Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas



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Entre el empleo a gran escala de los combustibles fósiles en la actualidad, y el empleo

a gran escala de la energía solar en el futuro, se encuentra otra fuente de energía,

disponible en grandes cantidades, que hizo su aparición más bien de forma inesperada,

hace menos de medio siglo, y que tiene la potencialidad de llenar el hueco entre las

dos formas de energía. Se trata de la energía nuclear, la energía albergada en los

diminutos núcleos atómicos.

La energía nuclear es a veces llamada energía atómica, pero se trata de un nombre

mal aplicado. Estrictamente hablando, la energía atómica es la energía que contienen

las reacciones químicas, como al quemar carbón y petróleo, porque implican la

conducta del átomo como un todo. La energía liberada por los cambios en el núcleo es

de una clase por completo diferente y de una magnitud muchísimo mayor.



El descubrimiento de la fisión

Apenas descubierto el neutrón por Chadwick en 1932, los físicos comprendieron que

ahí se les ofrecía una maravillosa clave para desentrañar el núcleo atómico. Puesto que

el neutrón no tenía carga eléctrica, podría penetrar fácilmente en el núcleo cargado.

Los físicos empezaron inmediatamente a bombardear diversos núcleos con neutrones

para observar las posibles reacciones nucleares resultantes; entre los más apasionados

investigadores de esa nueva herramienta figuró el italiano Enrico Fermi.

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Fermi y sus colaboradores descubrieron que se obtenía mejores resultados cuando se

frenaba a los neutrones haciéndoles pasar primero por agua o parafina. Proyectando

protones contra el agua o la parafina, los neutrones moderan su marcha tal como lo

haría una bola de billar al recibir los golpes de otras. Cuando un neutrón se traslada a

la velocidad «termal» (velocidad normal en el movimiento de los átomos), tiene

mayores probabilidades de ser absorbido por el núcleo, porque permanece más tiempo

en la vecindad de éste. Hay otra forma de enfocarlo si se considera que la longitud de

onda asociada al neutrón es mayor, porque la longitud de onda es inversamente

proporcional al momento de la partícula. Cuando el neutrón reduce la marcha, su

longitud de onda aumenta. Para emplear una metáfora, el neutrón se hace más

perezoso y adquiere más volumen. Por consiguiente, golpea el núcleo con mayor

facilidad, tal como una bola de bolera tiene más probabilidades de hacer un derribo

total que una pelota de golf.

Esa probabilidad asignable a ciertas especies de núcleos para la captura de un neutrón

se denomina su «sección transversal». Este término define metafóricamente el núcleo

cual un blanco de tamaño concreto. Es más fácil lanzar una pelota de béisbol contra la

pared de una granja que hacer puntería en una tabla de 30 cm a la misma distancia.

Las secciones transversales del núcleo bajo el bombardeo de neutrones se calculan en

mil millonésimas partes de millón de un centímetro cuadrado (10~24 de cm2). En 1942

los físicos americanos M. G. Holloway y C. P. Baker llamaron bam a esa unidad.

Cuando el núcleo absorbe un neutrón, su número atómico permanece invariable

(porque la carga del núcleo sigue siendo la misma), pero su número másico asciendo

una unidad. El hidrógeno 1 se hace hidrógeno 2, el oxígeno 17 se hace oxígeno 18, y

así sucesivamente. La energía que recibe el núcleo del neutrón cuando éste penetra en

su masa, puede «excitar» al núcleo, es decir, acrecentar su contenido de energía.

Entonces se emite esa energía adicional en forma de rayos gamma.

El nuevo núcleo es a menudo inestable. Por ejemplo, cuando el aluminio 27 capta un

neutrón y se hace aluminio 28, uno de los neutrones en el nuevo núcíeo pasa a ser

rápidamente un protón (emitiendo un electrón). Este aumento en la carga positiva del

núcleo ocasiona una transformación: el aluminio (número atómico 13) se hace silicio

(número atómico 14).

Como el bombardeo de neutrones parecía un excelente recurso para transformar un

elemento en el siguiente de la escala, Fermi decidió bombardear el uranio para ver si

podía crear un elemento artificial: el número 93. Analizando los productos tras el

bombardeo del uranio, él y sus colaboradores encontraron indicios de nuevas

sustancias radiactivas. Creyeron tener ya el elemento 93, y lo llamaron «uranio X».

Pero, ¿cómo identificar positivamente el nuevo elemento? ¿Cuáles deberían ser sus

propiedades químicas?

Pues bien —se pensó—, el elemento 93 debería estar bajo el renio en la tabla periódica

y, por tanto, sería similar químicamente al renio. (En realidad, y aunque nadie lo

comprendiera por aquellas fechas, el elemento 93 pertenecía a una nueva y rara serie,

lo cual significaba que se asemejaría al uranio, no al reino [véase capítulo 6]; así,

pues, se partió con el pie izquierdo en la búsqueda de su identificación.) Si fuera como

el renio, tal vez se pudiera identificar la ínfima cantidad creada de «elemento 93»

mezclando los productos del bombardeo de neutrones con renio y separando después

el renio mediante procedimientos químicos. El renio actuaría como un «vehículo»,

transportando consigo el «elemento 93» químicamente similar. Si el renio demostrara

poseer radiactividad, ello traicionaría la presencia del elemento 93.

El físico alemán Otto Hahn y la científica austríaca Lise Meitner, trabajando juntos en

Berlín, siguieron esa línea de experimentación. El elemento 93 no se mostró con el

renio. Entonces Hahn y Meitner se preguntaron si el bombardeo de neutrones no

habría transformado el uranio en otros elementos cercanos a él en la tabla periódica, y

se propusieron averiguarlo. Por aquellas fechas —1938— Alemania ocupó Austria, y

Fráulein Meitner, que como súbdita austríaca se había sentido segura hasta entonces a

pesar de ser judía, se vio obligada a huir de la Alemania hitleriana y buscar refugio en

Estocolmo. Hahn prosiguió su trabajo con el físico alemán Fritz Strassman.

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Varios meses después, Hahn y Strassman descubrieron que el bario adquiría cierta



radiactividad cuando se le agregaba el uranio bombardeado. Ambos supusieron que

esa radiactividad debería pertenecer al radio, el elemento situado inmediatamente

debajo del bario en la tabla periódica. La conclusión fue que el bombardeo del uranio

con neutrones cambiaba una parte de aquel en radio.

Pero este radio resultó ser una materia muy peculiar. Pese a sus ímprobos esfuerzos,

Hahn no pudo separarlo del bario. Mientras tanto, en Francia, Irene Joliot-Curie y su

colaborador P. Savitch emprendieron una tarea similar y fracasaron igualmente.

Entonces Meitner, la refugiada en Escandinavia, abordó audazmente el enigma y

divulgó una conjetura que Hahn había expresado en sus círculos íntimos aunque sin

atreverse a darle publicidad. En una carta abierta publicada por la revista británica



Nature en enero de 1939, la doctora manifestó que si no se podía separar el bario del

radio era porque allí no había ningún radio. El presunto radio sólo tenía un nombre:

bario radiactivo. Fue bario lo que se había formado mediante el bombardeo del uranio

con neutrones. Ese bario radiactivo decaía emitiendo una partícula beta y formando

lantano. (Hahn y Strassman habían averiguado que si se agregaba a los resultados el

lantano ordinario, éste mostraba cierta radiactividad que ellos asignaban al actinio;

realmente se trataba de lantano radiactivo.)

Pero, ¿cómo se podía formar el bario del uranio? El bario era solamente un átomo de

peso medio. Ningún proceso conocido de decadencia radiactiva podía transformar un

elemento pesado en otro cuyo peso fuera sólo la mitad. Meitner tuvo la audacia de

afirmar que el núcleo de uranio se había dividido en dos. La absorción de un neutrón

había ocasionado lo que ella denominaba «fisión». Según ella, los dos elementos

resultantes de esa división era el bario y el elemento 43 situado a continuación del

reino en la tabla periódica. Un núcleo del bario y otro del elemento 43 (llamado más

tarde tecnecio) deberían formar juntos un núcleo de uranio. Esta sugerencia revistió

singular audacia por la siguiente razón: se dijo que el bombardeo con neutrones

consumiría solamente seis millones de electronvoltios cuando la gran idea generalizada

por aquellas fechas respecto a la energía nuclear hacía suponer que ello requería

centenares de millones.

El sobrino de Meitner, Otto Robert Frisch, partió presurosamente hacia Dinamarca para

exponer la nueva teoría a Bohr antes de su publicación. Bohr hubo de reconocer que

por ese medio resultaría sorprendentemente fácil dividir el núcleo, pero, por fortuna, él

estaba elaborando entonces el modelo de gota líquida sobre la estructura nuclear, y le

pareció que aquello serviría para elucidarlo. (Pocos años después, la teoría de la gota

líquida —en la que se tenía presente el tema de las envolturas nucleares— explicaría la

fisión nuclear hasta sus más recónditos detalles así como la causa de que el núcleo se

dividiera en dos mitades desiguales.)

Sea como fuere, con teoría o sin ella, Bohr captó instantáneamente el posible

corolario. Cuando le dieron aquella noticia estaba preparando las maletas para asistir a

una conferencia de física teórica en Washington. Allí hizo saber a los físicos lo que se le

había sugerido en Dinamarca sobre la fisión nuclear. Aquello causó una gran

conmoción. Los congresistas regresaron inmediatamente a sus laboratorios para

comprobar la hipótesis y, al cabo de un mes, se anunciaron media docena de

confirmaciones experimentales. Como resultado de aquello se otorgó a Hahn el premio

Nobel de Química en 1944.

La reacción en cadena

La reacción por fisión liberó cantidades desusadas de energía, superando largamente a

la radiactividad ordinaria. Pero no fue sólo esa energía adicional lo que hizo de la fisión

un fenómeno tan portentoso. Aún revistió más importancia el hecho de que liberara

dos o tres neutrones. Dos meses después de la carta abierta publicada por Meitner,

numerosos físicos pensaron en la estremecedora posibilidad de una «reacción nuclear

en cadena».

La expresión «reacción en cadena» ha adquirido un significado exótico aun cuando,

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realmente, es un fenómeno muy común. El quemar un simple trozo de papel es una



reacción en cadena. Una cerilla proporciona el calor requerido para desencadenar la

acción; una vez iniciada la combustión, ésta proporciona el verdadero agente —calor—

imprescindible para mantener y extender la llama. La combustión suscita más

combustión en proporciones siempre crecientes (fig. 10.3).

Eso es exactamente lo que sucede con la reacción nuclear en cadena. Un neutrón

desintegra un átomo de uranio; éste libera dos neutrones que pueden ocasionar dos

nuevas fisiones de las cuales se desprenderán cuatro neutrones que ocasionarán a su

vez cuatro fisiones, y así sucesivamente. El primer átomo desintegrado suministra una

energía de 200 MeV, el siguiente 400 MeV, el otro 800 MeV, el siguiente 1.600 MeV,

etc. Puesto que los intervalos entre las fases consecutivas equivalen aproximadamente

a una mil billonésima de segundo se desprenden cantidades aterradoras de energía. La

fisión de una onza de uranio produce tanta energía como la combustión de 90 t de

carbón o 7.500 1 de petróleo. Si se empleara con fines pacíficos, la fisión del uranio

podría solventar todas nuestras preocupaciones inmediatas sobre esos combustibles

fósiles evanescentes y ese creciente consumo de energía.

Pero, infortunadamente, el descubrimiento de la fisión hizo su aparición poco antes de

que el mundo se sumiera en una guerra universal. Según calcularon los físicos, la

desintegración de una onza de uranio rendirían tanta potencia explosiva como 600 t de

TNT. Fue realmente horrible imaginar las consecuencias de una guerra librada con

tales armas, pero aún fue más horripilante concebir un mundo donde la Alemania nazi

monopolizara esos explosivos antes que los aliados.

El físico estadounidense de origen húngaro Leo Szilard, que había estado cavilando

durante largos años sobre las reacciones nucleares en cadena, vislumbró claramente el

inmediato futuro. Él y otros dos físicos húngaro-americanos, Eugene Wigner y Edward

Teller, se entrevistaron con el afable y pacífico Einstein en el verano de 1939 y le

hicieron escribir una carta al presidente Franklin Delano Roosevelt en la que se

revelaba la potencialidad de la fisión del uranio y se recomendaba el desarrollo de tal

arma con todos los medios posibles para adelantarse a los nazis.

Se redactó esa misiva el 2 de agosto de 1939, y su entrega al presidente se efectuó el

11 de octubre de 1939. Entre ambas fechas estalló la Segunda Guerra Mundial en

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Europa. Los físicos de la Universidad de Columbia, bajo la supervisión de Fermi, quien



había partido de Italia hacia América el año anterior, trabajaron afanosamente para

producir la fisión constante del uranio en grandes cantidades.

Inducido por la carta de Einstein, el Gobierno estadounidense intervino a su debido

tiempo. El 6 de diciembre de 1941, el presidente Roosevelt autorizó (arriesgándose a

un inmenso fracaso político en caso de malogro) la organización de un gigantesco

proyecto, titulado con deliberada circunspección «Manhattan Engineer District», para

construir una bomba atómica. Al día siguiente, los japoneses atacaron Pearl Harbor y

Estados Unidos entraron en la guerra.



La primera pila atómica

Como era de esperar, la práctica no respondió fiel ni fácilmente a la teoría. Se

requirieron no pocos experimentos para provocar la reacción en cadena del uranio.

Primeramente fue preciso poseer una cantidad sustancial de uranio refinado hasta un

grado de extrema pureza para no desperdiciar neutrones con la absorción ejercida por

las impurezas. El uranio es un elemento bastante común sobre la corteza terrestre; se

le encuentra en la proporción de 2 g por cada tonelada de roca; así, pues, es

cuatrocientas veces más común que el oro. Pero su dispersión es también

considerable, y hay muy pocos lugares del mundo donde aparezca formando ricas

venas o siquiera una concentración aceptable. Por añadidura, el uranio era una materia

casi inservible antes de 1939 y, por tanto, no se había ideado ningún método para

purificarlo. En Estados Unidos se había producido hasta entonces una onza de uranio a

lo sumo.

Los laboratorios del «lowa State College», bajo la dirección de Spedding, abordaron el

problema de la purificación mediante el intercambio de iones resinosos (véase capítulo

6), y en 1942 comenzó la producción de uranio razonablemente puro.

Ahora bien, eso fue tan sólo un primer paso. Llegados a ese punto fue preciso

desmenuzar el uranio para separar sus fracciones más fisionables. El isótopo uranio

238 (U-238) tenía un número par de protones (92) y un número par de neutrones

(146). Los núcleos con números pares de nucleones son más estables que los de

números impares. El otro isótopo en el uranio natural —uranio 235— tenía un número

impar de neutrones (143), y por consiguiente, según había predicho Bohr, sería más

fisionable que el uranio 238. En 1940, un equipo investigador bajo la supervisión del

físico norteamericano John Ray Dunning, consiguió aislar una pequeña cantidad de

uranio 235 y demostró que la conjetura de Bohr era cierta. El U-238 se desintegra

solamente cuando lo golpean neutrones rápidos de una energía determinada, pero el

U-235 se somete a la fisión cuando absorbe neutrones de cualquier energía, hasta los

simples neutrones termales.

El problema fue que en el uranio natural purificado sólo un átomo de cada 140 era U-

235; los restantes pertenecían al U-238. Ello significaba que casi todos los neutrones

liberados tras la fisión del U-235 serían captados por los átomos U-328 sin producir

fisión alguna. Aun cuando se bombardease el uranio con neutrones suficientemente

rápidos para desintegrar el U-238, los neutrones liberados por este U-238 no tendrían

bastante energía para desatar una reacción en cadena entre los átomos remanentes de

este isótopo más común. En otras palabras, la presencia del U-238 atenuaría y

neutralizaría la reacción en cadena. Sería algo así como intentar quemar hojas

húmedas.

Por entonces no hubo solución, salvo la de probar una disociación a gran escala entre

el U-235 y el U-238, o al menos eliminar suficiente cantidad de U-238 para enriquecer

sustancialmente el contenido de U-235 en la mezcla. Los físicos abordaron el problema

con diversos procedimientos pero todos ellos ofrecieron escasas perspectivas de éxito.

El único que pareció algo prometedor fue la «difusión gaseosa». Éste fue el método

preferido, aunque enormemente costoso, hasta 1960. Entonces un científico alemán

occidental ideó una técnica mucho más económica: si se aislara el U-235 mediante

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centrifugación, las moléculas más pesadas saldrían proyectadas hacia el exterior, y las



más ligeras, conteniendo U-235, se rezagarían. Sin embargo, tal proceso abarataría la

fabricación de bombas nucleares hasta un punto en que las potencias menores podrían

emprenderla, lo cual no era deseable.

El átomo del uranio 235 es un 1,3 % menos masivo que el del uranio 238.

Consecuentemente, si los átomos adquiriesen la forma gaseosa, los del U-235 se

moverían con más rapidez que los del U-238. Por tanto, y en virtud de su mayor

difusión, se los podría separar mediante una serie de barreras filtradoras. Pero primero

sería preciso convertir el uranio en gas. El único medio de darle esa forma era

combinarlo con flúor para hacer hexafluoruro de uranio, líquido volátil compuesto por

un átomo de uranio y seis átomos de flúor. En esta combinación, la molécula

conteniendo U-235 sería un 1 % escaso más ligera que la del U-238; pero esta

diferencia parecía ser suficiente para demostrar la eficacia del método.

Se hizo pasar bajo presión por barreras de protones al hexafluoruro de uranio. En cada

barrera, las moléculas conteniendo U-235 pasaron algo más aprisa por término medio,

y esa ventaja a favor del U-235 se acrecentó con los pasos consecutivos. Se

requirieron miles de barreras para obtener cantidades apreciables de hexafluoruro casi

puro de uranio 235; ahora bien, las concentraciones enriquecidas con U-235 exigieron

muchas menos barreras.

En 1942 hubo razones suficientemente fundadas para suponer que el método de la

difusión gaseosa (y uno o dos más) podría producir bastante cantidad de «uranio

enriquecido». Entonces se construyeron plantas de separación (cada una costó mil

millones de dólares y consumió tanta electricidad como la ciudad de Nueva York) en la

ciudad secreta de Oak Ridge, Tennessee, lugar denominado inicialmente «Dog-patch»

por los irreverentes científicos, recordando la ciudad mítica de Al Capp, Li'l Abner.

Entretanto los físicos calcularon el «tamaño crítico» requerido para mantener la

reacción en cadena con un trozo de uranio enriquecido. Si el trozo era pequeño,

escaparían demasiados neutrones de su superficie sin dar tiempo a que los absorbieran

los átomos U-235. Si se quería reducir esas fugas, el volumen del trozo debería ser

considerable en proporción con su superficie. Una vez alcanzado el «tamaño crítico»,

los neutrones interceptarían suficientes átomos U-235 para dar continuidad a la

reacción en cadena.

Los físicos encontraron también el medio de emplear eficazmente los neutrones

disponibles. Como ya he mencionado, los neutrones «termales» (es decir, lentos) se

sometan con más presteza a la absorción por el uranio 235 que los rápidos. Así, pues,

los experimentadores utilizaron un «moderador» para frenar a los neutrones, cuyas

velocidades eran relativamente elevadas cuando emergían de la reacción por fisión. El

agua ordinaria hubiera sido un excelente agente retardativo, pero desgraciadamente

los núcleos de hidrógeno ordinario apresaban con gran voracidad los neutrones. El

deuterio (hidrógeno 2) cumplía mucho mejor esa misión; prácticamente no mostraba

ninguna tendencia a absorber neutrones. Por consiguiente, los experimentadores de la

fisión procuraron crear suficientes reservas del agua pesada.

Hasta 1943, recurrieron casi siempre a la electrólisis: el agua ordinaria se dividía en

oxígeno e hidrógeno mucho más fácilmente que el agua pesada y, por tanto, si se

electrolizaban grandes cantidades de agua el residuo final era rico en agua pesada y,

además, se conservaba bien. Sin embargo, desde 1945 se prefirió el método de la

destilación fraccionada. El agua ordinaria alcanzaba el punto ínfimo de ebullición, y

entonces el residuo de agua no hervida era rico en agua pesada.

Sin duda, el agua pesada fue muy valiosa a principios de la década de 1940. Hay una

historia emocionante sobre las andanzas de Joliot-Curie para llevarse consigo las

reservas de ese líquido en Francia anticipándose a la invasión nazi el año 1940. Los

alemanes nazis apresaron solamente un millar de litros que habían sido preparados en

Noruega. Pero un comando británico de asalto los destruyó el año 1942.

No obstante, el agua pesada tuvo sus altibajos; solía hervir cuando la reacción en

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cadena producía demasiado calor, y entonces corroía el uranio. Los científicos, cuya

misión era crear un sistema de reacción en cadena para el proyecto Manhattan,

decidieron emplear carbono en la forma más pura del grafito como moderador.

Otro moderador posible fue el berilio, aunque su toxicidad representaba una gran

desventaja. Por cierto, se descubrió esa enfermedad, la beriliosis, hacia principios de

1940 en uno de los físicos que trabajaban con la bomba atómica.

Imaginemos ahora una reacción en cadena. Comenzamos por proyectar un chorro de

neutrones contra el conjunto de moderador y uranio enriquecido. Cierto número de

átomos de U-235 sufre la fisión, liberando neutrones que golpean a otros átomos de

uranio 235. Éstos se desintegran a su vez y desprenden más neutrones. Algunos

neutrones serán absorbidos por átomos ajenos al uranio 235; otros escaparán

simplemente de la pila atómica. Pero si un neutrón de cada fisión —basta exactamente

con uno— consigue producir otra fisión, entonces se mantendrá la reacción en cadena.

Si el «factor multiplicador» es superior a 1, aunque sólo sea por una fracción mínima

(ejemplo, 1,001), la reacción en cadena progresará velozmente hasta provocar la

explosión. Esto era beneficioso para fines bélicos, pero no para fines experimentales.

Se hizo necesario idear algún dispositivo que controlara el promedio de fisiones. Ello

sería posible introduciendo barras de ciertas sustancias como el cadmio, que tiene una

amplia sección transversal, para la captura de neutrones. Ahora bien, la reacción en

cadena se desarrollaba tan rápidamente que no habría habido tiempo para introducir

las barras moderadoras de cadmio si no hubiese sido por la afortunada circunstancia

de que los átomos del uranio 235 no emitían instantáneamente todos sus neutrones al

desintegrarse. Un neutrón de cada ciento cincuenta, más o menos, es un «neutrón

rezagado» que se emite pocos minutos después de la fisión, pues este neutrón no

emerge directamente de los átomos desintegrados sino de otros más pequeños

formados con la fisión. Cuando el factor multiplicador sobrepasa ligeramente la unidad,

este retraso es suficiente para aplicar los controles.

En 1941 se realizaron experimentos con mezclas de uranio-grafito, y la información

acumulada bastó para orientar a los físicos, quienes acordaron que era posible desatar

una reacción en cadena, incluso sin uranio enriquecido, si se empleaba un trozo de

uranio suficientemente voluminoso.

Los físicos empezaron a construir en la Universidad de Chicago un reactor de tamaño

crítico para tratar el uranio. Por aquellas fechas tenían ya a su disposición 6 t de uranio

puro; y se les había añadido como complemento óxido de uranio. Entonces se

colocaron capas alternas de uranio y grafito, una sobre otra hasta un total de

cincuenta y siete y con un orificio a través de ellas para insertar las barras

moderadoras de cadmio. Se llamó «pila» a esa estructura, designación anodina y

convencional que no traicionaba su función. (Durante la Primera Guerra Mundial se

denominó «tanques» a los nuevos vehículos acorazados con el mismo propósito de

enmascaramiento. La palabra «tanque» subsistió, pero, afortunadamente, la expresión

«pila atómica» ha dado paso a otra más descriptiva: «reactor nuclear».)

La pila de Chicago, construida bajo el estadio de rugby, medía 9 m de longitud y 6,5 m

de altura. Pesaba 1.400 t y contenía 52 t de uranio en forma de metal y óxido. El 2 de

diciembre de 1942 se extrajeron lentamente las barras moderadoras de cadmio. A las

3.45 horas, el factor multiplicador alcanzó la cifra uno: la reacción por fisión empezó a

funcionar de manera autónoma.

Justamente cuando ocurría eso, el género humano entró —sin saberlo— en la «Era

atómica».

El físico a cargo de aquella operación fue Enrico Fermi.

Inmediatamente se despachó a Washington un telegrama anunciando el éxito con

estas palabras: «El navegante italiano ha penetrado en el nuevo mundo.» La Office del

Scientific Research and Development telegrafió de vuelta: «¿Cómo se portaron los

nativos?» Y la respuesta le llegó en seguida: «Se mostraron muy amistosos.»

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Es curioso que el primer navegante italiano descubriera un mundo nuevo en 1492, y el

segundo descubriera otro en 1942; aquellos que se interesan por los trastrueques

místicos de los números, atribuyeron gran importancia a esa coincidencia.

La era nuclear

Mientras tanto había aparecido otro combustible fisionable. El uranio 238 forma, al

absorber un neutrón termal, el uranio 239, que se desintegra rápidamente para

constituir el neptunio 239, el cual se desintegra a su vez con casi idéntica rapidez y

forma el plutonio 239.

Ahora bien, el núcleo del plutonio 239 tiene un número impar de neutrones (145) y es

más complejo que el uranio 235; por tanto debería ser altamente inestable. Parecía

razonable suponer que el plutonio, tal como el uranio 235, se sometería a la fisión con

neutrones termales. En 1941 se confirmó así por vía experimental.

No sabiendo todavía a ciencia cierta si la preparación del uranio 235 sería práctica, los

físicos decidieron arriesgarse a fabricar plutonio en grandes cantidades.

Se construyeron reactores especiales en Oak Ridge y Hanford, Estado de Washington,

el año 1943 con la finalidad de producir plutonio. Aquellos reactores representaron un

gran avance comparados con la primera pila de Chicago. Por una parte los nuevos

reactores estaban diseñados de tal forma que se podía extraer el uranio

periódicamente de la pila, se separaba el plutonio del uranio mediante procedimientos

químicos y se podían aprovechar los productos de la fisión, entre los cuales habían

algunos absorbentes muy poderosos de neutrones. Por añadidura los nuevos reactores

tenían refrigeración de agua para evitar el calentamiento excesivo. (La pila de Chicago

sólo podía funcionar durante breves períodos porque se la enfriaba meramente con

aire.)

En 1945 se tuvo ya suficiente uranio 235 y plutonio 239 purificados para construir



bombas. Esta parte del programa se emprendió en una tercera ciudad secreta, Los

Alamos, Nuevo México, bajo la supervisión del físico norteamericano, J. Robert

Oppenheimer.

Para los propósitos bélicos era conveniente que la reacción nuclear en cadena se

desarrollara con la mayor rapidez posible. Ello requeriría la intervención de neutrones

rápidos que acortasen los intervalos entre fisiones. Así, pues, se omitió el moderador.

Asimismo se encerró la bomba en una envoltura masiva para mantener la integridad

del uranio el mayor tiempo posible, a fin de que se fisionara una gran proporción.

Puesto que una masa crítica de materia fisionable explotaría espontáneamente

(salpicada por los neutrones erráticos del aire), se dividió el combustible de la bomba

en dos o más secciones. El mecanismo detonador estuvo constituido por un explosivo

(¿TNT?) que agrupaba esas secciones cuando debiera explotar la bomba. Un

dispositivo llamado «el hombre flaco» consistía en un tubo con dos porciones de uranio

en sus dos extremos. Otro, el «hombre gordo», fue una esfera donde una granada

compuesta de materia fisionable se incrustaba por «implosión» en el núcleo central

formando una densa masa crítica que mantenía momentáneamente su integridad

gracias a la fuerza de la implosión y a una funda maciza llamada el «pisón». El pisón

sirvió también para reflejar los neutrones hacia la masa fisionable, y reducir, por tanto,

el tamaño crítico.

Fue imposible ensayar tal artefacto a escala menor. Si la bomba no sobrepasaba el

tamaño crítico, todo sería inútil. Consecuentemente, la primera prueba consistió en

hacer explotar una bomba de fisión a gran escala, denominada «bomba atómica» o

«bomba A». El 16 de julio de 1945, a las 5.30 horas, estalló una bomba en

Alamogordo, Nuevo México, con efectos verdaderamente horripilantes; tuvo la fuerza

explosiva de 20.000 t de TNT. Cuando se interrogó más tarde el físico I. I. Rabí,

testigo visual del ensayo, éste respondió con tono lúgubre, según se ha dicho: «No

puedo explicárselo..., pero no espere morir de causas naturales.» (Es justo agregar

aquí que el caballero a quien dio Rabí tal contestación, falleció de muerte natural

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algunos años después.)



Se prepararon otras dos bombas de fisión. La primera, una bomba de uranio llamada

Little Boy con 3 m de longitud, 0,60 m de anchura y un peso de 4,5 t, se dejó caer

sobre Hiroshima, el 6 de agosto de 1945; se la hizo detonar mediante el eco radar.

Pocos días después, la segunda, una bomba de plutonio, 3,3 m y 1,5 de longitud y

anchura respectivamente, peso de 5 t llamada Fat Man se dejó caer sobre Nagasaki.

Las dos bombas juntas tuvieron una fuerza explosiva de 35.000 t de TNT. Con el

bombardeo de Hiroshima, la Era atómica, iniciada ya casi tres años antes, irrumpió en

la conciencia del mundo.

Cuatro años después de aquello, los norteamericanos vivieron bajo la impresión

engañosa de que existía un secreto denominado «bomba atómica» y que lo podrían

mantener oculto para siempre a otras naciones si se adoptaban rigurosas medidas de

seguridad. A decir verdad, los hechos y las teorías de la fisión habían sido temas del

dominio público desde 1939, y la Unión Soviética había emprendido seriamente la

investigación del asunto en 1940; si la Segunda Guerra Mundial no hubiera demandado

sus modestos recursos en una medida tan superior a la que demandara los inmensos

recursos de unos Estados Unidos libres de toda invasión, la URSS podría haber tenido

una bomba atómica en 1945, tal como Estados Unidos. De cualquier forma, la Unión

Soviética hizo explotar su primera bomba atómica el 22 de setiembre de 1949, ante el

desaliento y la incomprensible estupefacción de casi todos los norteamericanos. Aquel

artefacto sextuplicó el poder de la bomba lanzada sobre Hiroshima y tuvo un efecto

explosivo equivalente a 210.000 t de TNT.

El 3 de octubre de 1952, Gran Bretaña se constituyó en tercera potencia atómica,

haciendo explotar su propia bomba de ensayo; el 13 de febrero de 1960, Francia se

unió al «club atómico» como cuarto miembro de pleno derecho, pues hizo estallar una

bomba de plutonio en el Sahara. Y el 16 de octubre de 1964, la República Popular

China (China comunista) anunció la explosión de una bomba atómica que la convirtió

en quinto miembro.

Además la bomba adquirió más diversidad. En 1953, Estados Unidos dispararon por

primera vez una bomba de fisión con un cañón, en lugar de lanzarla desde el aire. Así

se inició el desarrollo de la «artillería atómica» (o «arma atómica táctica»).

La reacción termonuclear

Entretanto, la bomba de fisión quedó reducida a una mera bagatela. El hombre había

conseguido desencadenar otra reacción nuclear energética que hacía posible la

superbomba.

En la fisión del uranio sólo se transforma en energía un 0,1 % de la masa del átomo de

uranio. Pero cuando se fusionan los átomos de hidrógeno para formar helio, un 0,5 %

completo de su masa se convierte en energía, como lo indicara por primera vez el

químico estadounidense William Draper Harkins el año 1915. Bajo temperaturas de

millones de grados, la energía de los protones es suficientemente alta para permitirles

la fusión. Así se pueden unir dos protones y, después de emitir un positrón y un

neutrino (proceso que transforma uno de los protones en neutrón), formar un núcleo

de deuterio. Entonces el núcleo de deuterio se funde con un protón para constituir un

núcleo de tritio que se puede fundir todavía con otro protón para formar helio 4. O bien

los núcleos de deuterio y tritio se combinan de diversas formas para formar helio 4.

Como tales reacciones nucleares tienen lugar solamente bajo el estímulo de muy

elevadas temperaturas, se las conoce por el nombre de «reacciones termonucleares».

Durante la década del los 30 se creía que el único lugar donde existían las

temperaturas requeridas era el centro de las estrellas. En 1938, el físico de origen

alemán Hans Albrecht Bethe (quien había abandonado la Alemania hitleriana para

establecerse en Estados Unidos el año 1935) manifestó que las reacciones de fusión

originaban la energía irradiada por las estrellas. Aquélla fue la primera explicación

totalmente satisfactoria de la energía estelar desde que Helmholtz planteara la

cuestión casi un siglo antes.

373


Pero entonces la fisión del uranio proporcionó las temperaturas necesarias en la Tierra.

Su bomba podría servir como una cerilla suficientemente caliente para desatar una

reacción en cadena y provocar la fusión del hidrógeno. Durante algún tiempo se dudó

mucho sobre la posibilidad de hacer trabajar esa reacción en forma de bomba. Por lo

pronto iba a ser preciso condensar el combustible hidrógeno hasta constituir una densa

masa bajo la forma de mezcla entre deuterio y tritio, lo cual significaba que se le

debería licuar y mantenerlo a temperaturas que sobrepasaran en muy pocos grados el

cero absoluto. Dicho de otra forma, lo que se haría explotar sería un frigorífico masivo.

Y suponiendo, por añadidura, que se pudiera construir una bomba de hidrógeno, ¿cuál

sería realmente su finalidad? La bomba de fisión era ya bastante destructora para

hacer desaparecer las ciudades; una bomba de hidrógeno sólo acrecentaría

inconmensurablemente la destrucción y barrería naciones enteras con todos sus

habitantes.

No "obstante, y'pese a las desconsoladoras perspectivas, Estados Unidos y la Unión

Soviética se creyeron obligados a llevar adelante el proyecto. La Comisión de Energía

Atómica estadounidense inició los preparativos: produjo combustible de tritio, colocó

un artefacto «fisión-fusión» de 65 t en un atolón coralífero del Pacífico y, el 1 de

noviembre de 1952 provocó la primera explosión termonuclear (una «bomba de

hidrógeno» o «bomba H») sobre nuestro planeta. Se cumplieron todas las ominosas

predicciones: la explosión equivalió a 10 millones de toneladas de TNT (10

«megatones»), es decir, desarrolló una energía 500 veces mayor que la modesta

bomba de Hiroshima con sus 20 «kilotones». La explosión destruyó el atolón.

Pero los rusos no se rezagaron mucho; el 12 de agosto de 1953 produjeron con éxito

una explosión nuclear mediante un artificio suficientemente ligero para su transporte

en avión. Estados Unidos no fabricó ese artefacto portátil hasta principios de 1954.

Entretanto se había concebido un esquema mucho más simple para generar una

reacción termonuclear en cadena dentro de una bomba portátil. La clave de esta

reacción fue el elemento litio. Cuando el isótopo de litio 6 absorbe un neutrón, se

desintegra en núcleos de helio y tritio, liberando 4,8 MeV de energía en el proceso.

Supongamos, pues, que se utiliza como combustible un compuesto de litio e hidrógeno

(bajo la forma de isótopo pesado de deuterio). Este combustible es sólido, no se

requiere refrigeración para condensar el combustible. Un detonador de fisión proveería

los neutrones necesarios para desintegrar el litio. Y el calor por la explosión ocasionaría

la fusión del deuterio existente en el compuesto y del tritio producido por la

desintegración del litio. En otras palabras, se producirían varias reacciones productoras

de energía: desintegración del litio, fusión del deuterio con deuterio y fusión del

deuterio con tritio.

Ahora bien, además de liberar una energía formidable, esas reacciones producirían

también un gran número de neutrones adicionales. Y entonces, los constructores de la

bomba tuvieron esta ocurrencia: ¿Por qué no emplear esos neutrones para fisionar una

masa de uranio? Se podría fisionar incluso el uranio ordinario 238 con neutrones

rápidos (aunque no fuera tan expedito como el U-235). La violenta explosión de los

neutrones rápidos provocada por las reacciones de fusión, podría fisionar un número

muy considerable de átomos U-238. Supongamos que se construye una bomba con un

núcleo de U-235 (el detonador) rodeado por una carga explosiva de litio-deuterio, y

envolviendo ese conjunto una capa de uranio 238 que sirviera también como

explosivo. Así resultaría una bomba realmente poderosa. La capa de U-238 podría ser

casi tan gruesa como se quisiera, pues el uranio 238 no tiene ningún tamaño crítico

que provoque la reacción espontánea en cadena. Se suele llamar a ese resultado

«bomba-U».

Por fin se construyó esa bomba; y se la hizo estallar en Bikini, una isla del archipiélago

Marshall, el 1 de marzo de 1954; su eco retumbó por el mundo entero. La energía

liberada fue de 15 megatones aproximadamente. Aún fue más dramática la lluvia de

partículas radiactivas que cayó sobre veintitrés pescadores japoneses, tripulantes de

un pesquero llamado El dragón afortunado. Su radiactividad destruyó el cargamento de

pesca e hizo enfermar a aquellos pescadores de los cuales murió más tarde uno. En

fin, no puede decirse que contribuyera a mejorar la salud del mundo.

374


Desde 1954, las bombas de fisión-fusión-fisión vienen siendo elementos integrantes

del armamento general en Estados Unidos, la Unión Soviética y Gran Bretaña. La Unión

Soviética ha hecho explotar bombas de hidrógeno cuya potencia oscila entre los 50 y

100 megatones, mientras Estados Unidos se muestran perfectamente capaces de

construir tales bombas, e incluso otras mayores, a corto plazo.

En la década de 1970 se desarrollaron una bombas termonucleares que minimizaron el

efecto de impacto y maximizaron la radiación, particularmente de neutrones. Por lo

tanto, se causarían menos daños a la propiedad y más a los seres humano. Tales



bombas de neutrones parecen algo deseable a la gente que se preocupa por las

propiedades y ve la vida como algo barato.

Cuando se emplearon las primeras bombas nucleares en los últimos días de la

Segunda Guerra Mundial, fueron arrojadas desde un avión. Ahora es posible lanzarlas

por medio de misiles balísticos intercontinentales (ICBMs), propulsados por cohetes y

capaces de apuntar con gran exactitud desde cualquier lugar de la Tierra a cualquier

otro lugar del mismo planeta. Tanto Estados Unidos como la Unión Soviética tienen

grandes almacenes de semejantes misiles, todos ellos equipados con ojivas nucleares.

Por esta razón, una guerra termonuclear total entre las dos superpotencias, si se inicia

con insano encono por ambos lados, puede poner fin a la civilización (y tal vez incluso

a gran parte del poder de la Tierra para albergar la vida) en menos de media hora. Si

en este mundo ha habido alguna vez un pensamiento más sobrio, seguro que es éste.

EL NÚCLEO EN LA PAZ

El empleo dramático de la energía nuclear, representada por bombas increíblemente

destructivas, ha hecho más que ningún otro acontecimiento desde los comienzos de la

Ciencia para presentar al científico en el papel del ogro.

Ésa representación gráfica es justificable hasta cierto punto, pues ningún argumento ni

raciocinio puede alterar el hecho de que fueron realmente los científicos quienes

construyeron la bomba atómica conociendo desde el primer instante su enorme poder

destructivo y su posible aplicación práctica.

Es algo simplemente justo añadir que lo hicieron bajo la tensión de una gran guerra

contra unos enemigos implacables y con el ojo puesto en la temible posibilidad de que

un hombre tan maníaco como Adolfo Hitler pudiera conseguir él primero una de tales

bombas. También cabe añadir que, en conjunto, los científicos que trabajaron en la

bomba quedaron por completo perturbados al respecto y que muchos se opusieron a

su empleo, mientras que otros dejaron a continuación el campo de la física nuclear,

algo que sólo puede describirse como por remordimientos.

En 1945, un grupo de científicos, bajo la dirección del premio Nobel James Franck (en

la actualidad ciudadano estadounidense), pidieron al secretario de la Guerra que no

emplease la bomba nuclear contra las ciudades japonesas y previeron, con gran

exactitud, el peligroso punto muerto nuclear que seguiría a su empleo. Unos

remordimientos de conciencia mucho menores fueron sentidos por los dirigentes

políticos y militares, que tuvieron que tomar en realidad la decisión del empleo de las

bombas y quienes, por alguna particular razón, son tenidos por unos patriotas por

muchas personas que consideran a los científicos unos demonios.

Además, no podemos ni debemos subordinar el hecho de que, al liberar la energía del

núcleo atómico, los científicos han puesto a nuestra disposición un poder que cabe

emplear de un modo tanto constructivo como destructivo. Resulta importante poner el

énfasis en esto en un mundo y en una época en que la amenaza de la destrucción

nuclear ha situado a la ciencia y a los científicos vergonzosamente a la defensiva, y en

un país como Estados Unidos, en el que existe una más bien fuerte tradición rusoniana

contra lo que se aprende en los libros, que son corruptores de la sencilla integridad de

los seres humanos en un estado de Naturaleza.

Incluso la explosión de una bomba atómica no necesita tampoco ser puramente

375

destructiva. Al igual que las otras explosiones menores de carácter químico, empleadas



desde hace mucho tiempo en minería y en construcción de presas y carreteras, los

explosivos nucleares podrían ser de vasta ayuda en los proyectos de construcción. Ya

han sido avanzados toda clase de sueños de este tipo: excavación de puertos, dragado

de canales, ruptura de formaciones rocosas subterráneas, preparación de depósitos de

calor para conseguir energía..., incluso para la propulsión a grandes distancias de los

navios espaciales. Sin embargo, en la década de los años 1960, el furor de tales

desmedidas esperanzas se apagó. La perspectiva de los peligros de la contaminación

radiactiva o de gastos imprevistos, o ambas cosas, sirvieron como amortiguador.

No obstante, la aplicación constructiva del poder nuclear quedó simbolizada por una

especie de reacción en cadena que se instaló bajo el estadio de rugby en la

Universidad de Chicago. Un reactor nuclear controlado puede generar inmensas

cantidades de calor que, desde luego, se prestan al encauzamiento, mediante un

«refrigerante» tal como el agua o el metal fundido, para producir electricidad o caldear

un edificio (fig. 10.4).



Barcos movidos por energía nuclear

Pocos años después de la guerra se construyeron en Gran Bretaña y Estados Unidos

reactores nucleares experimentales que produjeron electricidad. Hoy día Estados

Unidos posee una flota de submarinos movidos por energía nuclear, el primero de los

cuales (el Nautilus, cuyo coste se elevó a 50 millones de dólares) fue botado en enero

de 1954. Esta nave, tan importante hoy día como lo fuera la Clermont de Fulton en sus

tiempos, posee motores con fuentes energéticas virtualmente inagotables que le

permiten sumergirse durante períodos indefinidos, mientras que los submarinos

ordinarios deben subir frecuentemente a la superficie para cargar sus baterías

mediante generadores diesel, cuyo funcionamiento requiere aire. Por añadidura, esos

submarinos alcanzan una velocidad máxima de ocho nudos, mientras el submarino

nuclear se desplaza a veinte nudos o más.

El primer reactor del Nautilus duró para un recorrido de 100.500 km; ese itinerario

incluyó una demostración espectacular. El Nautilus atravesó el océano Ártico en 1958

376

sin emerger ni una sola vez. Aquel viaje submarino demostró que la profundidad



oceánica en el Polo Norte era de 4.023 m, es decir, mucho mayor de lo que se había

pensado. Un segundo submarino nuclear bastante mayor, el Tritón, circunnavegó el

Globo en ochenta y cuatro días entre febrero y mayo de 1960 siguiendo la ruta

magallánica.

La Unión Soviética posee también submarinos nucleares, y en diciembre de 1957 botó

el primer barco de superficie movido por fuerza nuclear, el Lenin, un rompehielos. Poco

antes Estados Unidos había puesto la quilla a su primer barco nuclear de superficie, y

en julio de 1959 se botaron el Long Beach (un crucero) y el Savannah (un buque

mercante). El Long Beach está provisto con dos reactores nucleares.

Apenas transcurridos diez años desde la botadura de los primeros barcos nucleares,

Estados Unidos tenía ya sesenta y un submarinos nucleares y cuatro buques nucleares

de superficie, unos navegando y otros en construcción o en proyecto autorizado para

futura construcción. Sin embargo, el entusiasmo por la propulsión nuclear se extinguió

también, exceptuando si acaso los submarinos. En 1967 se retiraba el Savannah

cuando cumplía los dos años de vida. Su mantenimiento costaba tres millones de

dólares cada año, cifra que se estimaba excesiva.



Los reactores nucleares para producción de electricidad

Pero no debería ser solamente el elemento militar quien se aprovechara de esa

innovación. En junio de 1954, la Unión Soviética hizo construir el primer reactor

nucíear para uso civil: producción de energía eléctrica. Fue uno pequeño todavía, su

capacidad no rebasó los 5.000 kW. Allá por octubre de 1956, Gran Bretaña puso en

funcionamiento su planta atómica «Calder Hall» con una capacidad superior a los

50.000 kW. Estados Unidos llegaron a ese campo en tercer lugar. El 26 de mayo de

1958 la «Westinghouse» dio fin a un pequeño reactor con una capacidad de 60.000 kW

para la producción de energía eléctrica en la localidad de Shippingport (Pensilvania).

Les siguieron rápidamente muchos reactores en Estados Unidos y otras partes del

mundo.

Al cabo de una década o poco más, doce países poseían ya reactores nucleares y el 50



% de la electricidad suministrada en Estados Unidos para usos civiles procedía de la

fisión nuclear. Se invadió incluso el espacio exterior, pues el 3 de abril de 1965 se

lanzó un satélite propulsado por un pequeño reactor. Y, no obstante, el problema de la

contaminación radiactiva seguía revistiendo gravedad. Cuando comenzó la década de

1970, se hizo cada vez más audible la oposición pública contra esa incesante

proliferación de centrales nucleares.

Luego, el 28 de marzo de 1979, la Isla de las Tres Millas, en el río Susquehanna, cerca

de Harrisburg, constituyó el más grave accidente nuclear en la historia de Estados

Unidos. En realidad, no hubo emisión de ninguna cantidad significativa de

radiactividad, ni tampoco ningún peligro para la vida humana, aunque, durante unos

días, existió casi pánico. Sin embargo, el reactor fue desactivado de una forma

indefinida, y cualquier limpieza del mismo será algo largo y muy costoso.

La víctima principal fue la industria de energía nuclear. Una oleada de sentimiento

antinuclear barrió Estados Unidos y también otras naciones. La posibilidad de nuevos

reactores nucleares que entren en funcionamiento en Estados Unidos ha quedado

dramáticamente disminuida.

Este accidente, al llevar a su propia casa a los norteamericanos los terrores de incluso

la posibilidad de una contaminación radiactiva, parece que ha reforzado la opinión

pública a nivel mundial contra la producción (y mucho menos el uso) de bombas

nucleares y esto, para cualquier persona racional, debería parecer un buen resultado.

Sin embargo, la energía nuclear en su aspecto pacífico no puede abandonarse con

facilidad. La necesidad de energía que tienen los humanos es abrumadora y, como ya

señalé al principio de este capítulo, es posible que no podamos confiar en los

combustibles fósiles durante mucho tiempo ni tampoco, en un próximo futuro, una

377

masiva sustitución de los mismos por la energía solar. La energía nuclear, por otra



parte, está aquí y no faltan voces que señalan que, con la seguridad apropiada, no es

más peligrosa que los combustibles fósiles, sino tal vez mucho menor. (Incluso en el

caso particular de la contaminación radiactiva, debería recordarse que el carbón

contiene pequeñas cantidades de impurezas radiactivas, y que el quemar carbón libera

más radiactividad en la atmósfera que los reactores nucleares, o por lo menos así se

ha razonado.)



Reactores generadores

En ese caso, supongamos que consideramos la fisión nuclear como una fuente de

energía. ¿Durante cuánto tiempo podríamos contar con esto? No durante mucho, si

hemos de depender por entero del escaso material fisionable del uranio 235. Pero,

afortunadamente, pueden crearse otros combustibles fisionables usando el uranio 235

como arranque.

Ya hemos visto que el plutonio es uno de esos combustibles artificiales. Supongamos

que construimos un reactor pequeño con combustible de uranio enriquecido y

omitimos el moderador, para que los neutrones más rápidos entren en forma de

corriente en un revestimiento de uranio natural. Esos neutrones convertirán al uranio

238 del revestimiento en plutonio. Si disponemos las cosas para que se desperdicien

pocos neutrones, de cada fisión de un átomo de uranio 235 en el núcleo podemos

conseguir más de un átomo de plutonio producido en el revestimiento. En otras

palabras, reproduciremos más combustible del que consumimos.

El primer «reactor generador» se construyó bajo la dirección del físico canadiense

Walter Henry Zinn en Arco (Idaho) en 1951. Se le llamó «ERB-1» (Experimental

Breeder Reactor-1). El aparato no demostró sólo la solvencia del principio generador,

sino que también produjo electricidad.

Ese sistema generador podría multiplicar muchas veces las reservas de combustible

tomando como base el uranio, porque todos los isótopos ordinarios del uranio —el

uranio 238— serían combustibles potenciales.

El elemento torio, integrado totalmente por torio 232, es otro combustible fisionable en

potencia. Tras la absorción de neutrones rápidos viene a ser el isótopo artificial torio

233 que decae velozmente para transformarse en uranio 233. Ahora bien, el uranio

233 es fisionable bajo los neutrones lentos y mantiene una reacción en cadena

autogenética. Así, pues, se puede agregar el torio a las reservas de combustible,

precisamente un elemento cinco veces más abundante que el uranio en la Tierra.

Según se ha calculado, la primera capa de 90 m en la corteza terrestre contiene como

promedio 12.000 t de uranio y torio por kilómetro cuadrado. Aunque, claro está, no

todos esos yacimientos están por el momento a nuestro alcance.

Para recapitular: la cantidad total de energía concebible y disponible en las reservas

terrestres de uranio y torio es veinte veces mayor que los depósitos de carbón y

petróleo existentes hoy día a nuestra disposición.

Y, sin embargo, las mismas preocupaciones que hacen a la gente temer a los reactores

ordinarios, se redoblan en lo que se refiere a un reactor generador. El plutonio es

mucho más peligroso que el uranio y existen quienes mantienen que se trata de la

materia más venenosa en el mundo que tienen la posibilidad de construirse en

cantidades masivas, y que si parte de éstas se abre paso hasta el medio ambiente,

podría presentarse una catástrofe de forma irreversible. También existe temor a que el

plutonio que se pretende para su uso en reactores pacíficos pueda se robado o

asaltado y empleado para fabricar una bomba nuclear (como ha hecho la India) y que

luego podría usarse para un chantaje criminal.

Esos temores son tal vez exagerados, pero razonables, y no sólo el accidente y el robo

dan motivos para ese miedo. Incluso los reactores que funcionan sin el menor

vislumbre de accidente continúan siendo un peligro. Para comprender la razón de todo

ello, permítasenos considerar la radiactividad y la radiación energética a la que dan

378

origen.


Los peligros de la radiación

En realidad, la vida en la Tierra siempre se ha visto expuesta a la radiactividad natural

y a los rayos cósmicos. Sin embargo, la producción de rayos X en el laboratorio y la

concentración de sustancias naturalmente radiactivas, tales como el radio, que existe

ordinariamente en unas trazas en extremo diluidas en la corteza terrestre, componen

en gran parte este peligro. Las primeras personas que manejaron los rayos X y el radio

recibieron dosis letales: tanto Marie Curie como su hija Irene Joliot-Curie murieron de

leucemia a causa de su exposición a esas sustancias, y existe el famoso caso de los

pintores de esferas de reloj de los años 1920, que murieron como resultado de

apoyarse en los labios sus pinceles que tenían radio en la punta.

El hecho de que la incidencia general de la leucemia haya aumentado sustancialmente

en épocas recientes puede deberse, en parte, al uso creciente de los rayos X para

numerosos propósitos. La incidencia de la leucemia en los médicos que es muy

probable que se vean expuestos, es el doble que el del público en general. En los

radiólogos, que son los especialistas médicos en el empleo de los rayos X, la incidencia

es diez veces mayor. No es de extrañar que se hayan efectuado intentos para sustituir

los rayos X por otras técnicas, sobre todo con el uso de sonidos ultrasónicos. La

llegada de la fisión añadió nueva fuerza a este peligro. Ya sea en las bombas o en los

reactores nucleares se libera radiactividad a una escala que puede lograr que toda la

atmósfera, los océanos y hasta lo que comemos, bebemos o respiramos sea cada vez

más peligroso para la vida humana. La fisión ha introducido una forma de

contaminación que puede poner a prueba la ingenuidad del hombre para su control.

Cuando el átomo de uranio o de plutonio se desintegra, sus productos de fisión toman

varias formas. Los fragmentos incluyen isótopos de bario, o de tecnecio, o cualquier

número de otras posibilidades. En conjunto, se han identificado hasta 200 productos

diferentes de fisión radiactiva. Existen problemas en la tecnología nuclear, puesto que

algunos absorben con fuerza neutrones y hacen las veces de amortiguador para la

reacción de fisión. Por esta razón, el combustible en un reactor debe sustituirse y

purificarse de vez en cuando.

Además, estos fragmentos de fisión son todos peligrosos para la vida en diversos

grados, dependiendo de la energía y naturaleza de la radiación. Las partículas alfa, por

ejemplo, que entran en el cuerpo son más peligrosas que las partículas beta. El índice

de desintegración también es importante: un nucleido que se desintegra rápidamente

bombardeará al receptor con más radiación por segundo o por hora que uno que se

desintegre con mayor lentitud.

El índice de desintegración de un nucleido radiactivo es algo de lo que sólo cabe hablar

cuando se implican gran número de nucleidos. Un núcleo individual puede

desintegrarse en un momento dado —al instante siguiente o dentro de mil millones de

años, o en cualquier tiempo intermedio—, y no hay manera de prever cuándo ocurrirá.

Sin embargo, cada especie radiactiva, tiene un índice medio de desintegración, y si se

hallan implicados los números de átomos suficientes! es posible predecir con gran

exactitud qué proporción de los mismos se descompondrá en una unidad de tiempo

dada. Por ejemplo, permítasenos decir que ese experimento muestra que, en una

muestra dada de un átomo al que podemos llamar X, los átomos se desintegran en la

proporción de 1 o 2 por año. Al final de año, 500 de cada 1.000 átomos X originales de

la muestra quedarán como átomos X; al cabo de dos años 250 y, tras tres años, 125.

Y así indefinidamente. El tiempo que tardan la mitad de los átomos originales en

desintegrarse se llama vida media de ese átomo en particular (término introducido por

Rutherford en 1904); por consiguiente, la vida media del átomo X es de un año. Cada

nucleido radiactivo tiene su propia y característica vida media, que no cambia nunca en

condiciones ordinarias. (La única clase de influencia exterior que puede cambiar las

cosas es el bombardeo de los núcleos con una partícula o unas en extremo elevadas

temperaturas en el interior de una estrella; en otras palabras, un suceso violento

capaz de atacar per se los núcleos...)

379

La vida media del uranio 238 es 4,5 miles de millones de años. No nos sorprende, por



tanto, que subsista todavía el uranio 238 en el Universo pese a la decadencia de sus

átomos. Un cálculo muy simple nos demostrará que se requiere un período seis veces

mayor que la vida media para reducir una cantidad determinada de nucleidos

radiactivos hasta el 1 % del total original. Cuando hayan transcurrido 30 mil millones

de años desde estas fechas, quedará todavía 1 kg de uranio por cada tonelada

existente hoy día en la corteza terrestre.

Aunque los isótopos de un elemento sean químicamente idénticos, sus propiedades

nucleares pueden diferir en gran manera. El uranio 235, por ejemplo, se desintegra

seis veces más aprisa que el uranio 238; su vida media es sólo de 710 millones de

años. Así, pues, cabe suponer que en los eones ya desaparecidos, el uranio contenía

mucho más uranio 235 que el de nuestros días. Hace 6 millones de años, el uranio 235

representaría el 70 % aproximadamente del uranio natural. Sin embargo, el género

humano no está consumiendo los residuos del uranio 235. Aunque se hubiese

retrasado un millón de años el descubrimiento de la fisión, la Tierra poseería todavía

un 99,99 % del uranio 235 existente en la actualidad.

Evidentemente, cualquier nucleido con una vida media inferior a los cien millones de

años habría declinado hasta desvanecerse en la dilatada vida del Universo. Así se

explica que hoy sólo encontremos algunos vestigios de plutonio. El isótopo de plutonio

más longevo, el plutonio 244, tiene una vida media de 70 millones de años solamente.

El uranio, el torio y otros elementos radiactivos de larga vida dispersos entre rocas y

tierra, emiten pequeñas cantidades de radiación que están siempre presentes en el

aire circundante de nuestro medio. El propio hombre es ligeramente radiactivo, pues

todos los tejidos orgánicos contienen trazas de un isótopo relativamente raro e

inestable del potasio (potasio 40) que tiene una vida media de 1.300 millones de años.

(Al desintegrarse, el potasio 40 produce algún argón 40 y, probablemente, eso aclara

la circunstancia de que sea el nucleido más común entre los gases inertes de la Tierra.

Los promedios potasio-argón han servido para verificar la edad de los meteoritos.)

También existe un isótopo radiactivo del carbono, el carbono 14, que, de ordinario, no

se esperaría que estuviese presente en la Tierra, puesto que su vida media es de

5.770 años. Sin embargo, el carbono 14 se forma continuamente a causa del impacto

de las partículas de rayos cósmicos sobre los átomos de nitrógeno de nuestra

atmósfera. El resultado es que existen siempre presentes trazas de carbono 14, por lo

que algunos de ellos se incorporan constantemente al dióxido de carbono de la

atmósfera. Y debido a que se halla presente en el dióxido de carbono, se incorpora a

las plantas a través de sus tejidos, desde donde se extiende a la vida animal,

incluyéndonos a nosotros mismos.

El carbono 14 está siempre presente en el cuerpo humano en una concentración más

pequeña que el potasio 40, pero el carbono 14, al tener con mucho una vida media

menor, se desintegra con mayor frecuencia. El número de desintegraciones del

carbono 14 puede llegar a ser de una sexta parte respecto del potasio 40. Sin

embargo, cierto porcentaje del carbono 14 está contenido en los genes humanos. Y,

cuando los mismos se desintegran, el resultado de ello puede ser profundos cambios

en las células individuales, cambios que no ocurren en el caso de la desintegración del

potasio 40.

Por esta razón, puede razonarse que el carbono 14 es un átomo más

significativamente radiactivo que se encuentra de una forma natural en el cuerpo

humano. Esta posibilidad ya fue señalada por el bioquímico rusonorteamericano Isaac

Asimov en 1955.

Los diversos nucleidos radiactivos y las radiaciones energéticas que se producen de

una forma natural (tales como los rayos cósmicos y los rayos gamma) constituyen una



radiación de fondo. La exposición constante a la radiación natural, ha desempeñado

probablemente un papel en el pasado en la evolución, produciendo mutaciones y tal

vez sea en parte responsable de la plaga del cáncer. Pero los organismos vivientes lo

han soportado durante millones de años. La radiación nuclear se ha convertido en un

380

grave azar sólo en nuestro tiempo, cuando empezamos a experimentar con el radio y



luego con el advenimiento de la fisión y de los reactores nucleares.

En la época en que comenzó el proyecto de energía atómica, los físicos ya conocían por

penosa experiencia los peligros de la radiación nuclear. Los que trabajaban en el

proyecto se rodearon, por lo tanto, de unas elaboradas medidas de precaución. Los

productos de fisión «calientes» y otras materias radiactivas fueron situadas detrás de

recios muros blindados y sólo se miraban a través de trampillas de cristal. Se idearon

instrumentos para manejar los materiales por mando a distancia. Se ordenó que todas

las personas llevasen rollos de película fotográfica u otros mecanismos de detección

para «vigilar» su exposición acumulada. También se realizaron muchos experimentos

en animales para estimar la exposición máxima permisible. (Los mamíferos son más

sensibles a la radiación que otras formas de vida, pero tienen también una resistencia

media más elevada.)

A pesar de todo, sucedieron accidentes y unos cuantos físicos nucleares murieron de

enfermedad radiactiva tras recibir dosis masivas. Si embargo, existen riesgos en

cualquier ocupación, incluso en la más segura; los trabajadores de la energía nuclear

están en realidad más protegidos que muchos otros, gracias al conocimiento creciente

de los riesgos y de las precauciones respecto de la radiactividad.

Pero un mundo lleno de reactores nucleares, esparciendo productos de fisión a

toneladas, y a millares de toneladas, sería algo muy diferente. ¿Cómo desembarazarse

de todos esos mortíferos materiales?

Una gran parte de la radiactividad de vida corta se disipa hasta llegar a ser inofensiva

en cosa de semanas o de meses; puede almacenarse durante ese tiempo y luego

deshacerse de él. Los más peligrosos son los nucleidos con vidas medias de uno a

treinta años. Tienen suficiente vida breve como para producir una intensa radiación,

pero viven lo suficiente asimismo para ser peligrosos durante generaciones. Un

nucleido con una vida media de treinta años empleará dos siglos en perder el 99 % de

su actividad.



Empleo de productos de fisión

Los productos de fisión pueden tener buenos usos. Como fuentes de energía,

suministran corriente a pequeños mecanismos o instrumentos. Las partículas emitidas

por el isótopo radiactivo se absorben, y su energía se convierte en calor que, a su vez,

producirá electricidad en pilas termoeléctricas. Las pilas que producen electricidad de

esta forma son generadores de fuerza radioisótopos, y se les denomina por lo general

SNAP (por Systems for Nuclear Auxiliary Power, es decir, «Sistemas de Fuerza Auxiliar

Nuclear») o, aún más dramáticamente, pilas atómicas. Pueden alcanzar sólo el peso de

un par de kilos, generar hasta 60 vatios y durar dos años. Las baterías SNAP han sido

empleadas en satélites; por ejemplo, en el Transit 4A y en el Transit 4B, que fueron

puestos en órbita por Estados Unidos en 1961 para servir, en último término, de ayuda

a la navegación.

El isótopo usado con mayor frecuencia en las baterías SNAP es el estroncio 90, al que

pronto se le mencionará en otro aspecto. Los isótopos de plutonio y de curio también

se emplean en algunas variedades.

Los astronautas que aterrizaron en la Luna colocaron algunos de esos generadores de

fuerza nuclear en la superficie para suministrar electricidad a cierto número de

experimentos lunares y equipo de transmisión por radio. Los mismos han continuado

funcionando infatigablemente durante años.

Los productos de fisión pueden tener asimismo un amplio uso potencial en medicina

(en el tratamiento del cáncer, por ejemplo) o como bactericidas y para la conservación

de alimentos, y en otros muchos campos de la industria, incluyendo la fabricación de

productos químicos. Por ejemplo, la «Hercules Powder Company» ha diseñado un

reactor para emplear la radiación en la producción del anticongelante etilenglicol.

381

Sin embargo, una vez analizado todo esto, cabe decir que no existe un uso concebible



para más de una pequeña parte de las enormes cantidades de productos de fisión que

descargan los reactores nucleares. Esto representa una importante dificultad en

conexión, en general, con las centrales nucleares. Se estima que de cada 200.000

kilovatios de electricidad producida nuclearmente existe una producción de casi un

kilogramo de productos de fisión al día. ¿Qué hacer con ellos? Estados Unidos ha

almacenado ya muchos millones de litros de líquido radiactivo bajo tierra y se estima

que hacia el año 2000 se necesitará eliminar hasta dos millones y medio de litros al

día... Tanto Estados Unidos como Gran Bretaña han enterrado contenedores de

hormigón llenos de productos radiactivos en el mar. Se ha propuesto arrojar los

productos de desecho radiactivos en las fosas abisales oceánicas, almacenarlos en

minas de sal abandonadas, encerrarlos en vidrio molido y enterrar el material

solidificado. Pero siempre ha existido la nerviosa creencia de que, de una forma u otra,

la radiactividad escapará con el tiempo y contaminará el suelo o los mares. Una

pesadilla particularmente temible radica en la posibilidad de que un buque movido por

energía nuclear naufrague y vierta sus productos de fisión acumulados en el océano. El

hundimiento del submarino nuclear estadounidense, el U. S. S. Thresher, en el

Atlántico Norte el 10 de abril de 1963 ha proporcionado nueva materia a este temor,

aunque en este caso, al parecer, la mencionada contaminación no ha tenido lugar.



Lluvia radiactiva

Aunque la contaminación radiactiva ocasionada por la energía nuclear pacífica

represente un peligro potencial, se la podrá controlar por lo menos con todos los

medios posibles y, probablemente, se tendrá éxito. Pero hay otra contaminación que

se ha extendido ya en todo el mundo y que, con seguridad, sería objeto de

propagación deliberada en una guerra nuclear. Me refiero a la lluvia radiactiva

procedente de las bombas atómicas.

La lluvia radiactiva es un producto de toda bomba nuclear, incluso de aquellas

lanzadas sin intención aviesa. Como los vientos acarrean la lluvia radiactiva alrededor

del mundo y las precipitaciones de agua la arrastran hacia tierra, resulta virtualmente

imposible para cualquier nación el hacer explotar una bomba nuclear en la atmósfera

sin la correspondiente detección. En el caso de una guerra nuclear, la lluvia radiactiva

podría producir a largo plazo más víctimas y más daños a los seres vivientes del

mundo entero que los estallidos incendiarios de las propias bombas sobre los países

atacados.

La lluvia radiactiva se divide en tres tipos: «local», «troposférica» y «estratosférica».

La lluvia radiactiva local resulta de las grandes explosiones cuando las partículas de

polvo absorben a los isótopos radiactivos y se depositan rápidamente a centenares de

kilómetros. Las explosiones aéreas de bombas nucleares de la magnitud kilotón,

envían residuos de la fisión a la troposfera. Éstos quedan en suspensión al cabo de un

mes, y durante ese intervalo los vientos los arrastran hacia el Este, haciéndoles

recorrer millares de kilómetros.

La gran producción de productos de fisión de las superbombas termonucleares es

lanzada a la estratosfera. Tal lluvia radiactiva estratosférica necesita un año o más

para sedimentarse y distribuirse por todo un hemisferio, cayendo, llegado el momento,

tanto sobre el atacante como sobre el atacado.

La intensidad de la lluvia radiactiva desatada por la primera superbomba, cuya

explosión tuvo lugar en el Pacífico el 1 de marzo de 1954, cogió por sorpresa a los

científicos. Ninguno había esperado que la lluvia radiactiva producida por una bomba

de fusión fuese tan «perniciosa». La contaminación afectó seriamente a 22.000 km2,

un área casi equivalente a la superficie de Massachusetts. Pero todos ellos vieron

claramente las razones cuando supieron que se había reforzado el núcleo de fusión con

una capa de uranio 238 sobre la cual actuaron los neutrones para fisionarla. Ello no

multiplicó solamente la fuerza de la explosión, sino que también originó una nube de

residuos radiactivos mucho más voluminosa que la producida por una simple bomba de

fisión del tipo Hiroshima.

382

Hasta estas fechas la lluvia radiactiva de los ensayos nucleares ha agregado solamente



una pequeña cantidad de radiactividad a la radiación terrestre de fondo. Pero incluso

un aumento ínfimo sobre el nivel natural acrecentaría la incidencia del cáncer, causaría

trastornos genéticos y acortaría ligeramente el término medio de la longevidad. Los

analistas más circunspectos de esos riesgos, conceden que si se incrementara el ritmo

de mutación (véase en el capítulo 13 la discusión sobre mutaciones), la lluvia

radiactiva entrañaría ciertas complicaciones para futuras generaciones.

Un producto determinado de la fisión es particularmente peligroso para la vida

humana. Nos referimos al estroncio 90 (vida media: veintiocho años), un isótopo muy

útil en los generadores SNAP. Cuando el estroncio 90 se precipita sobre tierras y

aguas, las plantas lo asimilan y después lo incorporan a los cuerpos de aquellos

animales (incluido el hombre) que se alimentan directa o indirectamente de ellas. El

estroncio tiene gran similitud química con el calcio, y por ello se dirige a los huesos

para alojarse en ellos durante largo tiempo. Ahí reside su peculiar peligro. Los

minerales alojados en los huesos tienen una lenta «evolución»; es decir, no se les

remplaza tan rápidamente como a las sustancias de los tejidos blandos. Por tal razón,

el estroncio 90, una vez absorbido, puede permanecer en el cuerpo de la persona

afectada durante el resto de su vida (fig. 10.5.).

El estroncio 90 es una sustancia insólita en nuestro medio ambiente; no existía sobre

la Tierra en cantidades apreciables hasta que el hombre fisionó el átomo de uranio.

Pero, hoy día, al cabo de una generación escasamente, el estroncio 90 se ha

incorporado a los huesos de todo ser humano sobre la Tierra y, sin duda, de todos los

vertebrados. En la estratosfera flotan todavía cantidades considerables de este

elemento y, tarde o temprano, reforzarán la concentración ya existente en nuestros

huesos.


383

Las «unidades estroncio» (UE) miden la concentración de estroncio 90. Una UE es un

micromicrocurio de estroncio 90 por cada gramo de calcio en el cuerpo. Un «curio» es

una unidad de radiación (naturalmente llamada así en memoria de los Curie) que

equivalía inicialmente a la radiación producida por un gramo de radio equilibrado con el

producto de su desintegración, el radón. Hoy se la conceptúa generalmente como el

equivalente de 37 mil millones de desintegraciones por segundo. Un micromicrocurio

es una trillonésima de curio, o bien 2,12 desintegraciones por minuto. Por

consiguiente, una «unidad estroncio» representa 2,12 desintegraciones por minuto y

por cada gramo de calcio existente en el cuerpo.

La concentración de estroncio 90 en el esqueleto humano varía considerablemente

según los lugares y los individuos. Se ha comprobado que algunas personas contienen

una cantidad setenta y cinco veces mayor que el promedio. Los niños cuadruplican

como término medio la concentración de los adultos, debido a la más intensa evolución

de la materia en sus huesos incipientes. El cálculo del promedio varía según los casos,

pues su base fundamental es la porción de estroncio 90 en las dietas. (Por cierto que la

leche no es un alimento especialmente peligroso en este sentido, aunque el calcio

asimilado de los vegetales vaya asociado con bastante más estroncio 90. El «sistema

filtrador» de la vaca elimina parte del estroncio que ingiere con el pienso vegetal.) Se

calcula que el promedio de concentración del estroncio 90 en los huesos de los

ciudadanos estadounidenses en 1959 oscilaba entre una unidad estroncio y cinco

unidades estroncio largas. (La Comisión Internacional de Radiación estableció el

«máximo permisible» en 67 UE.) Pero los promedios significan muy poca cosa, máxime

cuando el estroncio 90 puede concentrarse en «lugares críticos» de los huesos y

alcanzar suficiente nivel para producir leucemia o cáncer.

Los efectos de la radiación ocasionaron por su importancia, entre otras cosas, la

adopción de diversas unidades específicas con objeto de apreciar su amplitud. Una, por

ejemplo, el «roentgen» o roentgenio (llamada así para recordar al descubridor de los

rayos X) se basa en el número de iones originados por los rayos X o los rayos gamma

bajo estudio. Más recientemente se ha implantado el «rad» (abreviatura de

«radiación»). Representa la absorción de 100 ergios por gramo de cualquier tipo de

radiación.

La naturaleza de la radiación tiene su importancia. Un «rad» de partículas masivas es

mucho más efectivo que un «rad» de partículas ligeras respecto a la inducción de

cambios químicos en los tejidos; por tanto, la energía bajo la forma de partículas alfa

es más peligrosa que esa misma energía bajo la forma de electrones.

Los estragos químicos causados por la radiación obedecen principalmente a la

desintegración de las moléculas del agua (que integran la mayor parte de los tejidos

vivos) en fragmentos excepcionalmente activos («radicales libres») que reaccionan a

su vez con las complejas moléculas del tejido. Las lesiones medulares, interceptando la

producción de células sanguíneas, son una manifestación particularmente grave de la

«enfermedad radiactiva» que conduce sin remedio a la muerte cuando se desarrolla lo

suficiente.

Muchos científicos eminentes creen firmemente que la lluvia radiactiva representa un

importante riesgo para la raza humana. El químico norteamericano Linus Pauling

asegura que la lluvia radiactiva de una sola superbomba puede ocasionar 100.000

muertos por leucemia y otras enfermedades en el mundo entero, e indica que el

carbono radiactivo 14, producido por los neutrones de una explosión nuclear,

constituye un grave peligro genético. Así pues, Pauling ha abogado apasionadamente

por el cese de las pruebas nucleares; hoy respalda todos los movimientos encaminados

a atajar el peligro de una guerra y promover el desarme. Por otra parte, algunos

científicos, incluido el físico estadounidense de origen húngaro Edward Teller, quitan

importancia a los riesgos implícitos en la lluvia radiactiva.

Por lo general, el mundo simpatiza con Pauling, como lo revela el hecho de que se le

concediera el premio Nobel de la Paz, en 1962. (Ocho años antes, Pauling había

ganado el premio Nobel de Química; así, pues, él y Marie Curie son los únicos

miembros de esa agrupación selecta a quienes se han otorgado dos premios Nobel.)

384


En el otoño de 1958, Estados Unidos, la URSS y Gran Bretaña suspendieron los

ensayos nucleares con arreglo a un «acuerdo entre caballeros» (lo cual no impidió que

Francia hiciera explotar su primera bomba atómica en la primavera de 1960). Durante

tres años todo pareció de color rosa; la concentración de estroncio 90 llegó a un punto

culminante hacia 1960 y luego se equilibró muy por debajo de un nivel que, según se

estima, es la cantidad máxima compatible con la seguridad. Así y todo, en los trece

años de pruebas nucleares totalizando la explosión de 150 bombas muy diversas, se

ha contaminado la atmósfera con 25 millones de curios de estroncio 90 y cesio 137

(otro producto peligroso de la fisión). Solamente dos de esos artefactos explotaron con

intenciones homicidas, pero el resultado de las restantes explosiones fue también

bastante funesto.

En 1961, la Unión soviética puso fin a la moratoria sin el menor aviso y reanudó sus

ensayos. Como quiera que la URSS hizo explotar bombas termonucleares de un poder

sin precedentes, Estados Unidos se creyeron obligados a renovar sus experimentos. La

opinión pública mundial, despabilada por el alivio de la moratoria, reaccionó con suma

indignación.

Por consiguiente, el 10 de octubre de 1963, las tres potencias nucleares más

representativas firmaron un tratado acordando suspender las pruebas nucleares (ya no

fue un mero acuerdo entre caballeros), es decir, la explosión de bombas nucleares en

la atmósfera, el espacio y el fondo marino. Sólo se permitieron las explosiones

subterráneas porque no producían lluvia radiactiva.

Ésta ha sido la acción más esperanzadora encaminada a la supervivencia humana que

ha tenido lugar desde el principio de la Era nuclear.

FUSIÓN NUCLEAR CONTROLADA

Durante más de treinta años, los físicos nucleares han tenido en sus mentes la

posibilidad de un sueño más atractivo que convertir la fisión en unos usos

constructivos: el sueño de domesticar la energía de fusión. A fin de cuentas, la fusión

es el motor que logra que nuestro mundo siga funcionando: las reacciones de fusión en

el Sol constituyen la fuente definitiva de todas nuestras formas de energía y de la

misma vida. Si pudiésemos de alguna forma reproducir y controlar semejantes

reacciones en la Tierra, todos nuestros problemas energéticos quedarían resueltos.

Nuestro suministro de combustible podría ser tan grande como el océano, puesto que

el combustible sería el hidrógeno.

Y, cosa rara, éste no constituiría el primer empleo del hidrógeno como combustible. No

mucho después de que se descubriese el hidrógeno y se estudiasen sus propiedades,

se ganó un lugar como combustible químico. El científico estadounidense Robert Haré

creó un soplete oxihidrílico en 1801, y la cálida llama del hidrógeno ardiendo en

oxígeno ha servido a la industria desde entonces.

El hidrógeno líquido se ha empleado también como un inmensamente importante

combustible en los cohetes, v se ha sugerido emplear el hidrógeno como un

combustible particularmente limpio para generar electricidad, y en los automóviles

eléctricos y vehículos similares. (En estos últimos casos, el problema radica en que aún

subsiste la facilidad de explosión en el aire.) Sin embargo, a lo que se le ha atribuido

una mayor importancia es al combustible de fusión nuclear.

La energía de la fusión es inmensamente más conveniente que la de la fisión. Kilo por

kilo, un reactor de fusión suministrará diez veces más energía que un reactor de fisión.

Medio kilogramo de hidrógeno, en fusión, producirá 35 millones de kilovatios-hora de

energía. Además, la fusión dependerá de los isótopos de hidrógeno que pueden

conseguirse con facilidad del océano en grandes cantidades, mientras que la fisión

requiere el laboreo del uranio y del torio, una tarea comparativamente mucho más

difícil. Asimismo, mientras la fusión produce cosas tales como neutrones e hidrógeno

3, que no se espera que sean tan peligrosos como los productos de fisión. Finalmente,

y tal vez mucho más importante, un reactor de fusión, en el caso de un eventual mal

funcionamiento, se colapsaría y desaparecería, mientras que la reacción de fisión

385

puede escapar del control humano (una excursión nuclear), produce un derretimiento



de su uranio (aunque esto no ha sucedido hasta ahora) y expande peligrosamente la

radiactividad.

Si la fusión controlada llega a ser factible, en ese caso, considerando la disponibilidad

del combustible y la riqueza de la energía que produciría, proporcionaría un útil

suministro energético que duraría miles de millones de años, mientras existiere la

Tierra. El único resultado peligroso sería entonces la contaminación térmica, la adición

general de energía de fusión al calor total que llega a la superficie de la Tierra. Esto

elevaría levemente la temperatura y tendría unos resultados similares a los de efecto

invernadero. También podría ser verdad de la energía solar obtenida por cualquier otra

fuente distinta de la radiación solar que llega a la Tierra de forma natural. Las

centrales de energía solar, al operar, por ejemplo, en el espacio, se añadirían al calor

natural que alcanza la superficie terrestre. En uno u otro caso, la Humanidad debería

limitar sus usos de energía o prever unos métodos para desembarazarse del calor de la

Tierra en el espacio de una proporción superior a la natural.

Sin embargo, todo esto es sólo de interés teórico en el caso de que la fusión nuclear

controlada pueda llevarse al laboratorio y convertirse en un práctico proceso comercial.

Tras una generación de trabajos, aún no hemos alcanzado ese punto.

De los tres isótopos de hidrógeno, el hidrógeno 1 es el más común y asimismo el más

difícil de forzar su fusión. Es el combustible particular del Sol, pero el Sol lo tiene en

miles de billones de kilómetros cúbicos, junto con un enorme campo gravitatorio para

mantenerlo unido y unas temperaturas centrales de muchos millones de grados. Sólo

un pequeño porcentaje del hidrógeno dentro del Sol se halla en fusión en un momento

dado, pero a causa de la vasta masa presente, incluso un pequeño porcentaje es

suficiente.

El hidrógeno 3 es el más fácil de llevar a la fusión, pero existe en tan pequeñas

cantidades y puede únicamente obtenerse con tan espantoso gasto de energía, que

resulta desesperanzador pensar en él, por lo menos aún no, como un combustible

práctico por sí mismo.

Esto nos deja al hidrógeno 2, que es más fácil de manejar que el hidrógeno 1 y mucho

más común que el hidrógeno 3. En todo el hidrógeno del mundo, sólo un átomo de

cada 6.000 es deuterio, pero eso es suficiente. Por lo tanto, existen 33 mil billones de

toneladas de deuterio en el océano, lo suficiente para suministrar al hombre una

amplia energía durante todo un previsible futuro.

Sin embargo, también aquí existen problemas. Esto puede parecer sorprendente, dado

que las bombas de fusión existen. Si podemos conseguir que el hidrógeno se fusione,

¿por qué no podemos construir un reactor lo mismo que una bomba? Ah, para

conseguir una bomba de fusión necesitamos el empleo de una bomba de fisión que

sirva de ignición para el proceso. Y para construir un reactor de fisión, precisamos de

una ignición más suave, obviamente, y debemos mantener la reacción dentro de un

índice constante, controlado... y no explosivo.

El primer problema es el menos difícil. Fuertes corrientes eléctricas, ondas sónicas de

alta energía, rayos láser, etc., pueden producir temperaturas de hasta varios millones

de grados en muy poco tiempo. No existen dudas de que se conseguirían las

temperaturas requeridas.

Mantener la temperatura mientras se consigue (como confiamos) que el hidrógeno

esté en fusión constituye algo más dificultoso. Resulta obvio que ningún contenedor

material resistiría un gas a unas temperaturas probablemente por encima de 100

millones de grados. O el contenedor se vaporizaría o el gas se enfriaría. El primer paso

hacia una solución radica en reducir la densidad del gas muy por debajo de la presión

normal, disminuyendo de esta forma el contenido calórico, aunque la energía de la

partícula continuase siendo elevada. El segundo paso constituye un concepto de una

gran ingenuidad. Un gas a una temperatura muy elevada tiene todos los electrones

separados de sus átomos; se trata del plasma (término introducido por Irving

386


Langmuir ya en los años 1930), compuesto por electrones y núcleos desnudos. Dado

que se halla entonces formado enteramente por partículas cargadas, ¿por qué no

emplear un fuerte campo magnético, que ocupara el lugar de un contenedor material

para albergarlo? El hecho de que los campos magnéticos retengan las partículas

cargadas y atenacen una corriente de las mismas unida, constituye algo conocido

desde 1907, cuando se le llamaba efecto de estricción. Se intentó la idea de una



botella magnética y funcionó, pero sólo durante un instante brevísimo (fig. 10.6). Las

volutas de plasma en estricción en la botella, inmediatamente empiezan a ondear

como una serpiente, se desintegran y desaparecen.

Otro enfoque consiste en obtener un campo magnético más fuerte en los extremos del

tubo, para que el plasma sea rechazado y se impida su desintegración. Esto también

se mostró deficiente. Pero no del todo. Si un plasma a 100 millones de grados pudiese

mantenerse en su sitio durante sólo cosa de un segundo, comenzaría la reacción en

fusión, y la energía se extraería del sistema. Dicha energía se emplearía para hacer

más firme el campo magnético y más potente, a fin de conservar la temperatura en el

nivel apropiado. La reacción de fusión se mantendría a sí misma, y la misma energía

producida serviría para conservarlo todo en funcionamiento. Pero el impedir que el

plasma no se desintegre durante un segundo es mucho más de lo que aún puede

realizarse.

Dado que la fuga de plasma tiene lugar con particular facilidad en el extremo del tubo,

¿por qué no eliminar los extremos del tubo, dando a éste una forma de anilla? Una

forma particularmente útil diseñada es el tubo anilliforme («toro»), retorcido en forma

de número ocho. Este mecanismo en forma de ocho fue diseñado, en 1951, por Spitzer

y se le denomina estellarator. Un artilugio más utilizable fue el concebido por el físico

soviético Lev Andréievich Artsimóvich. A éste se le denomina Cámara Magnética

Toroidal, y se abrevia como «Tokamak».

Los físicos norteamericanos están trabajando asimismo con «Tokamaks» y, además,

con un aparato llamado «Scyllac», que ha sido diseñado para mantener a los gases

más densos y que, por tanto, requieren un período más breve de contención.

Durante casi veinte años, los físicos han estado aproximándose centímetro a

centímetro a la energía de fusión. El progreso ha sido lento, pero no existen aún signos

definitivos de haber llegado a un callejón sin salida.

387

Mientras tanto, aún no se ha dado con unas aplicaciones prácticas de la investigación



acerca de la fusión. Unos sopletes de plasma que emitieran chorros a temperaturas de

hasta 50.000° C en absoluto silencio llevarían a cabo la función de los sopletes

químicos ordinarios. Y se ha sugerido que el soplete de plasma es la unidad que menos

desperdicios tendría. En su llama, todo —todo— se desintegraría en sus elementos

constituyentes, y esos elementos estarían disponibles para reciclarlos y convertirlos de

nuevo en materiales útiles.

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