Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas



Yüklə 3,98 Mb.
səhifə33/42
tarix10.12.2017
ölçüsü3,98 Mb.
#14975
1   ...   29   30   31   32   33   34   35   36   ...   42
Capítulo 8

LAS ONDAS

LA LUZ


Hasta ahora, he estado tratando casi enteramente de objetos materiales, desde los

muy grandes, como las galaxias, a los muy pequeños, como los electrones. Sin

embargo, existen importantes objetos inmateriales, y de los mismos el más

largamente conocido y el más ricamente apreciado es la luz. Según la Biblia, las

primeras palabras de Dios fueron «Haya luz», y el Sol y la Luna fueron creados

primariamente para servir como tales fuentes de luz. «Y luzcan en el firmamento de

los cielos, para alumbrar la tierra.»

Los estudiosos de la época antigua y medieval estaban por completo a oscuras acerca

de la naturaleza de la luz. Especulaban acerca de que consistía de partículas emitidas

por un objeto reluciente o tal vez por el mismo ojo. Los únicos hechos al respecto que

fueron capaces de establecer consistieron en que la luz viaja en línea recta, que se

refleja en un espejo con un ángulo igual a aquel con que el rayo choca con el espejo, y

que un rayo de luz se inclina (se refracta) cuando pasa del aire al cristal, al agua o a

cualquiera otra sustancia transparente.

289

Naturaleza de la luz

Cuando la luz entra en un cristal, o en alguna otra sustancia transparente, de una

forma oblicua —es decir, en un ángulo respecto de la vertical—, siempre se refracta en

una dirección que forma un ángulo menor respecto de la vertical. La exacta relación

entre el ángulo original y el ángulo reflejado fue elaborada por primera vez en 1621

por el físico neerlandés Willebrord Snell. No publicó sus hallazgos y el filósofo francés

Rene Descartes descubrió la ley, independientemente, en 1637.

Los primeros experimentos importantes acerca de la naturaleza de la luz fueron

llevados a cabo por Isaac Newton en 1666, como ya he mencionado en el capítulo 2.

Permitió que un rayo de luz entrase en una habitación oscura a través de una grieta de

las persianas, cayendo oblicuamente sobre una cara de un prisma de cristal triangular.

El rayo se refracta cuando entra en el cristal y se refracta aún más en la misma

dirección cuando sale por una segunda cara del prisma. (Las dos refracciones en la

misma dirección se originan porque los dos lados del prisma se encuentran en ángulo

en vez de en forma paralela, como sería el caso en una lámina ordinaria de cristal.)

Newton atrapó el rayo emergente sobre una pantalla blanca para ver el efecto de la

refracción reforzada. Descubrió que, en vez de formar una mancha de luz blanca, el

rayo se extendía en una gama de colores: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul y

violeta, en este orden.

Newton dedujo de ello que la luz blanca corriente era una mezcla de varias luces que

excitaban por separado nuestros ojos para producir las diversas sensaciones de

colores. La amplia banda de sus componentes se denominó spectrum (palabra latina

que significa «espectro» «fantasma».)

Newton llegó a la conclusión de que la luz se componía de diminutas partículas

(«corpúsculos»), que viajaban a enormes velocidades. Así se explicaba que la luz se

moviera en línea recta y proyectara sombras recortadas. Asimismo, se reflejaba en un

espejo porque las partículas rebotaban contra la superficie, y se doblaba al penetrar en

un medio refractante (tal como el agua o el cristal), porque las partículas se movían

más aprisa en ese medio que en el aire.

Sin embargo, se plantearon algunas inquietantes cuestiones. ¿Por qué se refractaban

las partículas de luz verde más que las de luz amarilla? ¿Cómo se explicaba que dos

rayos se cruzaran sin perturbarse mutuamente, es decir, sin que se produjeran

colisiones entre sus partículas?

En 1678, el físico neerlandés Christian Huyghens (un científico polifacético que había

construido el primer reloj de péndulo y realizado importantes trabajos astronómicos)

propuso una teoría opuesta: la de que la luz se componía de minúsculas ondas. Y si

sus componentes fueran ondas, no sería difícil explicar las diversas refracciones de los

diferentes tipos de luz a través de un medio refractante, siempre y cuando se aceptara

que la luz se movía más despacio en ese medio refractante que en el aire. La cantidad

de refracción variaría con la longitud de las ondas: cuanto más corta fuese tal longitud,

tanto mayor sería la refracción. Ello significaba que la luz violeta (la más sensible a

este fenómeno) debía de tener una longitud de onda más corta que la luz azul, ésta,

más corta que la verde, y así sucesivamente. Lo que permitía al ojo distinguir los

colores eran esas diferencias entre longitudes de onda. Y, como es natural, si la luz

estaba integrada por ondas, dos rayos podrían cruzarse sin dificultad alguna. (En

definitiva, las ondas sonoras y las del agua se cruzaban continuamente sin perder sus

respectivas identidades.)

Pero la teoría de Huyghens sobre las ondas tampoco fue muy satisfactoria. No

explicaba por qué se movían en línea recta los rayos luminosos; ni por qué

proyectaban sombras recortadas; ni aclaraba por qué las ondas luminosas no podían

rodear los obstáculos, del mismo modo que pueden hacerlo las ondas sonoras y de

agua. Por añadidura, se objetaba que si la luz consistía en ondas, ¿cómo podía viajar

por el vacío, ya que cruzaba el espacio desde el Sol y las estrellas? ¿Cuál era esa

mecánica ondulatoria?

290

Aproximadamente durante un siglo, contendieron entre sí estas dos teorías. La «teoría



corpuscular», de Newton fue, con mucho, la más popular, en parte, porque la respaldó

el famoso nombre de su autor. Pero hacia 1801, un físico y médico inglés, Thomas

Young, llevó a cabo un experimento que arrastró la opinión pública al campo opuesto.

Proyectó un fino rayo luminoso sobre una pantalla, naciéndolo pasar antes por dos

orificios casi juntos. Si la luz estuviera compuesta por partículas, cuando los dos rayos

emergieran de ambos oficios, formarían presuntamente en la pantalla una región más

luminosa donde se superpusieran, y regiones menos brillantes, donde no se diera tal

superposición. Pero no fue esto lo que descubrió Young. La pantalla mostró una serie

de bandas luminosas, separadas entre sí por bandas oscuras. Pareció incluso que, en

esos intervalos de sombra, la luz de ambos rayos contribuía a intensificar la oscuridad.

Sería fácil explicarlo mediante la teoría ondulatoria. La banda luminosa representaba el

refuerzo prestado por las ondas de un rayo a las ondas del otro. Dicho de otra forma:

Entraban «en fase» dos trenes de ondas, es decir, ambos nodos, al unirse, se

fortalecían el uno al otro. Por otra parte, las bandas oscuras representaban puntos en

que las ondas estaban «desfasadas» porque el vientre de una neutralizaba el nodo de

la otra. En vez de aunar sus fuerzas, las ondas se interferían mutuamente, reduciendo

la energía luminosa neta a las proximidades del punto cero.

Considerando la anchura de las bandas y la distancia entre los dos orificios por los que

surgen ambos rayos, se pudo calcular la longitud de las ondas luminosas, por ejemplo,

de la luz roja o la violeta o los colores intermedios. Las longitudes de onda resultaron

ser muy pequeñas. Así, la de la luz roja era de unos 0,000075 cm. (Hoy se expresan

las longitudes de las ondas luminosas mediante una unidad muy práctica ideada por

Angstróm. Esta unidad, denominada, en honor a su autor, angstróm —abreviatura, Á—

, es la cienmillonésima parte de 1 cm. Así, pues, la longitud de onda de la luz roja

equivale más o menos a 7.500 Á, y la de la luz violenta, a 3.900 Á, mientras que las

de colores visibles en el espectro oscilan entre ambas cifras.)

La cortedad de estas ondas es muy importante. La razón de que las ondas luminosas

se desplacen en línea recta y proyecten sombras recortadas se debe a que todas son

incomparablemente más pequeñas que cualquier objeto; pueden contornear un

obstáculo sólo si éste no es mucho mayor que la longitud de onda. Hasta las bacterias,

por ejemplo, tienen un volumen muy superior al de una onda luminosa y, por tanto, la

luz puede definir claramente sus contornos bajo el microscopio. Sólo los objetos cuyas

dimensiones se asemejan a la longitud de la onda luminosa (por ejemplo, los virus y

otras partículas submicroscópicas) son lo suficientemente pequeños como para que

puedan ser contorneados por las ondas luminosas.

Un físico francés, Augustin-Jean Fresnel, fue quien demostró por vez primera, en 1818

que si un objeto es lo suficientemente pequeño, la onda luminosa lo contorneará sin

dificultad. En tal caso, la luz determina el llamado fenómeno de «difracción». Por

ejemplo, las finísimas líneas paralelas de una «reja de difracción» actúan como una

serie de minúsculos obstáculos, que se refuerzan entre sí. Puesto que la magnitud de

la difracción va asociada a la longitud de onda, se produce el espectro. A la inversa, se

puede calcular la longitud de onda midiendo la difracción de cualquier color o porción

del espectro, así como la separación de las marcas sobre el cristal.

Fraunhofer exploró dicha reja de difracción con objeto de averiguar sus finalidades

prácticas, progreso que suele olvidarse, pues queda eclipsado por su descubrimiento

más famoso: las rayas espectrales. El físico americano Henry Augustus Rowland ideó la

reja cóncava y desarrolló técnicas para regularlas de acuerdo con 20.000 líneas por

pulgada. Ello hizo posible la sustitución del prisma por el espectroscopio.

Ante tales hallazgos experimentales, más el desarrollo metódico y matemático del

movimiento ondulatorio, debido a Fresnel, pareció que la teoría ondulatoria de la luz

había arraigado definitivamente, desplazando y relegando para siempre a la teoría

corpuscular.

No sólo se aceptó la existencia de ondas luminosas, sino que también se midió su

longitud con una precisión cada vez mayor. Hacia 1827, el físico francés Jacques

291

Babinet sugirió que se empleara la longitud de onda luminosa —una cantidad física



inalterable— como unidad para medir tales longitudes, en vez de las muy diversas

unidades ideadas y empleadas por el hombre. Sin embargo, tal sugerencia no se llevó

a la práctica hasta 1880 cuando el físico germano-americano Albert Abraham

Michelson inventó un instrumento, denominado «interferómetro», que podía medir las

longitudes de ondas luminosas con una exactitud sin precedentes. En 1893, Michelson

midió la onda de la raya roja en el espectro del cadmio y determinó que su longitud

era de 1/1.553.164 m.

Pero la incertidumbre reapareció al descubrirse que los elementos estaban compuestos

por isótopos diferentes, cada uno de los cuales aportaba una raya cuya longitud de

onda difería ligeramente de las restantes. En la década de 1930 se midieron las rayas

del criptón 86. Como quiera que este isótopo era gaseoso, se podía abordar con bajas

temperaturas, para frenar el movimiento atómico y reducir el consecutivo

engrosamiento de la raya.

En 1960, el Comité Internacional de Pesos y Medidas adoptó la raya del criptón 86

como unidad fundamental de longitud. Entonces se restableció la longitud del metro

como 1.650.763,73 veces la longitud de onda de dicha raya espectral. Ello aumentó

mil veces la precisión de las medidas de longitud. Hasta entonces se había medido el

antiguo metro patrón con un margen de error equivalente a una millonésima, mientras

que en lo sucesivo se pudo medir la longitud de onda con un margen de error

equivalente a una milmillonésima.



La velocidad de la luz

Evidentemente, la luz se desplaza a enormes velocidades. Si apagamos una luz, todo

queda a oscuras instantáneamente. No se puede decir lo mismo del sonido, por

ejemplo. Si contemplamos a un hombre que está partiendo leña en un lugar distante,

sólo oiremos los golpes momentos después de que caiga el hacha. Así, pues, el sonido

tarda cierto tiempo en llegar a nuestros oídos. En realidad es fácil medir la velocidad

de su desplazamiento: unos 1.206 km/h en el aire y a nivel del mar.

Galileo fue el primero en intentar medir la velocidad de la luz. Se colocó en

determinado lugar de una colina, mientras su ayudante se situaba en otro; luego sacó

una linterna encendida: tan pronto como su ayudante vio la luz, hizo una señal con

otra linterna. Galileo repitió el experimento a distancias cada vez mayores, suponiendo

que el tiempo requerido por su ayudante para responder mantendría una uniformidad

constante, por lo cual, el intervalo entre la señal de su propia linterna y la de su

ayudante representaría el tiempo empleado por la luz para recorrer cada distancia.

Aunque la idea era lógica, la luz viajaba demasiado aprisa como para que Galileo

pudiera percibir las sutiles diferencias con un método tan rudimentario.

En 1676, el astrónomo danés Olaus Roemer logró cronometrar la velocidad de la luz a

escala de distancias astronómicas. Estudiando los eclipses de Júpiter en sus cuatro

grandes satélites, Roemer observó que el intervalo entre eclipses consecutivos era más

largo cuando la Tierra se alejaba de Júpiter, y más corto cuando se movía en su órbita

hacia dicho astro. Al parecer, la diferencia entre las duraciones del eclipse reflejaba la

diferencia de distancias entre la Tierra y Júpiter. Y trataba, pues, de medir la distancia

partiendo del tiempo empleado por la luz para trasladarse desde Júpiter hasta la

Tierra. Calculando aproximadamente el tamaño de la órbita terrestre y observando la

máxima discrepancia en las duraciones del eclipse que, según Roemer, representaba el

tiempo que necesitaba la luz para atravesar el eje de la órbita terrestre, dicho

astrónomo computó la velocidad de la luz. Su resultado, de 225.000 km/seg, parece

excelente si se considera que fue el primer intento, y resultó lo bastante asombroso

como para provocar la incredulidad de sus coetáneos.

Sin embargo, medio siglo después se confirmaron los cálculos de Roemer en un campo

totalmente distinto. Allá por 1728, el astrónomo británico James Bradley descubrió que

las estrellas parecían cambiar de posición con los movimientos terrestres; y no por el

paralaje, sino porque la traslación terrestre alrededor del Sol era una fracción

mensurable (aunque pequeña) de la velocidad de la luz. La analogía empleada

292

usualmente es la de un hombre que camina con el paraguas abierto bajo un temporal.



Aun cuando las gotas caigan verticalmente, el hombre debe inclinar hacia delante el

paraguas, porque ha de abrirse paso entre las gotas. Cuanto más acelere su paso,

tanto más deberá inclinar el paraguas. De manera semejante, la Tierra avanza entre

los ligeros rayos que caen desde las estrellas, y el astrónomo debe inclinar un poco su

telescopio y hacerlo en varias direcciones, de acuerdo con los cambios de la trayectoria

terrestre. Mediante ese desvío aparente de los astros («aberración de la luz»), Bradley

pudo evaluar la velocidad de la luz y calcularla con más precisión. Sus cálculos fueron

de 285.000 km/s, bastante más exactos que los de Roemer, pero aún un 5,5 % más

bajos.

A su debido tiempo, los científicos fueron obteniendo medidas más exactas aún,



conforme se fue perfeccionando la idea original de Galileo. En 1849, el físico francés

Armand-Hippolyte-Louis Fizeau ideó un artificio mediante el cual se proyectaba la luz

sobre un espejo situado a 8 km de distancia, que devolvía el reflejo al observador. El

tiempo empleado por la luz en su viaje de ida y vuelta no rebasó apenas la 1/20.000

de segundo, pero Fizeau logró medirlo colocando una rueda dentada giratoria en la

trayectoria del rayo luminoso. Cuando dicha rueda giraba a cierta velocidad, regulada,

la luz pasaba entre los dientes y se proyectaba contra el siguiente, al ser devuelta por

el espejo; así, Fizeau, colocado tras la rueda, no pudo verla (fig. 8.1.). Entonces se dio

más velocidad a la rueda, y el reflejo pasó por la siguiente muesca entre los dientes,

sin intercepción alguna. De esta forma, regulando y midiendo la velocidad de la rueda

giratoria, Fizeau pudo calcular el tiempo transcurrido y, por consiguiente, la velocidad

a que se movía el rayo de luz.

Un año más tarde, Jean Foucault —quien realizaría poco después su experimento con

los péndulos (véase capítulo 4)— precisó más estas medidas empleando un espejo

giratorio en vez de una rueda dentada. Entonces se midió el tiempo transcurrido

desviando ligeramente el ángulo de reflexión mediante el veloz espejo giratorio (fig.

8.2). Foucault obtuvo un valor de 300.883 km/seg para la velocidad de la luz en el aire

(solo un 0,7% mas bajo). Por añadidura, el fisico francés utilizó su método para

determinar la velocidad de la luz a traves de varios liquidos. Averiguó que era

notablemente inferior a la alcanzada en el aire. Esto concordaba también con la teoria

ondulatoria de Huygens.

293


Michelson fue más preciso aún en sus medidas. Este autor, durante cuarenta años

largos, a partir de 1879, fue aplicando el sistema Fizeau-Foucault cada vez con mayor

refinamiento, para medir la velocidad de la luz. Cuando se creyó lo suficientemente

informado, proyectó la luz a través del vacío, en vez de hacerlo a través del aire, pues

éste la frena ligeramente, empleando para ello tuberías de acero cuya longitud era

superior a 1,5 km. Según sus medidas, la velocidad de la luz en el vacío era de

299.730 km/seg (sólo un 0,006 % más bajo). Demostraría también que todas las

longitudes de ondas luminosas viajan a la misma velocidad en el vacío.

En 1972, un equipo de investigadores bajo la dirección de Kenneth M. Evenson efectuó

unas mediciones aún más exactas y vio que la velocidad de la luz era de 299.727,74

kilómetros por segundo. Una vez se conoció la velocidad de la luz con semejante

precisión, se hizo posible usar la luz, o por lo menos formas de ella, para medir las

distancias. (Una cosa que fue práctica de llevar a cabo incluso cuando se conocía la

velocidad de la luz con menor precisión.)



Radar

Imaginemos una efímera vibración luminosa que se mueve hacia delante, tropieza con

un obstáculo y se refleja hacia atrás, para volver al punto desde el que fue emitida

poco antes. Lo que se necesitaba era una forma ondulatoria de frecuencia lo

suficientemente baja como para atravesar brumas, nieblas y nubes, pero lo bastante

alta como para una reflexión eficaz. Ese alcance ideal se encontró en la microonda

(onda ultracorta de radiodifusión), con longitudes que oscilan entre los 0,5 y los 100

cm. El tiempo transcurrido entre la emisión de esa vibración y el retorno del eco

permitió calcular la distancia a que se hallaba el objeto reflector.

Algunos físicos utilizaron este principio para idear varios artificios, pero quien lo hizo

definitivamente aplicable fue el físico escocés Robert AlexanderWatson-Watt. En 1935

logró seguir el curso de un aeroplano aprovechando las reflexiones de microondas que

éste le enviaba. Este sistema se denominó «radio detection and ranging»

(radiolocalización), donde la palabra range significa «determinación de distancias». La

frase abrevióse en la sigla «r.a.d.a.r.», o «radar». (Las palabras como ésta,

construidas con las iniciales de una frase, se llaman «acrónimos». El acrónimo se

populariza cada vez más en el mundo moderno, especialmente por cuanto se refiere a

la Ciencia y la Tecnología.)

El mundo se enteró de la existencia del radar cuando los ingleses empezaron a

localizar los aviones nazis durante la batalla de Inglaterra, pese a la noche y la niebla.

Así, pues, el radar merece, por lo menos, parte del crédito en esa victoria británica.

294


Después de la Segunda Guerra Mundial, el radar ha prestado múltiples servicios en la

paz. Se ha empleado para localizar los puntos en que se generan las tormentas, y en

este aspecto constituye un gran auxiliar del meteorólogo. Por otra parte, ha devuelto

misteriosas reflexiones, llamadas «ángeles», que resultaron ser no mensajeros

celestiales, sino bandadas de aves, y desde entonces se emplea también para estudiar

las migraciones de éstas.

Y, según se describe en el capítulo 3, las reflexiones de radar procedentes de Venus y

Mercurio brindaron a los astrónomos nuevos conocimientos concernientes a la rotación

de esos planetas y, con respecto a Venus, información acerca de la naturaleza de su

superficie.



Las ondas de la luz a través del espacio

Pese a todas las evidencias que se han ido acumulando sobre la naturaleza ondulatoria

de la luz, sigue en pie un interrogante que preocupa a los físicos. ¿Cómo se transmite

la luz en el vacío? Otros tipos de ondas, por ejemplo, las sonoras, necesitan un medio

material. (Desde esta plataforma de observación que es la Tierra, no podríamos oír

jamás una explosión en la Luna o cualquier otro cuerpo celeste, por muy estruendosa

que fuese, ya que las ondas sonoras no viajan a través del espacio cósmico.) Sin

embargo, la luz atraviesa el vacío con más facilidad que la materia, y nos llega desde

galaxias situadas a miles de millones de años luz.

El concepto «acción a distancia» inquietó siempre a los científicos clásicos. Por

ejemplo, Newton caviló mucho acerca de este problema: ¿Cómo actuará la fuerza de la

gravedad en el espacio cósmico? Buscando una explicación plausible a esto, actualizó

la idea de un «éter» que llenaba los cielos y se dijo que tal vez ese éter condujera la

fuerza de la gravedad.

En su intento de explicar la traslación de ondas luminosas en el espacio, los físicos

supusieron también que la luz se transmitía por medio del presunto éter. Y entonces

empezaron a hablar del «éter lumínico». Pero esta idea tropezó inmediatamente con

serias dificultades. Las ondas luminosas son transversales, es decir, se ondulan

formando ángulo recto con la dirección de su trayectoria, como las olas de una

superficie líquida; por tanto, contrastan con el movimiento «longitudinal» de las

sondas sonoras. Ahora bien, la teoría física afirmaba que sólo un medio sólido puede

transmitir las ondas transversales. (Las ondas transversales del agua se trasladan

sobre la superficie líquida —un caso especial—, pero no pueden penetrar en el cuerpo

del líquido.) Por consiguiente, el éter debería ser sólido, no gaseoso ni líquido. Y no le

bastaría con ser extremadamente rígido, pues para transmitir ondas a la enorme

velocidad de la luz necesitaría ser mucho más rígido que el acero. Más aún, ese éter

rígido debería saturar la materia ordinaria, no meramente el vacío espacial, sino los

gases, el agua, el vidrio y toda sustancia transparente por la que pudiera viajar la luz.


Yüklə 3,98 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   29   30   31   32   33   34   35   36   ...   42




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©www.genderi.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

    Ana səhifə