Taylor Coleridge, publicada en 1798, que describe un viaje desde al Atlántico
hasta el Pacífico, atravesando las heladas regiones de la Antártida.)
En 1819, el explorador británico Williams Smith descubrió las islas Shetland del Sur,
justamente a 80 km de la costa de la Antártida. En 1821, una expedición rusa avistó
159
una pequeña isla («Isla de Pedro I»), dentro ya del círculo Antartico; y, en el mismo
año, el inglés George Powell y el norteamericano Nathaniel B. Palmer vieron por
primera vez una península del continente antartico propiamente dicho, llamada hoy
Península de Palmer.
En las décadas siguientes, los exploradores progresaron lentamente hacia el polo Sur.
En 1840, el oficial de Marina americano Charles Wilkes indicó que aquellas nuevas
tierras formaban una masa continental, teoría que se confirmó posteriormente. El
inglés James Weddell penetró en una ensenada (llamada hoy Mar de Weddell) al este
de la Península de Palmer, a unos 1.400 km del polo Sur. El explorador británico,
Robert Falcon Scott, viajó a través de los hielos del Mar de Ross, hasta una distancia
de 800 km del Polo. Y en 1909, otro inglés, Ernest Shackleton, cruzó el hielo y llegó a
160 km del Polo.
Finalmente, el 16 de diciembre de 1911, alcanzó el éxito el explorador noruego Roald
Amundsen. Por su parte, Scott, que realizó un segundo intento, holló el polo Sur
justamente tres semanas más tarde, sólo para encontrarse con el pabellón de
Amundsen plantado ya en aquel lugar. Scott y sus hombres perecieron en medio del
hielo durante el viaje de retorno.
A finales de la década de 1920, el aeroplano contribuyó en gran manera a la conquista
de la Antártida. El explorador australiano George Hubert Wilkins recorrió, en vuelo,
1.900 km de su costa, y Richard Evelyn Byrd, en 1929, voló sobre el polo Sur
propiamente dicho. Por aquel tiempo se estableció en la Antártida la primera base:
«Pequeña América I.»
El Año Geofísico Internacional
Las regiones polares Norte y Sur se transformaron en puntos focales del mayor
proyecto internacional científico de los tiempos modernos. Dicho proyecto tuvo su
origen en 1882-1883, cuando cierto número de naciones se agruparon en un «Año
Polar Internacional», destinado a la investigación y exploración científica de fenómenos
como las auroras, el magnetismo terrestre, etc. Alcanzó tal éxito, que en 1932-1933,
se repitió un segundo Año Polar Internacional. En 1950, el geofísico estadounidense
Lloyd Berkner (que había tomado parte en la primera expedición de Byrd a la
Antártida) propuso un tercer año de este tipo. La sugerencia fue aceptada
entusiásticamente por el International Council of Scientific Unions. Por aquel tiempo,
los científicos disponían ya de poderosos instrumentos de investigación y se
planteaban nuevos problemas acerca de los rayos cósmicos, de la atmósfera superior,
de las profundidades del océano e incluso de la posibilidad de la exploración del
espacio. Se preparó un ambicioso «Año Geofísico Internacional», que duraría desde el
1.° de julio de 1957, hasta el 31 de diciembre de 1958 (período de máxima actividad
de las manchas solares). La empresa recibió una decidida colaboración internacional.
Incluso los antagonistas de la guerra fría —la Unión Soviética y Estados Unidos—
procedieron a enterrar el hacha de la guerra, en consideración a la Ciencia.
Aunque el éxito más espectacular del Año Geofísico Internacional, desde el punto de
vista del interés público, fue el satisfactorio lanzamiento de satélites artificiales por
parte de la Unión Soviética y Estados Unidos, la Ciencia obtuvo otros muchos frutos de
no menor importancia. De entre ellos, el más destacado fue una vasta exploración
internacional de la Antártida. Sólo Estados Unidos estableció siete estaciones, que
sondearon la profundidad del hielo y sacaron a la superficie, desde una profundidad de
varios kilómetros, muestras del aire atrapado en él —aire que tendría una antigüedad
de varios millones de años—, así como restos de bacterias. Algunas de éstas,
congeladas a unos 30 m bajo la superficie del hielo y que tendrían tal vez un siglo de
edad, fueron revividas y se desarrollaron normalmente. Por su parte, el grupo soviético
estableció una base en el «Polo de la inaccesibilidad» o sea, el lugar situado más en el
interior de la Antártida, donde registraron nuevas mínimas de temperatura. En agosto
de 1960 —el semiinvierno antartico— se registró una temperatura de -115° C,
suficiente como para congelar el anhídrido carbónico. En el curso de la siguiente
década operaron en la Antártida docenas de estaciones.
160
En la más espectacular hazaña realizada en la Antártida, un grupo de exploración
británico, dirigido por Vivían Ernest Fuchs y Edmund Hillary, cruzó el continente por
primera vez en la historia —si bien con vehículos especiales y con todos los recursos de
la Ciencia moderna a su disposición—.
Por su parte, Hillary había sido también el primero —junto con el sherpa Tensing
Norgay— en escalar el monte Everest, el punto más alto de la Tierra, en 1953.
El éxito del Año Geofísico Internacional y el entusiasmo despertado por esta
demostración de cooperación en plena guerra fría, se tradujeron, en 1959, en un
convenio firmado por doce naciones, destinado a excluir de la Antártida todas las
actividades militares (entre ellas, las explosiones nucleares y el depósito de desechos
radiactivos). Gracias a ello, este continente quedará reservado a las actividades
científicas.
Glaciares
La masa de hielo de la Tierra, con un volumen de más de 14 millones de kilómetros
cúbicos, cubre, aproximadamente, el 10 % del área terrestre emergida. Casi el 86 %
de este hielo está concentrado en el glaciar continental de la Antártida, y un 10 %, en
el glaciar de Groenlandia. El restante 4 % constituye los pequeños glaciares de
Islandia, Alaska, Himalaya, los Alpes y otros lugares del Globo.
En particular los glaciares alpinos han sido objeto de estudio durante mucho tiempo.
En la década de 1820, dos geólogos suizos, J. Venetz y Jean de Charpentier,
comunicaron que las características rocas de los Alpes centrales estaban también
esparcidas por las llanuras del Norte. ¿Cómo habían podido llegar hasta allí? Los
geólogos especularon sobre la posibilidad de que los glaciares montañosos hubieran
cubierto en otro tiempo un área mucho mayor, para dejar abandonados, al retirarse,
peñascos y restos de rocas.
Un zoólogo suizo, Jean-Louis-Rodolphe Agassiz, profundizó en esta teoría. Colocó
líneas de estacas en los glaciares para comprobar si se movían realmente. En 1840
había demostrado, más allá de toda duda, que los glaciares fluían, como verdaderos
ríos lentos, a una velocidad aproximada de 67,5 m por año. Entretanto, Agassiz había
viajado por Europa y hallado señales de glaciares en Francia e Inglaterra. En otras
áreas descubrió rocas extrañas a su entorno y observó en ellas señales que sólo
podían haber sido hechas por la acción abrasiva de los glaciares, mediante los
guijarros que transportaban incrustados en sus lechos.
Agassiz marchó a Estados Unidos en 1846 y se convirtió en profesor de Harvard.
Descubrió signos de glaciación en Nueva Inglaterra y en el Medio Oeste. En 1850 era
ya del todo evidente que debió de haber existido una época en que gran parte del
hemisferio Norte había estado bajo un enorme glaciar continental. Los depósitos
dejados por el glaciar han sido estudiados con detalle desde la época de Agassiz, y
dichos estudios han mostrado que el glaciar avanzó y se retiró cierto número de veces
en el último millón de años, lo que forma el período pleistoceno.
El término de glaciación pleistocena se emplea en la actualidad de forma general por
parte de los geólogos para definir lo que popularmente se conoce como edad glacial. A
fin de cuentas, ya hubo edades glaciales antes del pleistoceno. Se produjo una hace
unos 250 millones de años, y otra hace unos 600 millones de años, y tal vez otra,
aunque el gran lapso transcurrido haya borrado la mayor parte de las evidencias
geológicas. Así, pues, en conjunto, las épocas glaciales son algo infrecuente y han
ocupado sólo unas pocas décimas del 1 % de la historia total de la Tierra.
En lo que respecta a la glaciación pleistocena, parece ser que el manto de hielo
antartico, aunque en la actualidad sea con mucho el más grande, se vio poco implicado
en el avance de la época glacial más reciente. El manto de hielo antartico sólo puede
extenderse hacia el mar y romperse allí. El hielo flotante puede volverse más
abundante y ser más efectivo en el enfriamiento general del océano, pero las zonas
terrestres del hemisferio meridional están demasiado lejos de la Antártida para verse
161
afectadas, hasta el punto de aumentar sus mantos de hielo propios, excepto en alguna
glaciación en el extremo más al sur de los Andes.
Un caso por completo diferente es el del hemisferio Norte, donde grandes extensiones
de tierra se agrupan muy cerca del Polo. Es allí donde la expansión del manto de hielo
resulta más dramática, y la glaciación pleistocena se discute casi exclusivamente en
conexión con el hemisferio septentrional. Además del propio manto de hielo ártico que
ahora existe (Groenlandia), hubo tres mantos de hielo más, con un área superior a los
dos millones y medio de kilómetros cuadrados cada uno: el Canadá, Escandinavia y
Siberia.
Tal vez a causa de que Groenlandia fuera el lugar donde se inició la glaciación
septentrional, el cercano Canadá sufrió una glaciación mayor que la más distante
Escandinavia, o la aún más alejada Siberia. El manto de hielo canadiense, al aumentar
desde el Noreste, dejó gran parte de las vertientes de Alaska y del Pacífico sin
glaciaciones, pero se extendió hacia el Sur hasta que el borde del hielo cubrió gran
parte de la zona norte de Estados Unidos. En su máxima extensión meridional, los
límites del hielo abarcaron desde Seattle, en el Estado de Washington, hasta Bismark,
en el de Dakota del Norte, virando luego hacia el Oeste, siguiendo en gran parte la
línea del moderno río Misuri, pasando por Omaha y San Luis, encaminándose a
continuación hacia el Este pasando por Cincinnati, Filadelfia y Nueva York. Al parecer,
el límite meridional abarcó toda la zona que en la actualidad es conocida por Long
Island.
En total, cuando el manto de hielo se encontró en su extensión más alejada, ocupó
más de 40 millones de kilómetros cuadrados de tierra en ambas regiones polares, es
decir, más o menos el 30 % de la actual superficie terrestre de nuestro planeta. Esto
representa tres veces más zona terrestre que la cubierta hoy por los hielos.
Un examen cuidadoso de las capas de sedimento en el suelo de las áreas donde
existen hoy mantos de hielo, muestra que avanzaron y se retiraron cuatro veces. Cada
uno de los cuatro períodos glaciales duró de 50.000 a 100.000 años. Entre ellos
existieron períodos interglaciales, que fueron templados e incluso cálidos, y que
también se prolongaron mucho.
La cuarta y más reciente glaciación alcanzó su máxima extensión hace unos 18.000
años, y tuvo lugar en lo que ahora es el río Ohio. A continuación, siguió una lenta
retirada. Una idea de esa lentitud cabe tenerla cuando nos enteramos de que la
regresión progresó a unos 80 metros por año, durante amplios espacios de tiempo. En
otros lugares se produjo un renovado avance, aunque parcial y temporal.
Hace unos 10.000 años, cuando la civilización estaba en sus inicios en el Oriente
Próximo, los glaciares comenzaron su retirada final. Hace unos 8.000 años, el lago
Salado ya estaba despejado de hielo, y hace unos 5.000 años (más o menos en la
época en que se inventó la escritura en el Oriente Medio), el hielo se había retirado
más o menos donde se encuentra en la actualidad.
Los avances y retrocesos de los mantos glaciales no sólo dejaron su marca en el clima
del resto de la Tierra, sino en la misma forma de los continentes. Por ejemplo, si los
ahora disminuidos glaciares de Groenlandia y de la Antártida se fundiesen por
completo, el nivel del océano se elevaría casi 70 metros. Anegaría las zonas costeras
de todos los continentes, incluyendo la mayoría de las grandes ciudades del mundo, y
el nivel de las aguas alcanzaría el piso vigésimo de los rascacielos de Manhattan. Por
otra parte, Alaska, Canadá, Siberia, Groenlandia e incluso la Antártida se harían más
habitables.
La situación inversa tiene lugar en el momento más acusado de una era glacial. Gran
parte del agua queda retenida en forma de casquetes polares situados en zonas
terrestres (hasta tres o cuatro veces superiores a la cantidad actual), y el nivel del mar
descendería hasta 125 metros por debajo de su nivel. En este caso, quedan expuestas
las plataformas continentales.
162
Las plataformas continentales son porciones del océano próximas a los continentes
relativamente someras. El suelo marino desciende, más o menos gradualmente, hasta
una profundidad de 130 metros. Tras esto, el declive es mucho más agudo y se
consiguen con rapidez profundidades considerablemente mayores. Estructuralmente,
las plataformas continentales constituyen una parte de los continentes junto a los que
se encuentran, y el borde de la plataforma forma la auténtica frontera del continente.
En el momento actual, existe suficiente agua en las cuencas oceánicas como para
inundar las zonas fronterizas del continente.
Pero la plataforma continental no constituye un área pequeña. Es mucho más ancha en
algunos lugares que en otros; por ejemplo, existe una plataforma continental con un
área considerable en la zona este de Estados Unidos, aunque sea más pequeña en la
costa occidental (que se encuentra al borde de una placa de la corteza). En conjunto,
la plataforma continental tiene unos 80 kilómetros de anchura, de promedio, y
constituye un área total de 25 millones de kilómetros cuadrados. En otras palabras, un
área potencial de la plataforma continental, mayor que la Unión Soviética en tamaño,
se halla anegada por las aguas del océano.
Es esta zona la que queda expuesta durante los períodos de máxima glaciación, y en
efecto estuvo al descubierto en las últimas épocas glaciales. Han sido extraídos fósiles
de animales terrestres de las plataformas continentales, a muchos kilómetros de la
zona terrestre y bajo muchos metros de agua. Y lo que es aún más, con las secciones
continentales septentrionales cubiertas de hielo, la lluvia era más frecuente que en la
actualidad, llegaba más al Sur, por lo que el desierto del Sahara era un herbazal. El
desecamiento del Sahara, a medida que los casquetes polares retrocedían, tuvo lugar
no mucho antes del inicio de los tiempos históricos.
Existe, pues, un movimiento pendular en la habitabilidad. Cuando el nivel marino
desciende, amplias áreas continentales se convierten en desiertos de hielo, pero las
plataformas continentales se hacen habitables, así como los actuales desiertos. Cuando
el nivel del mar sube, existe una ulterior inundación de las tierras bajas, pero las
regiones polares se hacen habitables, y una vez más el desierto se retira.
Como pueden ver, pues, esos períodos de glaciación no eran necesariamente épocas
de desolación y catástrofe. Todo el hielo de los mantos de hielo en la época de la
máxima extensión de los glaciares constituyó sólo un 0,35 % del agua total del
océano. Por lo tanto, el océano se ve escasamente afectado por las oscilaciones del
hielo. En realidad, las áreas someras disminuyeron considerablemente en extensión, y
esas zonas son muy ricas en vida. Por otra parte, las aguas oceánicas tropicales se
encontraban en todas partes de 2 a 6 grados más frías de como lo están ahora, lo cual
significa más oxígeno en disolución y más vida.
Y, además, el avance y retroceso del manto de hielo es en extremo lento, y la vida
animal en general puede adaptarse, virando con lentitud hacia el Norte y hacia el Sur.
Incluso existe un momento en que puede tener lugar una revolucionaria adaptación,
por lo que durante la edad de los hielos florecieron por completo los mamuts.
Finalmente, las oscilaciones no son tan amplias como podría parecer, puesto que el
hielo nunca se funde por completo. El manto de hielo antartico ha existido, con
relativos pocos cambios, durante unos 20 millones de años, y limita la fluctuación en el
nivel del mar y en la temperatura.
De todos modos, no quiero decir que el futuro no nos presente motivos para
preocuparnos. No existe ninguna razón para creer que una quinta glaciación no pueda
tener lugar llegado el momento, con sus propios problemas. En la glaciación anterior,
los pocos seres humanos eran cazadores que podían fácilmente dirigirse hacia el Sur y
hacia el Norte, tras las huellas de las presas que cazaban. En la próxima glaciación, los
seres humanos, indudablemente (como ya ocurre hoy), serán mayores en número y
relativamente fijados al terreno en virtud de sus ciudades y demás estructuras. Sin
embargo, es posible que varias facetas de la tecnología humana aceleren el avance o
el retroceso de los glaciares.
163
Causas de las Eras glaciales
Al considerar las Eras glaciales, la cuestión más importante que se plantea es la de
averiguar su causa. ¿Por qué el hielo avanza o retrocede, y por qué las glaciaciones
han tenido una duración tan relativamente breve, pues la actual ocupó sólo 1 millón de
los últimos 100 millones de años?
Sólo se necesita un pequeño cambio técnico para que se inicie o termine una Era
glacial: un simple descenso en la temperatura, suficiente para acumular durante el
invierno una cantidad de nieve superior a la que se puede fundir en verano, o, a la
inversa, una elevación de la temperatura que baste para fundir durante el verano más
nieve de la que ha caído en invierno. Se calcula que un descenso, en el promedio anual
de temperatura, de sólo 3,5° C, basta para que crezcan los glaciares, en tanto que una
elevación de la misma magnitud fundiría los hielos en la Antártida y Groenlandia, las
cuales quedarían convertidas en desnudas rocas en sólo unos siglos.
Un pequeño descenso en la temperatura suficiente para incrementar el manto de hielo
levemente durante unos cuantos años, sirve para conseguir que el proceso continúe. El
hielo refleja la luz con mayor eficiencia que las rocas y el suelo, puesto que el hielo
refleja el 90 % de la luz que cae sobre él, mientras que el suelo desnudo sólo es el 10
%. Un ligero incremento en el manto de hielo refleja más luz y absorbe menos, por lo
que la temperatura de la Tierra descendería un poco más allá, y el crecimiento del
manto de hielo se aceleraría.
De forma similar, si la temperatura de la Tierra subiera ligeramente —justo lo
suficiente para forzar una pequeña regresión del hielo—, se reflejaría menos luz solar y
se absorbería más, acelerando dicha retirada.
En ese caso, ¿es el proceso lo que acciona la acción de una forma u otra?
Una posibilidad consiste en que la órbita de la Tierra no se halla del todo fijada y no se
repite a sí misma exactamente con el paso de los años. Por ejemplo, el tiempo del
perihelio no se halla fijado. Ahora mismo, el perihelio, la época en que el Sol se halla
más cerca de la Tierra, llega poco después del solsticio invernal. Sin embargo, la
posición del perihelio varía de una forma firme y realiza un circuito completo de la
órbita en 21.310 años. Así, pues, la dirección del eje varía y marca un círculo en el
firmamento (la precesión de los equinoccios) en 25.780 años. Asimismo, la cantidad
actual de la inclinación cambia levemente, aumentando un poco más, luego un poco
menos, y todo esto en una lenta oscilación.
Todos esos cambios tienen un pequeño efecto sobre la temperatura media de la Tierra,
no muy grande, pero sí lo suficiente en algunos momentos para accionar el gatillo, ya
en el sentido de avance de los glaciares o en el de su retroceso.
En 1930, un físico yugoslavo, Milutin Milankovich, sugirió un ciclo de esta clase que
tenía 40.000 años de duración, con una «Gran primavera», un «Gran verano», un
«Gran otoño» y un «Gran invierno», cada uno de ellos de 10.000 años de extensión.
Según esta teoría, la Tierra sería particularmente susceptible a la glaciación en el
momento del «Gran invierno», y en realidad lo llevaría a cabo cuando los otros
factores fuesen también favorables. Una vez conseguida la glaciación, la Tierra
empezaría la desglaciación, de una forma muy probable, en el «Gran verano», si los
otros factores fuesen favorables.
La sugerencia de Milankovich no encontró mucho favor cuando se avanzó, pero, en
1976, el problema fue abordado por J. D. Hays y John Imbrie, de Estados Unidos, y N.
J. Shackleton, de Gran Bretaña. Trabajaron con grandes núcleos de sedimentos
extraídos de dos lugares diferentes en el océano índico, de unas zonas relativamente
someras y alejadas de extensiones terrestres, para que no contuviesen material
contaminado de las próximas zonas costeras, o del somero fondo del mar.
Esos núcleos estaban formados por el material que se había deslizado hasta el fondo
de una forma continuada durante un período de 450.000 años. Cuanto más profundo
164
era el núcleo observado, resultaba de un año más alejado. Fue posible estudiar
esqueletos de diminutos animales unicelulares, que, en diferentes especies, habían
florecido a temperaturas distintas. Al medir la relación de los diversos lugares en el
núcleo, se podía determinar la temperatura del océano en épocas variadas.
Ambos métodos de medición de las temperaturas se mostraron de acuerdo, y los dos
parecían indicar algo muy semejante al ciclo de Milankovich. Así, pues, es posible que
la Tierra tenga un lento, muy severo y glacial invierno a largos intervalos, lo mismo
que tiene un pequeño invierno cubierto de nieve cada año.
Pero, en ese caso, ¿por qué debería el ciclo de Milankovich haber funcionado durante el
transcurso del pleistoceno, pero no durante un par de centenares de millones antes,
cuando no hubo en absoluto glaciaciones?
En 1953, Maurice Ewing y William L. Donn sugirieron que la razón de ello radicaría en
la geografía particular del hemisferio septentrional. La región ártica es casi por
completo oceánica, pero se trata de un océano rodeado de zonas terrestres con
grandes masas continentales trabándolo por ambos lados.
Imaginemos el océano Ártico un poco más cálido de como lo es hoy, con poco o escaso
manto de hielo, y ofreciendo una faja continua de superficie líquida. El océano Glacial
Ártico serviría entonces como fuente de vapor de agua, que, enfriándose en la
atmósfera superior, caería en forma de nieve. La nieve que se precipitase en el océano
se fundiría, pero la que cayese sobre las masas continentales que lo rodearían se
acumularía, y desencadenaría así la glaciación; la temperatura descendería y el océano
Glacial Ártico se congelaría de nuevo.
El hielo no libera tanto vapor acuoso como lo hace el agua líquida a igual temperatura.
Una vez el océano Glacial Ártico se helara, habría menos vapor acuoso en el aire y
menos nevadas. Los glaciares comenzarían a retirarse, y si iniciasen así la
desglaciación, dicha regresión se aceleraría.
Así, pues, es posible que el ciclo de Milankovich origine períodos de glaciación sólo
cuando, en uno o ambos Polos, exista un océano rodeado por todas partes por zonas
terrestres. Pueden pasar centenares de millones de años sin que un océano de este
tipo exista, por lo que no habrá glaciación; luego, la deriva de las placas tectónicas
crearía una situación de este tipo, y de ese modo comenzaría un millón de años o más
en que los glaciares avanzarían y se retirarían con regularidad. Sin embargo, esta
interesante sugerencia no ha sido del todo aceptada.
En realidad, existen cambios menos regulares en la temperatura de la Tierra y una
producción más errática de tendencias hacia el enfriamiento o hacia el caldeamiento. El
químico estadounidense Jacob Bigeleisen, trabajando con H. C. Urey, midió la
proporción de las dos variedades de átomo de oxígeno presentes en los antiguos
fósiles de los animales marinos, a fin de medir la temperatura en las aguas en las que
vivían estos animales. Hacia 1950, Urey y su grupo habían desarrollado la técnica de
una forma tan precisa que, al analizar las capas de la concha de un fósil de varios
millones de años (una forma extinguida de calamar), pudieron determinar que la
criatura había nacido en verano, vivido cuatro años y muerto en primavera.
Este «termómetro» ha establecido que, hace 100 millones de años, la temperatura
promedia de los océanos a nivel mundial era de 22° C. Se enfrió lentamente hasta 16°,
10 millones de años después y luego subió de nuevo a los 22° durante otros 10
millones de años. Desde entonces, la temperatura oceánica ha descendido de forma
continuada. Todo aquello que accionase esta disminución puede ser asimismo un factor
en la extinción de los dinosaurios (que probablemente se hallarían adaptados a unos
climas templados y estables), y concedió un premio a aquellas aves y mamíferos de
sangre caliente, que pueden mantener una temperatura interna constante.
Empleando la técnica de Urey, Cesare Emiliani estudió los caparazones de
foraminíferos extraídos en núcleos del fondo oceánico. Descubrió que la temperatura
total del océano era de unos 10 °C hace 30 millones de años, y de 6 °C hace veinte
165
millones de años, siendo en la actualidad de 2° (figura 4.8).
¿Qué causó estos cambios a largo plazo de la temperatura? Una explicación posible es
la del llamado efecto invernadero, a causa del dióxido de carbono. El dióxido de
carbono absorbe con bastante fuerza la radiación infrarroja. Así, cuando existen
cantidades apreciables del mismo en la atmósfera, tiende a bloquear el escape del
calor por la noche de la tierra caldeada por el Sol. El resultado de ello es que se
acumula el calor. Por otra parte, cuando desciende el contenido de dióxido de carbono
de la atmósfera, en ese caso la Tierra se enfría de modo continuado.
Si la concentración corriente de dióxido de carbono del aire se doblase (desde un
porcentaje del 0,03 en el aire a otro del 0,06), ese pequeño cambio sería suficiente
para elevar la temperatura en conjunto de la Tierra en 3 grados, y ello llevaría a la
completa y rápida fusión de los glaciares continentales. Si el dióxido de carbono
descendiese hasta la mitad de la cantidad actual, la temperatura bajaría lo suficiente
como para que los glaciares se extendiesen de nuevo hasta la región de la ciudad de
Nueva York.
Los volcanes descargan grandes cantidades de dióxido de carbono en el aire; el
desgaste de las rocas absorbe dióxido de carbono (formándose caliza). Por lo tanto, es
posible prever un par de mecanismos para los cambios climáticos terrestres a largo
plazo. Un período superior al normal de actividad volcánica liberaría una cantidad
mayor de dióxido de carbono en el aire e iniciaría un caldeamiento de la Tierra. En
caso contrario, una era de formación de montañas, exponiendo amplias zonas de
nuevas rocas sin erosionar al aire, disminuiría la concentración de dióxido de carbono
en la atmósfera. Este último proceso ha podido tener lugar a finales del mesozoico: la
era de los reptiles, hace unos 80 millones de años, cuando comenzó el prolongado
descenso en la temperatura de la Tierra.
Cualquiera que haya sido la causa de las Eras glaciales, parece ser que el hombre en lo
futuro, podrá introducir cambios climáticos. Según el físico americano Gilbert N. Plass,
estamos viviendo la última de las Eras glaciales, puesto que los hornos de la
civilización invaden la atmósfera de anhídrido carbónico. Cien millones de chimeneas
aportan anhídrido carbónico al aire incesantemente; el volumen total de estas
emanaciones es de unos 6.000 millones de toneladas por año (unas 200 veces la
cantidad procedente de los volcanes). Plass ha puesto de manifiesto que, desde 1900,
el contenido de nuestra atmósfera en anhídrido carbónico se ha incrementado en un 10
% aproximadamente. Calculó que esta adición al «invernadero» de la Tierra, que ha
impedido la pérdida de calor, habría elevado la temperatura media en un 1,1° C por
166
siglo. Durante la primera mitad del siglo XX, el promedio de temperatura ha
experimentado realmente este aumento, de acuerdo con los registros disponibles (la
mayor parte de ellos procedentes de Norteamérica y Europa). Si prosigue en la misma
proporción el calentamiento, los glaciares continentales podrían desaparecer en un
siglo o dos.
Las investigaciones realizadas durante el Año Geofísico Internacional parecen
demostrar que los glaciares están retrocediendo casi en todas partes. En 1959 pudo
comprobarse que uno de los mayores glaciares del Himalaya había experimentado,
desde 1935, un retroceso de 210 m. Otros han retrocedido 300 e incluso 600 m. Los
peces adaptados a las aguas frías emigran hacia el Norte, y los árboles de climas
cálidos avanzan, igualmente, en la misma dirección. El nivel del mar crece lentamente
con los años, lo cual es lógico si se están fundiendo los glaciares. Dicho nivel tiene ya
una altura tal que, en los momentos de violentas tormentas y altas mareas, el océano
amenaza con inundar el Metro de Nueva York.
No obstante, y considerando el aspecto más optimista, parece ser que se ha
comprobado un ligero descenso en la temperatura desde principios de 1940, de modo
que el aumento de temperatura experimentado entre 1880 y 1940 se ha anulado en
un 50 %. Esto puede obedecer a una mayor presencia de polvo y humo en el aire
desde 1940: las partículas tamizan la luz del Sol y, en cierto modo, dan sombra a la
Tierra. Parece como si dos tipos distintos de contaminación atmosférica provocada por
el hombre anulasen sus respectivos efectos, por lo menos en este sentido y
temporalmente.
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