disponibles para Maunder. Tales registros se retrotraían hasta el siglo V a. de J. C. y,
por lo general, incluían de cinco a diez avistamientos por siglo. Existían interrupciones,
y una de las mismas atraviesa el mínimo de Maunder.
Eddy comprobó asimismo los informes acerca de auroras. Las mismas aumentaban y
disminuían en frecuencia e intensidad con el ciclo de manchas solares. Resultó que
había muchos informes a partir de 1715, y unos cuantos antes de 1645, pero ninguno
en medio de esas fechas.
Una vez más, cuando el Sol es magnéticamente activo y hay numerosas manchas
solares, la corona está llena de corrientes de luz y es muy hermosa. En ausencia de las
manchas solares, la corona parece más bien una neblina sin rasgos. La corona puede
verse durante los eclipses solares y, aunque pocos astrónomos viajaron en el siglo
XVII para ver tales eclipses, los informes existentes durante el mínimo de Maunder,
fueron invariablemente de la clase de coronas asociadas con pocas o ninguna manchas
solares.
Finalmente, en la época de los máximos de manchas solares, existe una cadena de
acontecimientos que consigue producir carbono-14 (una variedad de carbono que
mencionaré en el capítulo siguiente) en cantidades más pequeñas que de ordinario. Es
posible analizar los anillos de los árboles en busca de contenido de carbono-14, y
juzgar la existencia de máximos de manchas solares y mínimos por los aumentos y
disminuciones, respectivamente, de carbono-14. Semejantes análisis han llegado a
conseguir pruebas de la existencia del mínimo de Maunder y asimismo de numerosos
mínimos de Maunder en los siglos anteriores.
Eddy informó que parecían existir unos doce períodos en los últimos cinco mil años en
que existían mínimos de Maunder de una duración de cincuenta a doscientos años cada
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uno. Y que hubo uno, por ejemplo, entre 1400 y 1510.
Dado que el ciclo de manchas solares tienen un efecto sobre la Tierra debemos
preguntarnos qué efectos tienen los mínimos de Maunder. Es posible que se hallen
asociados con períodos fríos. Los inviernos fueron tan gélidos en Europa en la primera
década del siglo XVI, que se denominó a la misma pequeña edad glacial. También hizo
mucho frío durante el mínimo de 1400-1510, cuando la colonia noruega en
Groenlandia pereció a causa de que, simplemente, el tiempo fue demasiado malo como
para permitir la supervivencia.
LA LUNA
Cuando, en 1543, Copérnico situó al Sol en el centro del Sistema Solar, sólo la Luna
fue dejada como vasalla de la Tierra que, durante un período tan largo previamente, se
había dado por sentado que constituía el centro del Sistema Solar.
La Luna gira en torno de la Tierra (en relación a las estrellas) en 27,32 días. Da vueltas
sobre su propio eje exactamente en ese mismo período. Esta igualdad entre su período
de revolución y el de rotación conlleva el que, perpetuamente, presente la misma cara
a la Tierra. Pero esta igualdad entre la revolución y la rotación no es una coincidencia.
Es el resultado del efecto de mareas de la Tierra sobre la Luna, como explicaré más
adelante.
La revolución de la Luna con respecto de las estrellas constituye el mes sideral. Sin
embargo, mientras la Luna gira en torno de la Tierra, ésta lo hace en torno del Sol.
Cuando la Luna ha efectuado una revolución alrededor de la Tierra, el Sol ha avanzado
algo en el firmamento a causa del movimiento de la Tierra (que ha arrastrado a la
Luna con ella). La Luna debe continuar su revolución durante unos 2,5 días antes de
que se amolde con el Sol y lo recupere en el mismo lugar del cielo en que se
encontraba antes. La revolución de la Luna en torno de la Tierra en relación al Sol
constituye el mes sinódico, que tiene una duración de 29,53 días.
El mes sinódico ha sido más importante para la Humanidad que el sidéreo, porque,
mientras la Luna gira en torno de la Tierra, la cara que vemos experimenta un firme
cambio de ángulo de la luz solar, y ese ángulo depende de su revolución con respecto
al Sol. Esto tiene como consecuencia una sucesión de fases. Al principio de un mes, la
Luna se halla localizada exactamente al este del Sol y aparece como un creciente muy
delgado visible poco después de la puesta del Sol.
De una noche a otra, se mueve más lejos del Sol, y el creciente aumenta. Llegado el
momento, la porción iluminada de la Luna es un semicírculo, y luego avanza aún más
allá. Cuando la Luna ha avanzado tanto que se encuentra en esa porción de cielo
directamente opuesta a la del Sol, la luz solar brilla en la Luna por encima de los
hombros de la Tierra (por así decirlo), y toda la cara visible de la Luna se halla
iluminada: a ese pleno círculo de luz se le denomina Luna llena.
A continuación la sombra invade el lado de la Luna donde apareció por primera vez el
creciente. Noche tras noche, la porción iluminada de la Luna se encoge, hasta que
llega a ser de nuevo una media luna, con la luz en el lado opuesto adonde estaba en la
anterior media luna. Finalmente, la Luna acaba exactamente al oeste del Sol y aparece
en el firmamento poco antes del amanecer como un creciente que se curva en
dirección opuesta de la que se había formado al principio. La Luna avanza más allá del
Sol y se muestra como un creciente poco después del ocaso, y toda la serie de
cambios comienza de nuevo.
Todo el ciclo de cambio de fase dura 29,5 días, la misma extensión del mes sinódico, y
constituye la base de los primeros calendarios de la Humanidad.
Los seres humanos dieron al principio por supuesto que la Luna realmente crecía y
menguaba, creciendo y apagándose a medida que las fases cambiaban. Se supuso
que, cada vez que un creciente aparecía en el cielo occidental después de la puesta del
Sol, era literalmente una Luna nueva, y todavía se la llama así.
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Los antiguos astrónomos griegos se percataron, no obstante, de que la Luna debía de
ser un globo, que los cambios de fase ponían en evidencia el hecho de que brillaba sólo
al reflejar la luz solar, y que la posición cambiante de la Luna en el firmamento con
respecto al Sol se relacionaba exactamente con las fases. Éste fue un hecho de la
mayor importancia. Los filósofos griegos, sobre todo Aristóteles, trataron de diferenciar
la Tierra de los cuerpos celestes al demostrar que las propiedades de la Tierra eran del
todo diferentes a la de aquellos cuerpos celestes en general. Así, la Tierra era apagada
y no emitía luz, mientras que los cuerpos celestes sí emitían luz. Aristóteles creyó que
los cuerpos celestes estaban formados por una sustancia a la que denominó éter (de
una palabra griega que significa «brillante» o «resplandeciente»), que era
fundamentalmente diferente de los materiales que constituían la Tierra. Y, sin
embargo, el ciclo de las fases de la Luna mostraba que la Luna, al igual que la Tierra,
no emitía luz propia y que brillaba sólo a causa de la luz solar reflejada. Así, la Luna,
por lo menos, era semejante a la Tierra a este respecto.
Y lo que es más, ocasionalmente, el Sol y la Luna se hallaban tan exactamente en
lugares opuestos de la Tierra, que la luz del Sol quedaba bloqueada por la Tierra y no
alcanzaba a la Luna. La Luna (siempre como luna llena) pasaba a la sombra de la
Tierra y se eclipsaba.
En los tiempos primitivos, se creía que la Luna estaba siendo tragada por alguna
fuerza maligna y que desaparecía por completo y para siempre. Se trataba de un
vaporoso fenómeno, y constituyó una temprana victoria de la Ciencia el ser capaz de
predecir un eclipse y mostrar que se trataba de un fenómeno natural con una
explicación fácilmente comprensible. (Algunos creen que Stonehenge era, entre otras
cosas, un primitivo observatorio de la Edad de la Piedra que podía usarse para predecir
la llegada de eclipses lunares por los cambios de posición del Sol y de la Luna respecto
de las piedras regularmente colocadas de la estructura.)
En realidad, cuando la Luna se encuentra en creciente, es en ocasiones posible ver sus
restos delinearse levemente en una luz rojiza. Fue Galileo quien sugirió que la Tierra,
al igual que la Luna, debe reflejar luz solar y brillar, y que la porción de la Luna
iluminada por el Sol era iluminada también levemente por la luz de la Tierra. Esto sólo
sería visible cuando tan pequeña porción iluminada por el Sol fuese visible que su luz
no eliminase la mucho más apagada luz de la Tierra. Así, pues, no sólo la Luna era
luminosa igual que la Tierra, sino que la Tierra reflejaba la luz del Sol y mostraría fases
semejantes a las de la Luna (si se mirase desde la Luna)
Otra supuesta diferencia fundamental entre la Tierra y los cuerpos celestes radicaba en
que la Tierra era agrietada, imperfecta, y siempre cambiante mientras que los cuerpos
celestes eran perfectos e inmutables.
Sólo el Sol y la Luna aparecían, ante el ojo desnudo, como algo más que puntos de luz.
De los dos, el Sol aparece como un círculo perfecto de perfecta luz. Sin embargo, la
Luna —incluso descartando las fases— no es perfecta. Cuando brilla la luna llena, y la
Luna parece un círculo perfecto de luz, no es ni clara ni perfecta. Existen manchas en
su suavemente brillante superficie, que están en contra de la noción de perfección. El
hombre primitivo trazó pinturas de las manchas, y cada una de las diferentes culturas
presentó una descripción diferente. El egoísmo humano es tan grande que,
frecuentemente, la gente ve las manchas como formando parte de la representación
del ser humano, y seguimos hablando de un «nombre que está en la luna».
Fue Galileo quien, en 1609, mirando a través de un telescopio enfocado hacia los
cielos, volviéndolo luego hacia la Luna, el primero en ver en ésta montañas, cráteres y
zonas llanas (que tomó por mares o, en latín maña). Ésta fue la indicación final de que
la Luna no era un cuerpo celeste «perfecto» fundamentalmente distinto de la Tierra,
aunque fuese un mundo parecido a la Tierra.
No obstante, esta comprobación no demolió por sí misma el antiguo punto de vista.
Los griegos habían observado que existían varios objetos en el cielo que cambiaban de
forma clara de posición contra las estrellas en general, y que, de todos ellos, la Luna
era la que cambiaba de posición con mayor rapidez. Dieron por supuesto que lo
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efectuaba porque estaba más cerca a la Tierra que cualquier otro cuerpo celeste (y en
esto los griegos tenían razón). Podía discutirse que la Luna, a causa de su proximidad
a la Tierra, estaba en parte contaminada de las imperfecciones de la Tierra, de que
sufría por su proximidad. No fue hasta que Galileo descubrió manchas en el Sol cuando
la noción de la perfección de los cielos se hizo de veras añicos.
Medición de la Luna
Pero quedaba el asunto de que, si la Luna era el cuerpo más cercano a la Tierra, cuan
cercano estaba. De los antiguos astrónomos griegos que trataron de determinar esa
distancia, Hiparco fue el que elaboró, esencialmente, la respuesta correcta. Su
distancia promedio de la Tierra se sabe ahora que es de 382.000 kilómetros, o 9,6
veces la circunferencia de la Tierra.
Si la órbita de la Luna fuese circular, ésa sería la distancia en todas las ocasiones. Sin
embargo, la órbita de la Luna es algo elíptica, y la Tierra no está en el centro de la
elipse, sino en uno de los focos, que se halla descentrado. La Luna se aproxima a la
Tierra levemente en una mitad de su órbita y retrocede desde la otra mitad. En su
punto más cercano (perigeo), la Luna sólo se halla a 354.000 kilómetros de la Tierra, y
en el punto más alejado (apogeo), a 404.000 kilómetros.
La Luna, tal y como los griegos conjeturaron, es con mucho el más cercano a la Tierra
de todos los cuerpos celestes. Incluso si nos olvidamos de las estrellas, y consideramos
sólo el Sistema Solar, la Luna está, relativamente hablando, en nuestro patio trasero.
El diámetro de la Luna (a juzgar por su distancia y por su tamaño aparente) es de
3.450 kilómetros. La esfera de la Tierra tiene 3,65 veces esa anchura, y el Sol es 412
veces más ancho. Pero, en realidad, la distancia del Sol a la Tierra es 390 veces la de
la Luna de promedio, por lo que las diferencias en distancia y diámetro se anulan, y los
dos cuerpos, tan diferentes en tamaño real, parecen casi igual de grandes en el
firmamento. Por esta razón, cuando la Luna se halla delante del Sol, el cuerpo más
pequeño y más cercano encaja casi por completo en el más grande y más alejado,
convirtiendo al eclipse total de Sol en el más maravilloso espectáculo. Se trata de una
asombrosa coincidencia de la que nos beneficiamos.
Viaje a la Luna
La proximidad comparativa de la Luna y su prominente aspecto en el cielo, han
actuado desde siempre de acicate para la imaginación humana. ¿Había alguna
posibilidad de alcanzarla? (Uno podría igualmente preguntarse acerca de llegar hasta el
Sol, pero el obviamente intenso calor del Sol serviría para enfriar el deseo de hacer
una cosa así. La Luna resultaba claramente un objetivo mucho más benigno, así como
mucho más cercano.)
En los primeros tiempos, el llegar a la Luna no parecía una tarea insuperable, dado que
se daba por supuesto que la atmósfera se extendía hasta los cuerpos celestes, por lo
que algo que le alzara a uno en el aire podría muy bien llevarnos hasta la Luna en
casos extremos.
Así, en el siglo V d. J. C., el escritor sirio Luciano de Samosata escribió la primera
historia de viaje espacial que conocemos. En la misma, un navio es atrapado en una
tromba marina que lo alza lo suficiente en el aire, como para llegar a la Luna.
Una vez más, en 1638, apareció El hombre en la Luna, escrito por un sacerdote inglés,
Francis Godwin (que murió antes de su publicación). Godwin llevó a su héroe hasta la
Luna en un carro empujado por grandes gansos que emigraban anualmente a la Luna.
Sin embargo, en 1643, la naturaleza de la presión del aire llegó a comprenderse, y se
vio rápidamente que la atmósfera de la Tierra no podía extenderse más que a unos
comparativamente escasos kilómetros por encima de su superficie. La mayor parte del
espacio entre la Tierra y la Luna era un vacío en el que las trombas de agua no podían
penetrar y a través del cual no volaban los gansos. El problema de llegar a la Luna se
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hacía de repente mucho más formidable, aunque aún no insuperable.
En 1650, apareció (de nuevo postumamente) Viaje a la Luna, del escritor francés y
duelista Cyrano de Bergerac. En su cuento, Cyrano describe siete formas en que sería
posible alcanzar la Luna. Seis de ellas resultaban erróneas por una razón u otra, pero
el séptimo método era por medio del empleo de cohetes. En efecto, los cohetes eran el
único método entonces conocido (o ahora, en realidad) a través del cual se podía
cruzar el vacío.
Sin embargo, no fue hasta 1657 cuando se comprendió el principio del cohete. Aquel
año, Newton publicó su gran libro Principia Mathematica en el que, entre otras cosas,
presentó sus tres leyes del movimiento. La tercera ley es conocida popularmente como
la ley de la acción y de la reacción: cuando se aplica una fuerza en una dirección,
existe una fuerza igual y opuesta en la otra. Así, si un cohete expulsa una masa de
materia en una dirección, el resto del cohete se mueve en la otra, y lo hará en el vacío
lo mismo que en el aire. En realidad, lo hará con mayor facilidad en el vacío donde no
existe resistencia por parte del aire al movimiento. (La creencia de que un cohete
necesita «algo contra lo que empujar» es errónea.)
Cohetes
Pero los cohetes no eran un asunto sólo teórico. Existían ya desde muchos siglos antes
de que Cyrano escribiese y Newton teorizase.
Los chinos, en un tiempo tan alejado como el siglo xin, inventaron y emplearon
pequeños cohetes para la guerra psicológica: para asustar al enemigo. La moderna
civilización occidental adaptó los cohetes para fines más sangrientos. En 1801, un
experto en artillería británico, William Congreve, tras haberse enterado del asunto de
los cohetes en Oriente, donde las tropas indias lo usaron contra los británicos en los
años 1780, ideó cierto número de mortíferos misiles. Algunos de ellos fueron
empleados contra Estados Unidos en la guerra de 1812, sobre todo en el bombardeo
de Fuerte McHenry, en 1814, lo que inspiró a Francis Scott Key a escribir la Bandera
salpicada de estrellas, cantando lo del «rojo esplendor de los cohetes». Las armas de
cohetes se marchitaron ante las mejoras en alcance, precisión y potencia de la
artillería convencional. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial vio el desarrollo del
bazuca estadounidense y del «Katiusha» soviético, ambos formados esencialmente por
paquetes de explosivos con propulsión por cohetes. En mucha mayor escala, los
aviones de reacción también hicieron uso del principio de acción y reacción del cohete.
Más o menos a principios del siglo XX, dos hombres, de forma independiente,
concibieron un nuevo y más exacto empleo de los cohetes: explorar la atmósfera
superior y el espacio. Se trataba de un ruso, Konstantin Eduardovich Tsiolkovski, y un
estadounidense, Robert Hutchings Goddard. (Incluso resulta raro, en vista de los
desarrollos posteriores, que un ruso y un norteamericano fueran los primeros heraldos
de la edad de los cohetes, aunque un imaginativo inventor alemán, Hermann
Ganswindt, también avanzara incluso cosas más ambiciosas, aunque menos
sistemáticas y científicas especulaciones en este tiempo.)
El ruso fue el primero en imprimir: publicó sus especulaciones y cálculos de 1903 a
1913, mientras Goddard no realizó sus publicaciones hasta 1919. Pero Goddard fue el
primero en llevar la especulación a la práctica. El 16 de marzo de 1926, desde una
granja cubierta por la nieve, en Auburn, Massachusetts, disparó un cohete que alcanzó
una altura de 66 metros. La cosa más notable en el cohete era que iba propulsado por
un combustible líquido en vez de por pólvora. Además, mientras que los cohetes
ordinarios, bazucas, aviones de reacción, etc., empleaban el oxígeno del aire
circundante, el cohete de Goddard, diseñado para funcionar en el espacio exterior,
debía llevar su propio oxidante en forma de oxígeno líquido (lox, como ahora se llama
en el argot de los hombres de los misiles).
Julio Verne, en su obra de ciencia ficción del siglo XIX, visualizó un cañón como
mecanismo de lanzamiento para un viaje a la Luna, pero un cañón consume su fuerza
por completo de una sola vez, y al principio, cuando la atmósfera es más recia y ofrece
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una mayor resistencia. Además, la aceleración total se consigue en el mismo principio
y es lo suficientemente grande como para reducir a cualquier ser humano que se
encontrase en el navio espacial a un sangriento amasijo de carne y huesos.
Los cohetes de Goddard avanzaban hacia arriba lentamente al principio, ganando
velocidad y gastando su impulso final muy arriba, en la atmósfera más fina, donde la
resistencia es menor. El alcanzar gradualmente la velocidad significa que la aceleración
se conserva en niveles tolerables, algo muy importante para los navios tripulados.
Desgraciadamente, el logro de Goddard casi no alcanzó reconocimiento, excepto por
parte de sus enfadados vecinos, que consiguieron que se le ordenase que siguiese sus
experimentos en otra parte. Goddard se fue a disparar sus cohetes en la mayor
intimidad y, entre 1930 y 1935, sus vehículos alcanzaron velocidades de más de 900
kilómetros por hora y alturas de más de dos kilómetros y medio. Desarrolló sistemas
para estabilizar un cohete en vuelo y giroscopios para mantener a un cohete en la
dirección apropiada. Goddard también patentó la idea de los cohetes multietapas.
Dado que sus etapas sucesivas constituyen una parte de su peso original y comienza la
elevada velocidad facilitada por la etapa anterior, un cohete dividido en una serie de
etapas puede conseguir velocidades más elevadas y mayores alturas que un cohete
con la misma cantidad de combustible alojado en una sola etapa.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la Marina de los Estados Unidos apoyó sin
entusiasmo ulteriores experimentos por parte de Goddard. Mientras tanto, el Gobierno
alemán dedicó un mayor esfuerzo a la investigación de cohetes, empleando como
cuerpo de trabajadores a un grupo de jóvenes que habían sido inspirados
primariamente por Hermann Oberth, un matemático rumano que, en 1923, había
escrito acerca de cohetes y navios espaciales con independencia de Tsiolkovski y
Goddard. La investigación alemana comenzó en 1935 y culminó con el desarrollo de la
V-2. Bajo la guía del experto en cohetes Wernher von Braun (el cual, después de la
Segunda Guerra Mundial, colocó su talento a disposición de Estados Unidos), se
disparó el primer auténtico cohete en 1942. La V-2 entró en combate en 1944,
demasiado tarde para ganar la guerra para los nazis aunque dispararon 4.300 de ellos
en total, y 1.230 alcanzaron Londres. Los misiles de Von Braun mataron a 2.511
ingleses e hirieron gravemente a otros 5.869.
El 10 de agosto de 1945, casi el mismo día en que acabó la guerra, murió Goddard,
justo a tiempo de ver al fin cómo su chispa se encendía al fin en llamas. Estados
Unidos y la Unión Soviética, estimulados por el éxito de las V-2, se zambulleron en la
investigación coheteril, cada uno llevándose a su lado a cuantos más expertos
alemanes en cohetes pudo.
Al principio, Estados Unidos emplearon V-2 capturadas para explorar la atmósfera
superior pero, en 1952, la provisión de esos cohetes se había agotado. Para entonces,
ya habían sido construidos cohetes aceleradores mayores y más avanzados, tanto en
Estados Unidos como en la Unión Soviética, y el progreso continuó.
Explorando la Luna
Una nueva era comenzó cuando, el 4 de octubre de 1957 (un mes después del
centenario del nacimiento de Tsiolkovski), la Unión Soviética colocó el primer satélite
artificial (Sputnik I) en órbita. El Sputnik I viajó en torno de la Tierra en una órbita
elíptica: a 250 kilómetros por encima de la superficie (o a 6.650 kilómetros desde el
centro de la Tierra), en el perigeo y a 900 kilómetros en el apogeo. Una órbita elíptica
es algo parecido a una montaña rusa. Al ir del apogeo al perigeo, el satélite se desliza
colina abajo, por así decirlo, y pierde potencial gravitacional. Así, la velocidad
aumenta, por lo que en el perigeo el satélite empieza de nuevo arriba de la colina a
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