Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas



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Capítulo 9

LA MÁQUINA

FUEGO Y VAPOR

Hasta ahora, en este libro, me he preocupado casi por completo de la ciencia pura, es

decir, una explicación acerca del Universo que nos rodea. Sin embargo, a través de la

Historia los seres humanos han empleado las obras del Universo para aumentar su

propia seguridad, comodidad y placer. Emplearon todas esas obras en un principio sin

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una comprensión adecuada de las mismas pero, gradualmente, llegó a dominarlas con



ayuda de cuidadosas observaciones, sentido común e incluso éxitos y fracasos. Una

aplicación semejante de las obras para usos humanos es la tecnología, y la misma

podemos decir que es anterior a la ciencia.

No obstante, una vez la ciencia comenzó a crecer se hizo posible lograr que la

tecnología avanzase a una velocidad cada vez más creciente. En los tiempos

modernos, la ciencia y la tecnología han crecido tan entrelazadas (la ciencia haciendo

avanzar a la tecnología mientras elucidaba las leyes de la Naturaleza, y la tecnología

hace adelantar a la ciencia al producir nuevos instrumentos y mecanismos para que los

empleen los científicos), que ya no nos es posible separarlas.

La primitiva tecnología

Si volvemos a los principios, consideremos que, aunque la primera ley de la

termodinámica declara que la energía no puede crearse de la nada, no existe ninguna

ley en contra de convertir una forma de energía en otra. Toda nuestra civilización ha

sido construida para descubrir nuevas fuentes de energía y domeñarlas para usos

humanos de una forma cada vez más eficiente y con medios sofisticados. En realidad,

el mayor descubrimiento individual en la historia humana tiene que ver con los

métodos para convertir la energía química, como por ejemplo combustibles o madera,

en calor y en luz.

Fue tal vez hace medio millón de años cuando nuestros antepasados homínidos

«descubrieron» el fuego mucho antes de la aparición del Homo sapiens (el hombre

moderno). No cabe duda de que encontraron —y tuvieron que huir a escape— arbustos

y árboles incendiados por el rayo antes de eso. Pero el descubrimiento de las virtudes

del fuego no llegó hasta que la curiosidad venció al miedo.

Debió existir un momento cuando un primitivo dado —tal vez una mujer o (más

probablemente aún) un niño— debió verse atraído por los tranquilos restos ardientes

de semejante fuego accidental y debió divertirse jugando con él, alimentándole con

palitos y observando el bailoteo de las llamas. Indudablemente, los mayores tratarían

de detener un juego tan peligroso hasta que uno de ellos, más imaginativo que la

mayoría, reconoció las ventajas de dominar la llama y convertir una diversión infantil

en algo que empleasen los adultos. Una llama ofrecía luz en la oscuridad y calor contra

el frío. También mantenía alejados a los depredadores. Llegado el momento, la gente

descubrió que el fuego ablandaba los alimentos y los hacía saber mejor. (Mataba los

gérmenes y los parásitos también, pero los seres humanos prehistóricos no podían

saberlo.)

Durante centenares de millares de años, los seres humanos sólo pudieron hacer uso

del fuego manteniéndolo encendido de forma constante. Si accidentalmente la llama se

apagaba, aquello debía ser el equivalente de un apagón eléctrico en una sociedad

moderna. Otra nueva llama debía ser conseguida de otra tribu, o había que aguardar a

que un rayo hiciese ese trabajo. Fue sólo en tiempos comparativamente recientes

cuando los seres humanos aprendieron a prender una llama antes de que existiese

ninguna, momento en que el fuego llegó a ser verdaderamente domado (fig. 9.1). Fue

el Homo sapiens quien logró esa tarea en los tiempos prehistóricos, pero no sabemos

exactamente cuándo, exactamente dónde, y tal vez no lo sabremos nunca.

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En los primeros días de la civilización, el fuego se empleó no sólo para iluminación,



calor, protección y para cocinar, sino también, llegado el momento, para el aislamiento

de los metales a partir de sus menas y para manejar los metales después, para la

cochura de la cerámica y de los ladrillos e incluso para fabricar vidrio.

Otros importantes desarrollos fueron los heraldos del nacimiento de la civilización.

Hacia el año 9000 a. de J.C., los seres humanos comenzaron a domesticar plantas y

animales, comenzando las prácticas de la agricultura y de la ganadería, y de ese modo

incrementaron el abastecimiento de alimentos y, respecto de los animales, encontraron

una fuente directa de energía. Bueyes, asnos, camellos y hasta caballos (por no decir

nada de los renos, los yaks, los búfalos de agua, las llamas y elefantes en diferentes

rincones del mundo) aportaron unos músculos más potentes para llevar a cabo tareas

necesarias, empleando como combustible unos alimentos demasiado burdos para que

los seres humanos pudiesen comerlos.

Hacia el año 3500 a. de J.C. se inventó la rueda (posiblemente en un principio para el

torno como medio de moldear la cerámica). Al cabo de algunos siglos (seguramente

hacia el año 3000 a. de J.C.), las ruedas fueron situadas sobre trineos, que eran

difíciles de arrastrar y que ahora podían rodar fácilmente. Las ruedas no constituyeron

una fuente directa de energía, pero hicieron posible el que mucha menos energía se

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gastase al vencer la fricción.

Asimismo, hacia esta época, las primitivas balsas o piraguas empezaron a emplearse

para permitir que la energía del agua corriente transportase cargas. Hacia tal vez el

año 2000 a. de J.C., empezaron a emplearse las velas para captar el viento, por lo que

los movimientos del aire aceleraron el transporte o incluso forzaban al navio a moverse

contra la fuerza de las lentas corrientes. Hacia el año 1000 a. de J.C., los fenicios con

sus navios surcaron ya toda la extensión del mar Mediterráneo.

Más o menos hacia el año 50 a. de J.C., los romanos comenzaron a emplear la noria.

Una rápida corriente de agua podía hacer girar una rueda que, a su vez, hacía girar

otras ruedas que realizaban un trabajo: moler grano, aplastar menas, bombear agua,

etc. Los molinos de viento entraron en uso en ese tiempo, unos mecanismos en que

las comentes de aire, en vez de las de agua, movían la rueda. (Las corrientes rápidas

de agua son raras, pero el viento se encuentra en todas partes.) En los tiempos

medievales, los molinos de viento constituyeron una fuente importante de energía en

Europa occidental. Fue asimismo en los tiempos medievales cuando los seres humanos

comenzaron a quemar unas piedras negras llamadas carbón en unos hornos

metalúrgicos, a emplear la energía magnética para las brújulas de los navios (que

llegado el momento hicieron posible los largos viajes de exploración) y el uso de la

energía química para la guerra.

El primer empleo de la energía química para la destrucción (más allá del simple empleo

de flechas incendiadas) tuvo lugar hacia el año 670 d. de J.C., cuando un alquimista

sirio llamado Calínico se cree que inventó el fuego griego, una primitiva bomba

incendiaria compuesta de azufre y nafta, que se cree que tuvo el mérito de salvar a

Constantinopla de su primer asedio por los musulmanes el años 673.

La pólvora llegó a Europa en el siglo XIII. Roger Bacon la describió hacia el año 1280,

pero ya se la conocía en Asia desde muchos siglos atrás, y tal vez se introdujera en

Europa con las invasiones mongólicas iniciadas el año 1240. Sea como mere, la

artillería cual arma de fuego llegó a Europa en el siglo XIV y se supone que los cañones

hicieron su primera aparición en la batalla de Crécy, el año 1346.

El más importante de los inventos medievales es el atribuido al alemán Johann

Gutenberg. Hacia 1450, Gutenberg creó el primer tipo movible, y, con él, hizo de la

imprenta una poderosa fuerza de comunicación y propaganda. También fabricó la tinta

de imprenta, en la que el negro de humo estaba disuelto en aceite de linaza y no,

como hasta entonces, en agua. Esto, junto con la sustitución del pergamino por el

papel (invento —según la tradición— de un eunuco chino, Ts'ai Lun, el año 50 d. de

J.C., que llegó a la Europa moderna por conducto árabe en el siglo XIII), posibilitó la

producción a gran escala y distribución de libros y otro material escrito. Ninguna otra

invención anterior a los tiempos modernos se adoptó tan rápidamente. Una generación

después del descubrimiento se habían impreso ya 40.000 libros.

Los conocimientos documentales del género humano no estuvieron ya ocultos en las

colecciones reales de manuscritos, sino que fueron accesibles en las bibliotecas para

todos quienes supieran leer. Los folletos crearon y dieron expresión a la opinión

pública. (La imprenta tuvo una gran participación en el éxito de la revuelta de Martín

Lutero contra el Papado, que, de otra forma, hubiera sido simplemente un litigio

privado). Y también ha sido la imprenta, como todos sabemos, uno de los

instrumentos que han hecho de la Ciencia lo que hoy es. Esta herramienta

indispensable entrañaba una vasta divulgación de ideas. Hasta entonces, la Ciencia

había sido un asunto de comunicaciones personales entre unos cuantos aficionados;

pero, desde aquellas fechas, un campo principalísimo de actividad que alistó cada vez

más trabajadores, suscitó el ensayo crítico e inmediato de las teorías y abrió sin cesar

nuevas fronteras.

La máquina de vapor

La subordinación de la energía al hombre alcanzó su momento trascendental hacia

fines del siglo XVII, aunque ya se habían manifestado algunos indicios tímidos en los

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tiempos antiguos. El inventor griego Herón de Alejandría construyó, durante los

primeros siglos de la Era cristiana (no se puede siquiera situar su vida en un siglo

concreto), cierto número de artificios movidos por la fuerza del vapor. Empleó la

expansión del vapor para abrir puertas de templos, hacer girar esferas, etc. Él mundo

antiguo, cuya decadencia se acentuaba ya por entonces, no pudo asimilar esos

adelantos prematuros.

Quince siglos después, se ofreció la segunda oportunidad a una sociedad nueva en vías

de vigorosa expansión. Fue producto de una necesidad cada vez más apremiante:

bombear agua de las minas, cuya profundidad crecía sin cesar. La antigua bomba

aspirante de mano (véase capítulo 5) empleó el vacío para elevar el agua; y, a medida

que progresaba el siglo XVII, los hombres comprendieron mejor el inmenso poder del

vacío (o, más bien, la fuerza que ejerce la presión del aire en el vacío).

Por ejemplo, en 1650, el físico alemán (alcalde de Magdeburgo) Otto von Guericke,

inventó una bomba de aire accionada por la fuerza muscular. Montó dos hemisferios

metálicos unidos por un conducto y empezó a extraer el aire de su interior con una

bomba aplicada a la boquilla de un hemisferio. Cuando la presión del aire interior

descendía, la presión atmosférica, falta de equilibrio, unía los hemisferios con fuerza

siempre creciente. Por último, dos troncos de caballos tirando en direcciones opuestas

no pudieron separar los hemisferios, pero cuando se daba otra vez entrada al aire,

éstos se separaban por sí solos. Se efectuó ese experimento ante personajes muy

importantes, incluyendo en cierta ocasión al propio emperador alemán. Causó gran

sensación. Entonces, a varios inventores se les ocurrió una idea. ¿Por qué no usar el

vapor en lugar de la fuerza muscular para crear el vacío? Suponiendo que se llenara un

cilindro (o algún recipiente similar) con agua, y se la calentara hasta hacerla hervir, el

vapor ejercería presión sobre el agua. Si se enfriara el recipiente —por ejemplo,

haciendo caer agua fría en la superficie externa—, el vapor dentro del recipiente se

condensaría en unas cuantas gotas y formaría un vacío virtual. Entonces se podría

elevar el agua cuya extracción se pretendía (por ejemplo, el caso de la mina

inundada), haciéndola pasar por una válvula a dicho recipiente vacío.

Un físico francés, Denis Papin, empleó la fuerza del vapor ya tan pronto como en 1679.

Desarrolló un digestor de vapor en que el agua se calentaba en una vasija con una

tapa fuertemente ajustada. El vapor acumulado creaba una presión que aumentaba el

punto de ebullición del agua y, en su temperatura más elevada, cocinaba los alimentos

de forma más rápida y mejor. La presión del vapor dentro del digestor debió dar a

Papin la noción de cómo el vapor podía producir trabajo. Colocó un poco de agua en el

fondo del tubo y, calentándolo, lo convirtió en vapor. Éste se expansionaba y

empujaba de esta manera un pistón.

El ingeniero militar inglés Thomas Savery fue quien materializó por primera vez esa

idea para aplicarla a un artificio funcional. Su «ingenio de vapor» (la palabra «ingenio»

se aplicó originalmente a todo artificio mecánico) sirvió para extraer agua de minas y

pozos o mover una rueda hidráulica, llamándolo él, por tal razón, El amigo del minero.

Pero resultaba peligroso (porque la alta presión del vapor solía hacer reventar calderas

o tuberías) y poco eficaz (porque se perdía el calor del vapor cada vez que se enfriaba

el recipiente). Siete años después —en 1698—, Savery patentó su ingenio, y un

herrero inglés llamado Thomas Newcomen construyó una máquina más perfecta que

funcionaba a bajas presiones; tenía pistón y cilindros, empleándose la presión del aire

para mover hacia abajo el pistón.

Tampoco fue muy eficiente el ingenio de Newcomen, y la máquina de vapor siguió

siendo un artilugio secundario durante más de sesenta años, hasta que un mecánico

de precisión escocés, llamado James Watt, ideó el medio de darle efectividad. Lo

contrató la Universidad de Glasgow para diseñar un nuevo modelo del ingenio

Newcomen, cuyo funcionamiento dejaba mucho que desear. Watt comenzó a cavilar

sobre la pérdida inútil de combustible. ¿Por qué se creía necesario enfriar cada vez el

recipiente de vapor? ¿Por qué no mantener siempre caliente la cámara de vapor y

conducir éste hasta otra cámara condensadora mantenida a baja temperatura? Watt

introdujo varias mejoras más: se aprovechó la presión de vapor para mover el pistón,

se diseñó una serie de conexiones mecánicas para mantener en línea recta el

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movimiento del pistón, se enlazó este movimiento alternativo con un cigüeñal que

hacía girar a una rueda, y así sucesivamente. En 1782, su máquina de vapor,

rindiendo con una tonelada de carbón tres veces más que la de Newcomen, quedó lista

para prestar servicio como caballo universal de fuerza (fig. 9.2).

En épocas ulteriores se acrecentó sin cesar la eficiencia de la máquina de Watt,

principalmente mediante la aplicación de vapor cada vez más caliente a presiones cada

vez más altas. El invento de la Termodinámica por Carnot (véase capítulo 7) se debió

principalmente a la percepción de que el rendimiento máximo de cualquier máquina

térmica era proporcional a la diferencia de temperatura entre el depósito caldeado

(vapor en los casos ordinarios) y el frío.

Así los nuevos molinos textiles construidos no habían de localizarse en o cerca de

corrientes de movimiento rápido ni requerían de cuidado animal. Podían alzarse en

cualquier parte. Gran Bretaña comenzó a llevar a cabo un cambio revolucionario

cuando la gente que trabajaba abandonó el campo y las industrias domésticas para

establecerse en las fábricas (donde las condiciones laborales resultaron increíblemente

crueles y abominables hasta que la sociedad aprendió, a desgana, que la gente no

debía ser tratada de un modo peor que los animales).

El mismo cambio tuvo lugar en otros países que adoptaron el nuevo sistema de la

fuerza de la máquina de vapor y la Revolución industrial (un término introducido en

1837 por el economista francés Jéróme Adolphe Blanqui).

La máquina de vapor revolucionó también totalmente el transporte.

En 1787, el inventor estadounidense John Fitch construyó el primer vapor funcional,

pero su aventura fue un fracaso financiero, y Fitch murió olvidado sin conocer el

merecido crédito. Robert Fulton, un promotor más capacitado que él, botó en 1807 su

barco de vapor, el Clermont, con tanto alarde y publicidad, que se le consideró el

inventor del barco de vapor aunque, realmente, fuera el constructor de esa primera

nave tanto como Watt pudiera haberlo sido de la primera máquina de vapor.

Tal vez sería preferible recordar a Fulton por sus tenaces tentativas para construir

sumergibles. Sus naves submarinas no fueron prácticas, pero sí precursoras de varios

proyectos modernos. Construyó una, llamada Nauíilus, que, probablemente, inspiró a

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Julio Verne para imaginar aquel sumergible fantástico del mismo nombre en la obra



Veinte mil leguas de viaje submarino, publicada el año 1870. Éste, a su vez, sirvió de

inspiración para bautizar al primer submarino nuclear (véase capítulo 10).

A partir de 1830, los barcos de vapor cruzaron ya el Atlántico propulsados por hélices,

una mejora considerable en comparación con las ruedas laterales de palas. Y en 1850

los veloces y bellos Yankee Clippers empezaron a arriar definitivamente sus velas para

ser remplazados por vapores en todas las marinas mercantes y de guerra del mundo.

Más tarde, un ingeniero británico, Charles Algernoon Parsons (hijo de Lord Rose que

había descubierto la nebulosa del Cangrejo) ideó una mejora importante de la máquina

de vapor en conexión con los buques. En vez de que el vapor hiciese funcionar un

pistón que, a su vez, movía una rueda, Parsons pensó en la eliminación del

«intermediario», y logró una corriente de vapor dirigida directamente contra las

paletas de la rueda. De este modo la rueda podría resistir más calor y mayores

velocidades. En realidad, en 1884, había creado la primera turbina de vapor práctica.

En 1897, en el Jubileo de Diamantes de la reina Victoria, la armada británica estaba

realizando una parada de sus buques de guerra movidos por vapor, cuando el barco de

Parsons movido por sus turbinas, el Turbinia, pasó ante ellos, silenciosamente, a una

velocidad de 35 nudos. En la armada británica nadie se había percatado de ello, pero

fue el mejor truco publicitario que cupiese imaginar. No pasó mucho tiempo antes de

que tanto los barcos mercantes como los de guerra fuesen movidos por la presión de

las turbinas.

Mientras tanto, la máquina de vapor empezaba a dominar el transporte terrestre. En

1814, el inventor inglés George Stephenson —quien debió mucho a los trabajos

precedentes de un ingeniero inglés, Richard Trevithick— construyó la primera

locomotora funcional de vapor. El movimiento alternativo de los pistones movidos a

vapor pudo hacer girar las ruedas metálicas sobre los rieles tal como había hecho girar

antes las ruedas de palas en el agua. Y, allá por 1830, el fabricante americano Peter

Cooper construyó la primera locomotora comercial de vapor en el hemisferio

occidental.

Por primera vez en la Historia, los viajes terrestres estuvieron al mismo nivel que los

marítimos, y el comercio tierra adentro pudo competir con el tráfico marítimo. En

1840, la vía férrea alcanzó el río Mississippi, y en 1869, la superficie entera de Estados

Unidos quedó cubierta por una red ferroviaria.

ELECTRICIDAD

Si consideramos la naturaleza de las cosas, la máquina de vapor es aplicable sólo a la

producción de fuerza en gran escala y continua. No puede proporcionar eficazmente

pequeños impulsos de energía, ni obedecer, con carácter intermitente, al hecho de

presionar un botón: sería absurdo una «minúscula» máquina de vapor cuyo fuego se

encendiera y apagara a voluntad. Pero la misma generación que presenciara el

desarrollo de esa máquina, asistió también al descubrimiento de un medio para

convertir la energía en la forma que acabamos de mencionar: una reserva permanente

de energía, dispuesta para su entrega inmediata en cualquier lugar, y en cantidades

pequeñas o grandes, oprimiendo un botón. Como es natural, dicha forma es la

electricidad.

Electricidad estática

El filósofo griego Tales de Mileto (h. 600 a. de J.C.) observó que una resina fósil

descubierta en las playas del Báltico, a la cual nosotros llamamos ámbar y ellos

denominaban elektron, tenía la propiedad de atraer plumas, hilos o pelusa cuando se

la frotaba con un trozo de piel. El inglés William Gilbert, investigador del magnetismo

(véase capítulo 5) fue quien sugirió que se denominara «electricidad» a esa fuerza,

nombre que recordaba la palabra griega elektron. Gilbert descubrió que, además del

ámbar, otras materias, tales como el cristal, adquirían propiedades eléctricas con el

frotamiento.

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En 1733, el químico francés Charles-Francis de Cisternay du Fay descubrió que cuando

se magnetizaban, mediante el frotamiento, dos varillas de ámbar o cristal, ambas se

repelían. Y, sin embargo, una varilla de vidrio atraía a otra de ámbar igualmente

electrificada. Y, si se las hacía entrar en contacto, ambas perdían su carga eléctrica.

Entonces descubrío que ello evidenciaba la existencia de dos electricidades distintas:

«vitrea» y «resinosa».

El erudito americano Benjamín Franklin, a quien le interesaba profundamente la

electricidad, adujo que se trataba de un solo fluido. Cuando se frotaba el vidrio, la

electricidad fluía hacia su interior «cargándolo positivamente»; por otra parte, cuando

se frotaba el ámbar, la electricidad escapaba de él, dejándolo «cargado

negativamente». Y cuando una varilla negativa establecía contacto con otra positiva, el

fluido eléctrico pasaba de la positiva a la negativa hasta establecer un equilibrio

neutral.

Aquello fue una deducción especulativa notablemente aguda. Si sustituimos el «fluido»

de Franklin por la palabra electrón e invertimos la dirección del flujo (en realidad, los

electrones fluyen del ámbar al vidrio), esa conjetura es correcta en lo esencial.

El inventor francés Jean-Théophile Desaguliers propuso, en 1740, que se llamara

«conductores» a las sustancias a cuyo través circulaba libremente el fluido eléctrico

(por ejemplo, los metales), y «aislantes», a aquellas a cuyo través no podían moverse

libremente (por ejemplo, el vidrio y el ámbar).

Los experimentadores observaron que se podía acumular gradualmente una gran carga

eléctrica en un conductor si se le aislaba con vidrio o una capa de aire para evitar la

pérdida de electricidad. El artificio más espectacular de esta clase fue la «botella de

Leiden». La ideó, en 1745, el profesor alemán E. Georg von Kleist, pero se le dio


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