Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas



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aplicación por primera vez en la Universidad de Leiden (Holanda), donde la construyó

más tarde, independientemente, el profesor neerlandés Peter van Musschenbroek. La

botella de Leiden es una muestra de lo que se llama hoy día «condensador», es decir,

dos superficies conductoras separadas por una capa aislante de poco grosor, y en cuyo

interior se puede almacenar cierta cantidad de carga eléctrica.

En el caso de la botella de Leiden, la carga se forma en el revestimiento de estaño

alrededor del frasco, por conducto de una varilla metálica (latón), que penetra en el

frasco atravesando un tapón. Cuando se toca esta botella cargada se recibe un

electroshock. La botella de Leiden puede producir también una chispa. Naturalmente,

cuanto mayor sea la carga de un cuerpo, tanto mayor será su tendencia a escapar. La

fuerza que conduce a los electrones desde el área de máxima concentración («polo

negativo») hacia el área de máxima deficiencia («polo positivo») se llama «fuerza

electromotriz» (f.e.m.) o «potencial eléctrico». Si el potencial eléctrico se eleva lo

suficiente, los electrones franquearán incluso el vacío aislador entre los polos negativo

y positivo. Entonces cruzan el aire produciendo una chispa brillante acompañada de

crepitación. El chisporroteo lo produce la radiación resultante de las colisiones entre

innumerables electrones y moléculas del aire; el ruido lo origina la expansión del aire

al caldearse rápidamente, seguida por la irrupción de aire más fresco en el

momentáneo vacío parcial.

Naturalmente, muchos se preguntaron si el rayo y el trueno no serían un fenómeno

similar —aunque de grandes proporciones— al pequeño espectáculo representado por

la botella de Leiden. Un erudito británico, William Wall, lo sugirió así en 1708. Esta

sugerencia fue un acicate suficiente para suscitar el famoso experimento de Benjamín

Franklin en 1752. El cometa que lanzó en medio de una borrasca llevaba un alambre

puntiagudo, al cual se unió un hilo de seda para conducir hacia abajo la electricidad de

las nubes tormentosas. Cuando Franklin acercó la mano a una llave metálica unida al

hilo de seda, esta soltó chispas. Franklin la cargó otra vez en las nubes, y luego la

empleó para cargar las botellas de Leiden, consiguiendo así una carga idéntica a la

obtenida por otros procedimientos. De esta manera, Franklin demostró que las nubes

tormentosas estaban cargadas de electricidad, y que tanto el trueno como el rayo eran

los efectos de una botella de Leiden celeste en la cual las nubes actuaban como un

polo, y la tierra, como otro (fig. 9.3).

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Lo más afortunado de este experimento —según la opinión del propio Franklin— fue



que él sobrevivió a la prueba. Otros que también lo intentaron, resultaron muertos,

pues la carga inducida en el alambre puntiagudo del cometa se acumuló hasta el punto

de transmitir una descarga de alto voltaje al cuerpo del individuo que sujetaba la

cometa.


Franklin completó en seguida esta investigación teórica con una aplicación práctica.

Ideó el «pararrayos», que fue simplemente una barra de hierro situada sobre el punto

más alto de una edificación y conectada con alambre a tierra; su puntiagudo extremo

canalizaba las cargas eléctricas de las nubes, según demostró experimentalmente

Franklin, y cuando golpeaba el rayo, la carga se deslizaba hasta el suelo sin causar

daño.


Los estragos ocasionados por el rayo disminuyeron drásticamente tan pronto como

esas barras se alzaron sobre los edificios de toda Europa y las colonias americanas...

No fue un flaco servicio. Sin embargo, hoy siguen llegando a la tierra dos mil millones

de rayos por año, matando a veinte personas y causando ochenta heridos cada día

(según rezan las estadísticas).

El experimento de Franklin tuvo dos efectos electrizantes (pido perdón por el

retruécano). En primer lugar, el mundo se interesó súbitamente por la electricidad. Por

otra parte, las colonias americanas empezaron a contar en el aspecto cultural. Por

primera vez, un americano evidenció la suficiente capacidad científica como para

impresionar a los cultos europeos del enciclopedismo. Veinticinco años después,

cuando, en busca de ayuda, Franklin representó a los incipientes Estados Unidos en

Versalles, se ganó el respeto de todos, no sólo como enviado de una nueva República,

sino también como el sabio que había domado el rayo, haciéndolo descender

humildemente a la tierra. Aquel cometa volador coadyuvó no poco al triunfo de la

Independencia americana.

A partir de los experimentos de Franklin, la investigación eléctrica avanzó a grandes

zancadas. En 1785, el físico francés Charles-Augustin de Coulomb realizó mediciones

cuantitativas de la atracción y repulsión eléctricas. Demostró que esa atracción (o

repulsión) entre cargas determinadas varía en proporción inversa al cuadrado de la

distancia. En tal aspecto, la atracción eléctrica se asemejaba a la atracción

gravitatoria. Para conmemorar permanentemente este hallazgo, se adoptó la palabra

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«coulomb», o culombio, para designar una unidad práctica de cantidad de electricidad.

Poco después, el estudio de la electricidad tomó un giro nuevo, sorprendente y muy

fructífero. Hasta ahora sólo hemos examinado, naturalmente, la «electricidad

estática». Ésta se refiere a una carga eléctrica que se almacena en un objeto y

permanece allí. El descubrimiento de la carga eléctrica móvil, de las corrientes

eléctricas o la «electricidad dinámica» empezó con el anatomista italiano Luigi Galvani.

En 1791, éste descubrió por casualidad, cuando hacía la disección de una rana, que las

ancas se contraían si se las tocaba simultáneamente con dos metales diferentes (de

aquí el verbo «galvanizar»).

Los músculos se contraían como si los hubiera estimulado una chispa eléctrica de la

botella de Leiden y, por tanto, Galvani conjeturó que esos músculos contenían algo de

lo que él llamaba «electricidad animal». Otros, sin embargo, sospecharon que el origen

de esa carga eléctrica podría estribar en el encuentro entre dos metales más bien que

en el músculo. Hacia 1800, el físico italiano Alessandro Volta estudió las combinaciones

de metales desemejantes, no conectados por tejidos musculares, sino por simples

soluciones.

Comenzó usando cadenas de metales desemejantes enlazándolas mediante cuencos

llenos a medias de agua salada. Para evitar el excesivo derramamiento de líquido,

preparó pequeños discos de cobre y cinc; apilándolos alternativamente; también

empleó discos de cartón humedecidos con agua salada, de modo que su «pila voltaica»

estuvo integrada por placas consecutivas de plata, cartón y cinc. Así, pues, de ese

dispositivo se pudo extraer continuamente corriente eléctrica.

Cabe denominar batería cualquier serie de metales similares repetidos

indefinidamente. El instrumento de Volta fue la primera «batería eléctrica». Los

científicos requerirían todavía un siglo para comprender por qué entrañan transferencia

de electrones las reacciones químicas, y aprender a interpretar las corrientes eléctricas

en términos de cambio y flujos electrónicos. Entretanto, siguieron haciendo uso de la

corriente sin entender sus peculiaridades (fig. 9.4).

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Humphry Davy utilizó una corriente eléctrica para separar los átomos de moléculas



muy compactas y, entre 1807 y 1808, logró por vez primera preparar metales como

sodio, potasio, magnesio, calcio, estroncio y bario. Faraday (ayudante y protegido de

Davy) procedió a establecer las reglas generales de esa «electrólisis» concebida para la

descomposición molecular, y que, medio siglo después, orientaría a Arrhenio en el

razonamiento de su hipótesis sobre la disociación iónica (véase capítulo 5).

Los numerosos empleos dados a la electricidad dinámica desde que Volta ideara su

batería hace ya siglo y medio, relegaron la electricidad estática a la categoría de mera

curiosidad histórica. Sin embargo, el conocimiento y la inventiva no pueden ser nunca

estáticos. En 1960, el inventor estadounidense Chester Carlson perfeccionó un aparato

que hacía copias utilizando el negro humo en seco, el cual pasa al papel mediante una

acción electrostática. Tal sistema de efectuar copias sin soluciones ni sustancias

húmedas se llama xerografía (tomado de las voces griegas que significan «escritura

seca»), y ha revolucionado los sistemas de copia en las oficinas.

Los nombres de las unidades empleadas para medir los diversos tipos de electricidad

han inmortalizado los nombres de los primeros investigadores. Ya he mencionado el

coulomb como unidad de cantidad de electricidad. Otra unidad de cantidad es el

«faraday» que equivale a 96.500 culombios. El nombre de Faraday se emplea por

segunda vez para designar el «farad» (o faradio), una unidad de capacidad eléctrica.

Por otra parte, la unidad de intensidad eléctrica (cantidad de corriente eléctrica que

pasa a través de un circuito en un momento dado) se llama «ampére» (o amperio),

para perpetuar el nombre del físico francés Ampére (véase capítulo 5). Un amperio es

igual a 1 culombio/seg. La unidad de fuerza electromotriz (f.e.m., la fuerza que

impulsa la corriente) es el «volt» (o voltio), en recuerdo de Volta.

La fuerza electromotriz no consiguió siempre impulsar la misma cantidad de

electricidad a lo largo de diferentes circuitos. Solía impulsar grandes cantidades de

corriente por los buenos conductores, pequeñas cantidades por los malos conductores,

y prácticamente ninguna corriente cuando los materiales no eran conductores. En

1827, el matemático alemán Georg Simón Ohm estudió esa resistencia al flujo

eléctrico y demostró que se relacionaba directamente con los amperios de la corriente

impulsada en un circuito por la conocida fuerza electromotriz. Se podría determinar

esa resistencia estableciendo la relación entre voltios y amperios. Ésta es la «ley de

Ohm», y la unidad de resistencia eléctrica es el «ohm» (u ohmio), cuyo valor equivale

a 1 voltio dividido por un amperio.

Generación de electricidad

La conversión de energía química en electricidad, como ocurrió con la pila de Volta y

las numerosas variedades de sus descendientes, ha resultado siempre relativamente

costosa porque los productos químicos requeridos no son corrientes ni baratos. Por tal

razón, y aunque la electricidad se pudo emplear provechosamente en el laboratorio

durante los primeros años del siglo XVI, no tuvo aplicación industrial a gran escala.

Se hicieron tentativas esporádicas para transformar en fuente de electricidad las

reacciones químicas producidas por la combustión de elementos corrientes. Ciertos

combustibles como el hidrógeno (o, mejor aún, el carbón) resultaban mucho más

baratos que metales cual el cobre y el cinc. Hace ya mucho tiempo, en 1839, el

científico inglés William Grove concibió una célula eléctrica basada en la combinación

de oxígeno e hidrógeno. Fue un ensayo interesante, pero poco práctico. En años más

recientes, los físicos se han esforzado en preparar variedades funcionales de tales

«células combustibles». La teoría está bien definida; sólo falta abordar los «intríngulis»

de la ingeniería práctica.

Cuando, en la segunda mitad del siglo xix, se impuso el empleo a gran escala de la

electricidad, no fue por medio de la célula eléctrica. En tiempos tan distantes como la

década de los 1830, Faraday había producido electricidad mediante el movimiento

mecánico de un conductor entre las líneas de fuerza de un imán (fig. 9.5; véase

también capítulo 5). En semejante «generador eléctrico» o «dínamo» (del griego



dynamis, «fuerza») se podía transformar la energía cinética del movimiento en

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electricidad. Para mover la maquinaria, en 1844 se empleaban grandes versiones

rudimentarias de ese generador.

Lo que se necesitaba era un imán más potente todavía para que el movimiento por las

intensificadas líneas de fuerza produjera mayor flujo eléctrico. Y se obtuvo ese potente

imán mediante el uso de corrientes eléctricas. En 1823, el experimentador

electrotécnico inglés William Sturgeon arrolló dieciocho veces un alambre de cobre

puro alrededor de una barra férrea en forma de U y produjo la primera

«electromagneto». Cuando circulaba la corriente, el campo magnético resultante se

concentraba en la barra de hierro, y entonces ésta podía levantar un peso veinte veces

superior al suyo. Si se interrumpía la corriente, dejaba de ser un imán y no levantaba

nada.

En 1829, el físico americano Joseph Henry perfecciono considerablemente ese



artefacto usando alambre aislante. Con este material aislador resultaba posible

arrollarlo en apretadas espiras sin temor de cortocircuitos. Cada espira acrecentaba la

intensidad del campo magnético y el poder de electroimán. Hacia 1831, Henry

construyó una electromagneto, no demasiado grande, pero capaz de levantar una

tonelada de hierro.

Evidentemente, aquella electromagneto fue la respuesta justa a la búsqueda de

mejores generadores eléctricos. En 1845, el físico inglés Charles Wheatstone empleó

una electromagneto con el mismo propósito. La teoría respaldada por las líneas de

fuerza resultó más comprensible durante la década de 1860-1870, gracias a la

interpretación matemática del trabajo de Faraday por Maxwell (véase capítulo 5) y, en

1872, el ingeniero electrotécnico alemán Friedrich von Hefner-Alteneck diseñó el

primer generador realmente eficaz. Por fin se pudo producir electricidad barata a

raudales, y no sólo quemando combustibles, sino también con los saltos de agua.

Primeras aplicaciones de la electricidad a la tecnología

Los trabajos conducentes al empleo inicial de la electricidad en el campo tecnológico

implicaron grandes merecimientos, cuya mayor parte debería corresponder a Joseph

Henry. El invento del telégrafo fue la primera aplicación práctica de la electricidad, y su

creador fue Henry. Éste ideó un sistema de relés que permitió transmitir la corriente

eléctrica por muchos kilómetros de alambre. La potencia de una corriente decrece a

ritmo bastante rápido cuando esa corriente recorre largos trechos de alambre

resistente; lo que hizo Henry con sus relés fue aprovechar la señal de extinción para

activar una pequeña electromagneto, cuya acción se comunicaba a un conmutador que

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desencadenaba nuevos impulsos en centrales eléctricas separadas entre sí con

intervalos apropiados. Así, pues, se podía enviar a puntos muy distantes un mensaje

consistente en impulsos eléctricos codificados. Verdaderamente, Henry concibió un

telégrafo funcional.

Pero como Henry era un hombre idealista y creía que se debía compartir los

conocimientos con todo el mundo, no quiso patentar su descubrimiento y, por tanto,

no se llevó el crédito del invento. Ese crédito correspondió al artista (y excéntrico

fanático religioso) Samuel Finley Bréese Morse. Con ayuda de Henry, ofrecida sin

reservas (pero reconocida a regañadientes por el beneficiario), construyó el primer

telégrafo práctico en 1844. Su principal aportación al telégrafo fue el sistema de

puntos y rayas conocido en la actualidad como «código Morse».

La creación más importante de Henry en el campo de la electricidad fue el motor

eléctrico. Demostró que se podía utilizar la corriente eléctrica para hacer girar una

rueda, del mismo modo que el giro de una rueda podía generar corriente. Y una rueda

(o motor) movida por la electricidad podía servir para activar la maquinaria. El motor

era fácilmente transportable; resultaba posible hacerlo funcionar en un momento dado

(sin necesidad de esperar a que se almacenase el vapor), y su tamaño podía ser tan

reducido como se deseara (fig. 9.6).

El único problema consistía en transportar la electricidad desde la central generadora

hasta el lugar donde estaba emplazado el motor. Fue preciso idear algún medio para

evitar la pérdida de energía eléctrica (en forma de calor disipado) durante el recorrido

por los alambres.

Una respuesta aceptable fue el «transformador». Quienes experimentaban con

corrientes descubrieron que la electricidad sufría muchas menos pérdidas cuando fluía

a un ritmo lento. Así, pues, se elevó el rendimiento del generador a un alto voltaje

mediante un transformador que, al multiplicar el voltaje, digamos por tres, redujo la

corriente (el ritmo del flujo) a una tercera parte. En la estación receptora se podría

elevar otra vez la corriente para su aplicación a los motores.

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El transformador trabaja aprovechando la corriente «primaria» para inducir una



corriente de alto voltaje en una bobina secundaria. Esta inducción requiere que se

produzcan variaciones en el campo magnético a través de la bobina secundaria. Puesto

que una corriente continua no puede hacerlo, la corriente que se emplea es de tipo

variable, alcanza una tensión máxima, para descender luego hasta cero y cobrar nueva

intensidad en dirección contraria, o, dicho de otra forma, «una corriente alterna».

La corriente alterna (c.a.) no se sobrepuso a la corriente continua (c.c.) sin una dura

pugna. Thomas Alva Edison, el nombre más glorioso de la electricidad en las últimas

décadas del siglo XIX, abogó por la c.c. y estableció la primera central generadora de

c.c. en Nueva York, el año 1882, para producir la luz eléctrica que había inventado. Se

opuso a la c.a. alegando que era más peligrosa (recurrió, entre otros ejemplos, a su

empleo en la silla eléctrica). Le presentó batalla Nikola Telsa, un ingeniero croata que

había salido malparado cuando colaboraba con Edison. Telsa ideó un sistema fructífero

de c.a. en 1888. Y allá por 1893, George Westinghouse, asimismo un convencido de la

c.a., ganó una victoria crucial sobre Edison obteniendo para su compañía eléctrica el

contrato para construir la central eléctrica del Niágara, utilizando c.a. En décadas

subsiguientes, Steinmetz asentó la teoría de las corrientes alternas sobre firmes

fundamentos matemáticos. Hoy día, la c.a. es poco menos que universal en los

sistemas de distribución de energía eléctrica (En 1966, ingenieros de la «General

Electric» crearon un transformador de c.c. —antes considerado como imposible—, pero

que supone temperaturas de helio líquido y una escasa eficiencia. Teóricamente es

fascinante, pero su uso comercial es aún improbable.)

TECNOLOGÍA ELÉCTRICA

La máquina de vapor es un «mecanismo motriz primario». Toma energía ya existente

en la Naturaleza (la energía química de la madera, el petróleo o el carbón), para

transformarla en trabajo. El motor eléctrico no lo es; convierte la electricidad en

trabajo, pero la electricidad debe formarse por sí misma aprovechando la energía del

combustible o el salto de agua. No obstante, se la puede emplear con idéntico fin. En

la Exposición de Berlín celebrada el año 1879, una locomotora eléctrica (que utilizaba

un tercer raíl como alimentador de corriente) movió fácilmente un tren de vagones.

Los ferrocarriles electrificados son corrientes hoy día, en especial para el transporte

rápido dentro de zonas urbanas, pues la limpieza y suavidad del sistema compensa

sobradamente el gasto adicional.



El teléfono

Sin embargo, la electricidad se revela en toda su magnitud al desempeñar tareas

imposibles de realizar por el vapor. Consideremos, por ejemplo, el teléfono, patentado

en 1876 por el inventor de origen escocés Alexander Graham Bell. En el micrófono del

teléfono, las ondas sonoras emitidas por el locutor chocan contra un sutil diafragma de

acero y lo hacen vibrar con arreglo al esquema de las ondas. Las vibraciones del

diafragma establecen, a su vez, un esquema análogo en la corriente eléctrica por

medio de granulos de carbón. Cuando el diafragma presiona sobre dichos granulos,

conduce más corriente; y menos, cuando se aparta el diafragma. Así, pues, la

corriente eléctrica aumenta o disminuye de acuerdo con las ondas sonoras. En el

teléfono receptor, las fluctuaciones de la corriente actúan sobre un electroimán, que

hace vibrar el diafragma, con la consiguiente reproducción de las ondas sonoras.

Al principio, el teléfono era una cosa burda y apenas funcionaba, pero incluso así

constituyó la estrella de la «Exposición del Centenario», que tuvo lugar en Filadelfia, en

1876, para celebrar el centesimo aniversario de la Declaración de Independencia de

Estados Unidos. Un visitante, el emperador brasileño Pedro II, lo probó y soltó

asombrado el instrumento. Su comentario fue: «¡Pero si habla!», que dio lugar a

grandes titulares en los periódicos. Otro visitante, Kelvin, quedó igualmente

impresionado, mientras que el gran Maxwell permaneció atónito ante que algo tan

sencillo pudiese llegar a reproducir la voz humana. En 1877, la reina Victoria adquirió

un teléfono y el éxito quedó ya asegurado.

También en 1877, Edison ideó una mejora esencial. Construyó un micrófono que

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contenía carbón en polvo no muy compacto. Cuando el diafragma se oprimía contra el



carbón en polvo, el polvo conducía más corriente; cuando se separaba, el polvo

conducía menos. De esta forma, las ondas sonoras de la voz eran traducidas por el

micrófono en impulsos eléctricos variables con gran fidelidad, y la voz que se oía en el

auricular quedaba reproducida con mejorada calidad.

Los mensajes telefónicos no podían llevarse muy lejos sin una inversión ruinosa en

fuertes (y por lo tanto de baja resistencia) cables de cobre. En el cambio de siglo, el

físico yugoslavonorteamericano Michael Idvorsky Pupin desarrolló un método de cargar

un delgado hilo de cobre con bobinas de inductancia a ciertos intervalos. De esta forma

se reforzaban las señales y era posible trasladarlas a grandes distancias. La «Bell

Telephone Company» compró el mecanismo en 1901 y, hacia 1915, la telefonía a larga

distancia comenzó de hecho cuando entró en funcionamiento la línea entre la ciudad de

Nueva York y San Francisco.

La telefonista se convirtió en una inevitable y creciente parte de la vida durante medio

siglo (invariablemente quienes manejaban los teléfonos fueron mujeres), hasta que

empezó a disminuir con los principios del teléfono de dial en 1921. La automatización

continuó su avance hasta 1983, cuando centenares de millares de empleados

telefónicos se declararon en huelga durante un par de semanas, mientras el servicio

telefónico continuaba sin interrupción. Los actuales rayos de radio y los satélites de

comunicación han añadido más cosas a la versatilidad del teléfono.

Grabación de los sonidos


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