Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas



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Capitulo 10

ELREACTOR

ENERGÍA


Los rápidos avances tecnológicos del siglo XX han sido posibles a costa de un

formidable incremento en nuestro consumo de la energía que producen las fuentes

terrestres. Cuando las naciones subdesarrolladas, con sus miles de millones de

habitantes, se incorporen a los países industrializados y compartan su alto nivel de

vida, el combustible se consumirá en proporciones aún más sensacionales. ¿Dónde

encontrará el género humano las reservas de energía requeridas para sustentar

semejante civilización?

Ya hemos visto desaparecer una gran parte de los bosques que cubren la superficie

terrestre. La madera fue el primer gran combustible del hombre. A principios de la Era

cristiana, casi toda Grecia, África del Norte y el Oriente Próximo fueron despojados

inexorablemente de sus florestas, en parte para obtener combustible, y, en parte, para

roturar la tierra con objeto de dedicarla a las tareas agropecuarias. La tala

indiscriminada de bosques fue un desastre de doble alcance. No sólo destruyó las

reservas de madera; el desmonte drástico de la tierra entrañó también la destrucción

más o menos permanente de toda fertilidad. Casi todas esas regiones antiguas, que

antaño sustentaran las más prósperas culturas humanas, son hoy día estériles e

improductivas y están pobladas por gentes incultas, míseras.

La Edad Media presenció la progresiva despoblación forestal de Europa Occidental, y

los tiempos modernos han visto una despoblación aún más rápida del continente

norteamericano. Apenas quedan ya grandes masas de madera virgen en las zonas

templadas del mundo, si se exceptúan Canadá y Siberia.

Carbón y petróleo: dos combustibles fósiles

El carbón y el petróleo desempeñaron el papel de la madera como combustible. El

carbón ya fue mencionado por el botánico griego Teofrasto el año 200 a. de J.C., pero

los primeros registros de la minería del carbón en Europa no se remontan a antes del

siglo XII. Hacia el siglo XVII, Inglaterra, desforestada, y desesperadamente carente de

madera para sus navios, comenzó a derivar hacia el empleo a gran escala del carbón

como combustible, inspirada tal vez en el hecho de que los neerlandeses habían

comenzado a excavar en busca de carbón. (Pero no fueron los primeros. Marco Polo,

en su famoso libro acerca de sus viajes por China a fines del siglo XIII, ya describió

cómo quemaban carbón en esas tierras, que eran las más avanzadas tecnológicamente

del mundo.)

En 1660, Inglaterra estaba ya produciendo 2 millones de toneladas de carbón al año, o

más del 80 % de todo el carbón que se producía en el mundo.

Al principio, se empleó sobre todo como combustible doméstico, pero, en 1603, un

inglés llamado Hugh Platt descubrió que si se calentaba el carbón de una forma en que

el oxígeno no llegase a él, el material que aún contenía podía eliminarse y quemarse.

Lo que restaba era carbono casi puro y a este residuo se le llamó coque.

Al principio el coque no era de una calidad muy elevada. Se mejoró con el tiempo y

llegado el momento pudo emplearse como carbón vegetal (de madera) para fundir las

menas de hierro. El coque se quemaba a elevada temperatura, y sus átomos de

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carbono se combinaban con los átomos de oxígeno del núcleo de hierro, dejando tras



de sí el carbono metálico. En 1709, un inglés, Abraham Darby, comenzó a emplear el

coque a gran escala para conseguir hierro. Cuando llegó la máquina de vapor, el calor

se usó para calentar y hervir el agua y de esa manera la Revolución industrial recibió

un impulso hacia delante.

El cambio fue más lento en otras partes. Incluso en 1800, la madera proporcionaba el

94 % de las necesidades de combustibles de los jóvenes Estados Unidos, ricos en

bosques. Sin embargo, en 1875 la madera suministraba sólo el 50 % de las

necesidades de combustible y, hacia 1980, sólo menos del 3 %. El equilibrio, además,

ha variado desde el carbón al petróleo y al gas natural. En 1900, la energía

suministrada por el carbón, en Estados Unidos, era diez veces superior a la

suministrada por el petróleo y el gas juntos. Medio siglo después, el carbón sólo

suministra una tercera parte respecto de la energía facilitada por el petróleo y el gas.

En los tiempos antiguos, el aceite que se empleaba para quemarlo en lámparas para

iluminación, derivaba de plantas y de recursos animales. A través de los prolongados

eones del tiempo geológico, sin embargo, los diminutos animales ricos en aceite de los

mares someros, a veces, moribundos, habían escapado de ser comidos pero quedaron

mezclados en el barro y enterrados bajo capas de sedimentos. Tras un lento cambio

químico, el aceite se convirtió en una compleja mezcla de hidrocarburos y es ahora

llamado apropiadamente petróleo (de una voz latina que significa «piedra aceitosa»).

Sin embargo, ha sido tal su importancia para la Humanidad en el último par de

generaciones, que no se ha hablado de otra cosa.

El petróleo se encuentra en ocasiones en la superficie terrestre, particularmente en el

rico en petróleo Oriente Medio. Era la pez con que se instruyó a Noé que revistiera por

dentro su arca para hacerla del todo estanca. De la misma forma, cuando Moisés fue

metido en una canastilla cuando era bebé para que flotase en el agua, también la

revistieron de pez para evitar que se hundiese. Las fracciones más ligeras del petróleo



(naftas) eran a veces recogidas y empleadas en lámparas, o para conseguir unas

llamas para ritos religiosos.

En los años 1850, se necesitaban líquidos inflamables para las lámparas. Existían

entonces el aceite de ballena y también el aceite de carbón (obtenido calentando

carbón en ausencia de aire). Otra fuente la constituía el esquisto, un material suave

que parecía una especie de cera. Cuando se calentaba, liberaba un líquido llamado



queroseno. Dichos esquistos se encontraron en Pensilvania occidental y, en 1859, un

maquinista de ferrocarril estadounidense, Edwin Laurentine Drake, intentó algo nuevo.

Drake sabía que la gente excavaba pozos para obtener agua, y que en ocasiones

ahondaba aún más para conseguir salmuera (agua muy salada que se empleaba para

obtener sal). Pero algunas veces, entre la salmuera surgía una inflamable materia

oleosa. Existían informes de que, en China y Birmania, hacía ya dos mil años que se

quemaba este aceite y que se empleaba el calor para extraer agua de la salmuera,

dejando así atrás la sal.

¿Por qué no excavar en busca de ese aceite? En aquellos tiempos no sólo se empleaba

como combustible de las lámparas, sino también con fines médicos, y Drake creyó que

habría un buen mercado para cualquier cosa que consiguiese extraer con sus

excavaciones. Perforó un agujero de más de veinte metros bajo el suelo de Titusville,

en Pensilvania occidental, y, el 28 de agosto de 1859, «descubrió petróleo». Había

perforado el primer pozo petrolífero.

Durante el primer medio siglo, los usos de aquel petróleo resultaron limitados; pero,

con la llegada del motor de combustión interna, empezó a haber una gran demanda de

petróleo. Una fracción líquida, más ligera que el queroseno (es decir, más volátil y más

fácilmente convertible en vapor), era exactamente la cosa que se quemaría en los

nuevos motores. La fracción resultó ser la gasolina, con lo que empezó la gran

búsqueda de petróleo y, durante el último siglo, esto es algo que nunca ha cesado.

Los campos petrolíferos de Pensilvania quedaron pronto agotados, pero se

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descubrieron otros más extensos en Texas a principios del siglo XX y los más grandes

aún en Oriente Medio fueron descubiertos a mediados del siglo XX.

El petróleo tiene numerosas ventajas frente al carbón. Los seres humanos no tienen

que meterse debajo de tierra para hacer aflorar el petróleo, ni tampoco necesitan de

numerosos fletes, ni ha de guardarse en sótanos ni meterse a paletadas en los hornos,

ni tampoco deja cenizas que haya luego que retirar. El petróleo es bombardeado fuera

del suelo, distribuido por oleoductos (o por petroleros desde ultramar), su llama se

enciende y se apaga a voluntad y no deja residuos de cenizas. Particularmente

después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo globalmente ha derivado en gran

parte desde el carbón al petróleo. El carbón sigue siendo una materia vital en el

laboreo del hierro y del acero y para muchísimos otros propósitos, pero el petróleo se

ha convertido en la mayor fuente de combustible del mundo.

El petróleo incluye algunas fracciones tan volátiles que constituye vapores a

temperatura ordinaria. Se trata del gas natural. El gas es mucho más conveniente que

el petróleo y su uso ha ido creciendo aún más rápidamente que el de las fracciones

líquidas del petróleo.

Sin embargo, se trata de unos recursos limitados. El gas natural, el petróleo y el

carbón son combustibles fósiles, reliquias de la vida vegetal y animal de hace muchos

eones, y no pueden remplazarse una vez se hayan agotado. En lo que se refiere a los

combustibles fósiles, los seres humanos están viviendo de su capital a un ritmo

extravagante.

En particular, el petróleo se está agotando muy de prisa. El mundo quema ahora más

de 4 millones de barriles de petróleo por hora y, a pesar de todos los esfuerzos que se

han hecho por su conservación, el índice de consumo continuará aumentando en un

próximo futuro. Aunque aún queden en la tierra cerca de mil billones de barriles, esto

no representa más que el suministro para treinta años a los actuales niveles de

consumo.

Naturalmente, pueden formarse petróleos adicionales por la combinación del más

común carbón con hidrógenos bajo presión. Este proceso se desarrolló en primer lugar

por el químico alemán Friedrich Bergius, en los años 1920, y como resultado de ello

compartió el premio Nobel de Química del año 1931. Las reservas de carbón son

bastante grandes, tal vez de unos 7 mil billones de toneladas, pero no todo el carbón

es fácil de sacar a la superficie. Hacia el siglo XXV, o más pronto, el carbón puede

haberse convertido en un auténtico lujo.

Hay esperanza de nuevos hallazgos. Tal vez nos aguarden algunas sorpresas a juzgar

por los indicios de carbón y petróleo en Australia, el Sahara y las regiones antarticas.

Además, los adelantos tecnológicos pueden abaratar la explotación de cuencas

carboníferas cada vez más profundas, horadar la tierra progresivamente en busca de

petróleo y extraer este combustible de las reservas submarinas.

Sin duda encontraremos los medios de usar nuestro combustible con más eficacia. El

proceso de quemar combustible para producir calor, convertir el agua en vapor, mover

un generador o crear electricidad, desperdicia grandes cantidades de energía en el

camino. Se podrían evitar muchas pérdidas si se transformase directamente el calor en

electricidad. La posibilidad de hacer tal cosa se presentó el año 1823, cuando un físico

alemán, Thomas Johann Seebeck, observó que si se unen dos metales diferentes en un

circuito cerrado y se calienta la divisoria entre ambos elementos, se mueve la aguja de

una brújula situada en sus inmediaciones. Ello significa que el calor produce una

corriente eléctrica en el circuito («termoelectricidad»); pero Seebeck interpretó

erróneamente su propio trabajo y el descubrimiento no tuvo consecuencias

provechosas.

Sin embargo, con la llegada del semiconductor y sus técnicas, renació el antiguo

«efecto Seebeck». Los aparatos termoeléctricos requieren semiconductores.

Calentando el extremo de un semiconductor se crea un potencial eléctrico en la

materia; cuando el semiconductor es del tipo p, el extremo frío se hace negativo; y si

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es del tipo n, positivo. Ahora bien, incorporando una estructura en forma de U a ambos



tipos de semiconductores, con la juntura n-p bajo el fondo de la U, este fondo caldeado

ocasionará que el extremo superior de la rama p gane una carga negativa y el extremo

superior de la rama n, una positiva. De este modo, la corriente fluirá desde un extremo

hasta el otro, y seguirá haciéndolo mientras se mantenga la diferencia de

temperaturas (fig. 10.1.). (E inversamente, el uso de una corriente puede causar un

descenso de temperatura, de modo que el aparato termoeléctrico tiene también

aplicación como refrigerador.)

La célula termoeléctrica no requiere generadores costosos ni macizas máquinas de

vapor, es portátil y se la puede instalar en zonas aisladas como suministradora en

pequeña escala de electricidad. Todo cuanto necesita como fuente energética es un

calentador de queroseno. Según se informa, la Unión Soviética emplea usualmente

tales artificios en las zonas rurales.

A pesar de todos los posibles incrementos en la eficiencia del empleo del combustible y

de lo probable del hallazgo de nuevos yacimientos de carbón y de petróleo, todas esas

fuentes de energía son definitivamente limitadas. Llegará un día, y no muy lejano, en

que ni el carbón ni el petróleo servirán como fuente de energía a gran escala.

El empleo de los combustibles fósiles deberá ser reducido, y con toda probabilidad

antes de que los suministros actuales escaseen, puesto que su uso creciente presenta

asimismo sus peligros. El carbón no es carbono puro, ni el petróleo hidrocarburo puro.

En cada sustancia, existen cantidades menores de nitrógeno y de compuestos

sulfurosos. Al quemar los combustibles fósiles (sobre todo el carbón), se liberan óxidos

de nitrógeno y de azufre en el aire. Una tonelada de carbón no libera muchos de estos

componentes, pero con todo lo que se llega a quemar, están siendo descargadas unos

90 millones de toneladas de óxidos de azufre en la atmósfera cada año, y eso sólo en

el transcurso de los años 1970.

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Tales impurezas son una fuente primaria de la contaminación del aire y, en las

condiciones meteorológicas apropiadas, del llamado smog (es decir, niebla de humo),

que se deposita sobre las ciudades como una manta, daña los pulmones y puede

matar a las personas que ya padecen de trastornos pulmonares.

Esa contaminación es limpiada del aire a través de la lluvia, pero esto meramente es

una solución que crea un nuevo y posiblemente peor problema. Los óxidos de

nitrógeno y de azufre, al disolverse en el agua, convierten al agua en levemente acida,

por lo que llegan hasta el suelo lluvias acidas.

La lluvia no es lo suficientemente acida como para afectarnos directamente, pero se

precipita en charcas y lagos y los acidifica, sólo un poco pero lo suficiente para matar a

la mayoría de los peces y a otras formas de vida acuática, especialmente si los lagos

carecen de lechos de piedra caliza que puede, en parte, neutralizar el ácido. La lluvia

acida perjudica asimismo a los árboles. Este daño es peor donde el carbón se quema

en mayores proporciones y la lluvia cae hacia el Este, gracias a los vientos

prevalecientes del Oeste. Así, la parte oriental de Canadá sufre de lluvia acida a causa

del carbón que se quema en el Medio Oeste estadounidense, mientras que Suecia lo

padece respecto del carbón que se quema en la Europa occidental.

Los peligros de semejante contaminación pueden aún ser mayores si los combustibles

fósiles siguen quemándose y en un volumen creciente. En la actualidad, ya se han

mantenido conferencias internacionales en relación con este problema.

Para corregir todo esto, el petróleo y el carbón deben limpiarse antes de quemarlos, un

proceso que es posible pero que, obviamente, añade gastos al combustible. Sin

embargo, aunque el carbón fuese carbono puro, y el petróleo hidrocarburo puro

también, mientras se sigan quemando el problema no se acabaría. El carbono se

quemaría y produciría dióxido de carbono, mientras que los hidrocarburos producirían

dióxido de carbono y agua. Esos productos son relativamente inofensivos por sí

mismos (aunque algún monóxido de carbono, que es del todo venenoso, se forma

también), por lo que sigue sin descartarse el problema.

Tanto el dióxido de carbono como el vapor de agua son los constituyentes naturales de

la atmósfera. La cantidad de vapor de agua varía de vez en cuando y de un lugar a

otro, pero el dióxido de carbono se halla presente en cantidades constantes de más o

menos un 0,03 % en peso. El vapor adicional de agua añadido a la atmósfera al

quemar combustibles fósiles se abre camino llegado el momento en el océano y, por sí

mismo, constituye una insignificante adición. Pero ese dióxido de carbono adicional se

disolverá, en parte, en el océano, y, en parte, en las rocas, pero algunas cantidades

continuarán en la atmósfera.

La cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera ha aumentado en un 50 % respecto

de su proporción original en 1900, y todo esto gracias a quemar carbón y petróleo, y

sigue aumentando de forma crecientemente medible cada año. El dióxido de carbono

adicional no crea problemas en lo que se refiere a la respiración, e incluso puede

considerarse beneficioso para la vida vegetal. Sin embargo sí los crea el añadir algo al

efecto invernadero, que eleva la temperatura media de la Tierra en una pequeña

cantidad. Una vez más, es lo bastante escasa como para ser perceptible, pero la

temperatura añadida tiende a elevar la presión del vapor en el océano y mantiene más

agua en forma de vapor en el aire, en conjunto, lo cual es suficiente para aumentar

todavía más el efecto invernadero.

Así, pues, resulta posible que el quemar los combustibles fósiles pueda activar una

elevación suficiente en la temperatura como para que se derritan los casquetes

polares, con desastrosos resultados para las líneas costeras continentales. En el caso

peor, también es posible un gran cambio climático. Incluso existe la pequeña

posibilidad de que se inicie un desbocado efecto invernadero que impulse a la Tierra en

dirección a Venus, aunque necesitamos saber aún mucho más acerca de la dinámica

atmosférica y de los efectos de la temperatura antes de hacer algo más que

conjeturas.

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Sin embargo, en cualquier caso el seguir quemando combustibles fósiles es algo que



debe tratarse con considerable cautela.

No obstante, el hombre seguirá necesitando energía e incluso mayores cantidades que

las requeridas hasta ahora. ¿Cómo proceder entonces?

Energía solar

Una posibilidad es hacer creciente uso de las fuentes cuya energía sea renovable:

aprovechar la energía terrestre viviendo de las rentas, no del capital. La madera podría

ser ese recurso si se dejara crecer el bosque y se recogiera la cosecha, aunque el

bosque por sí solo no bastará ni mucho menos para satisfacer todas las necesidades de

energía. También podríamos dar mayor aplicación al poder del viento y el agua, si bien

estos elementos tampoco podrán ser nunca algo más que fuentes subsidiarias de

energía. Lo mismo cabe decir de otras fuentes potenciales de energía en la tierra tales

como la búsqueda de calor interno (por ejemplo, fuentes termales) o el

aprovechamiento de las mareas oceánicas.

Mucho más trascendental a largo plazo es la posibilidad de encauzar directamente

parte de la vasta energía vertida sobre la Tierra por el Sol. Esta «insolación» produce

energía a un ritmo 50.000 veces mayor que toda la energía consumida en nuestro

planeta. A este respecto, la «batería solar» es un artificio particularmente prometedor,

pues hace uso también de semiconductores (fig. 10.2).

Según la han diseñado los «Bell Telephone Laboratories» en 1954, es un

«emparedado», plano de semiconductores tipo n y tipo p. La luz solar cayendo sobre la

placa desaloja de su lugar a algunos electrones. La transferencia se conecta, como lo

haría una batería ordinaria, con un circuito eléctrico. Los electrones liberados se

mueven hacia el polo positivo y los vacíos marchan hacia el polo negativo,

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constituyéndose así una corriente. La batería solar puede desarrollar potenciales



eléctricos de medio voltio y hasta 9 W de fuerza por cada centímetro cuadrado

expuesto al sol. Esto no es mucho, pero lo más espléndido de la batería solar es que

no tiene líquides, ni productos químicos corrosivos ni partes móviles..., se limita a

generar electricidad indefinidamente mientras le dé el sol.

El satélite artificial Vanguard I, lanzado por Estados Unidos el 17 de marzo de 1958,

fue el primero equipado con una batería solar para emitir sus señales radioeléctricas.

Estas señales se siguen oyendo todavía al cabo de tanto tiempo, y seguirán dejándose

oír durante muchos años.

La cantidad de energía que cae sobre un área de terreno en cualquier lugar soleado de

la Tierra es de 9,4 millones de kilovatios-hora por año. Si algunas zonas especialmente

favorecidas bajo ese aspecto, es decir, regiones desérticas como el Valle de la Muerte

y el Sahara, estuviesen cubiertas con baterías solares y acumuladores eléctricos,

podrían proveer al mundo con la electricidad necesaria por tiempo indefinido...,

concretamente tanto como viva la raza humana, si no se suicida antes.

Una de las pegas, naturalmente, es la del coste. Los cristales puros de silicio que se

deben recortar para las células necesarias resultan caros. En realidad, desde 1954 el

precio se ha rebajado hasta un 1/250 de lo que era en un principio pero la electricidad

solar sigue siendo diez veces más cara que la generada por el petróleo.

Naturalmente, las células fotovoltaicas pueden llegar a ser más baratas y más

eficientes, pero el recoger la luz solar no es algo tan fácil como pueda parecer. Es

abundante pero diluido y, como ya he mencionado antes, han de revestirse con dichas

células vastas áreas si han de servir para el mundo. Por otra parte, es de noche la

mitad del tiempo y aunque sea de día, puede haber niebla, neblinas o estar nublado

Incluso el despejado aire del desierto absorbe una detectable fracción de la radiación

solar, especialmente cuando el Sol está bajo en el firmamento. Finalmente, el

mantenimiento de unas áreas grandes y expuestas de la Tierra podría ser caro v difícil.

Algunos científicos sugieren que tales centrales eléctricas solares deberían colocarse en

órbita en torno de la Tierra en unas condiciones en que la luz solar esté intacta, sin

interferencias atmosféricas, con lo que la producción por unidad de área se

incrementaría hasta 16 veces más, pero no es probable que esto suceda en un futuro

inmediato.

EL NÚCLEO EN LA GUERRA


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