Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas



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complejos como los del uranio. Los núcleos de uranio constituyen sólo una partícula

entre 10 millones. También se incluirán aquí electrones de muy elevada energía.

Cuando las partículas primarias chocan con átomos y moléculas en el aire, aplastan

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sus núcleos y producen toda clase de partículas secundarias. Es esta radiación

secundaria (aún muy energética) la que detectamos cerca de la Tierra, pero los globos

enviados a la atmósfera superior han registrado la radiación primaria.

Ahora bien, la siguiente partícula inédita —después del neutrón— se descubrió en los

rayos cósmicos. A decir verdad, cierto físico teorético había predicho ya este

descubrimiento. Paul Adrien Maurice Dirac había aducido, fundándose en un análisis

matemático de las propiedades inherentes a las partículas subatómicas, que cada

partícula debería tener su «antipartícula». (Los científicos desean no sólo que la

Naturaleza sea simple, sino también simétrica.) Así pues, debería haber un

«antielectrón» idéntico al electrón, salvo por su carga, que sería positiva, y no

negativa, y un «antiprotón» con carga negativa en vez de positiva.

En 1930, cuando Dirac expuso su teoría, no impresionó mucho al mundo de la Ciencia.

Pero, fiel a la cita, dos años después apareció el «antielectrón». Por entonces, el físico

americano Cari David Anderson trabajaba con Millikan, en un intento por averiguar si

los rayos cósmicos eran radiación electromagnética o partículas. Por aquellas fechas,

casi todo el mundo estaba dispuesto a aceptar las pruebas presentadas por Compton,

según las cuales se trataría de partículas cargadas; pero Millikan no acababa de darse

por satisfecho con tal solución. Anderson se propuso averiguar si los rayos cosmicos

que penetraban en una cámara de ionización se curvaban bajo la acción de un potente

campo magnético. Al objeto de frenar dichos rayos lo suficiente como para poder

detectar la curvatura, si la había, puso en la cámara una barrera de plomo de 6,35 mm

de espesor. Descubrió que, cuando cruzaba el plomo, la radiación cósmica trazaba una

estela curva a través de la cámara. Y descubrió algo más. A su paso por el plomo, los

rayos cósmicos energéticos arrancaban partículas de los átomos de plomo. Una de

esas partículas dejó una estela similar a la del electrón. ¡Allí estaba, pues, el

«antielectrón» de Dirac! Anderson le dio el nombre de «positrón». Tenemos aquí un

ejemplo de radiación secundaria producida por rayos cósmicos. Pero aún había más,

pues en 1963 se descubrió que los positrones figuraban también entre las radiaciones

primarias.

Abandonado a sus propios medios, el positrón es tan estable como el electrón —¿y por

qué no habría de serlo, si es idéntico al electrón, excepto en su carga eléctrica?—.

Además, su existencia puede ser indefinida. Ahora bien, en realidad no queda

abandonado nunca a sus propios medios, ya que se mueve en un universo repleto de

electrones. Apenas inicia su veloz carrera —cuya duración ronda la millonésima de

segundo—, se encuentra ya con uno.

Así, durante un momento relampagueante quedarán asociados el electrón y el

positrón; ambas partículas girarán en torno a un centro de fuerza común. En 1945, el

físico americano Arthur Edward Ruark sugirió que se diera el nombre de «positronio» a

este sistema de dos partículas, y en 1951, el físico americano de origen austríaco

Martin Deutsch consiguió detectarlo guiándose por los rayos gamma característicos del

conjunto.

Ahora bien, aunque se forme un sistema positronio, su existencia durará, como

máximo, una diezmillonésima de segundo. Como culminación de esa danza se

combinan el positrón y el electrón. Cuando se combinan los dos ápices opuestos,

proceden a la neutralización recíproca y no dejan ni rastro de materia («aniquilamiento

mutuo»); sólo queda la energía en forma de radiación gamma. Ocurre, pues, tal como

había sugerido Albert Einstein: la materia puede convertirse en energía, y viceversa.

Por cierto que Anderson consiguió detectar muy pronto el fenómeno inverso:

desaparición súbita de los rayos gamma, para dar origen a una pareja electrónpositrón.

Este fenómeno se llama «producción en parejas». (Anderson compartió con

Hess el premio Nobel de Física en 1936.)

Poco después, los Joliot-Curie detectaron el positrón por otros medios, y, al hacerlo

así, realizaron, de paso, un importante descubrimiento. Al bombardear los átomos de

aluminio con partículas alfa, descubrieron que con tal sistema no sólo se obtenían

protones, sino también positrones. Esta novedad era interesante, pero no

extraordinaria. Sin embargo, cuando suspendieron el bombardeo, el aluminio siguió

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emitiendo positrones, emisión que se debilitó sólo con el tiempo. Aparentemente



habían creado, sin proponérselo, una nueva sustancia radiactiva.

He aquí la interpretación de lo ocurrido, según los Joliot-Curie: Cuando un núcleo de

aluminio absorbe una partícula alfa, la adición de los dos protones transforma el

aluminio (número atómico 13) en fósforo (número atómico 15). Puesto que la partícula

alfa contiene un total de 4 nucleones, el número masivo se eleva 4 unidades, es decir,

del aluminio 27, al fósforo 31. Ahora bien, si al reaccionar se expulsa un protón de ese

núcleo, la reducción en una unidad de sus números atómico y másico hará surgir otro

elemento, o sea, el silicio 30.

Puesto que la partícula alfa es el núcleo del helio, y un protón el núcleo del hidrógeno,

podemos escribir la siguiente ecuación de esta «reacción nuclear»:

aluminio 27 + helio 4 —» silicio 30 + hidrógeno 1

Nótese que los números másicos se equilibran: 27 + 4 = a 30 + 1. Lo mismo ocurre

con los números atómicos, pues el del aluminio, 13, y el del helio, 2, suman 15,

mientras que los números atómicos del silicio e hidrógeno, 14 y 1 respectivamente,

dan también un total de 15. Este equilibrio entre los números másicos y los atómicos

es una regla general de las reacciones atómicas.

Los Joliot-Curie supusieron que tanto los neutrones como los protones se habían

formado con la reacción. Si el fósforo 31 emitía un neutrón en lugar de un protón, el

número atómico no sufriría cambio alguno, pero el másico descendería una unidad. En

tal caso, el elemento seguiría siendo fósforo, aunque fósforo 30. Esta ecuación se

escribiría así:

aluminio 27 + helio 4 —» fósforo 30 + neutrón 1

Puesto que el número atómico del fósforo es 15 y el del neutrón O, se produciría

nuevamente el equilibrio entre los números atómicos de ambos miembros.

Ambos procesos —absorción de alfa, seguida por emisión de protón, y absorción de

alfa seguida por emisión de neutrón— se desarrollan cuando se bombardea el aluminio

con partículas alfa. Pero hay una importante distinción entre ambos resultados. El

silicio 30 es un isótopo perfectamente conocido del silicio, que representa el 3 % o algo

más del silicio existente en la Naturaleza. Sin embargo, el fósforo 30 no existe en

estado natural. La única forma natural de fósforo que se conoce es el fósforo 31.

Resumiendo: el fósforo 30 es un isótopo radiactivo de vida muy breve, que sólo puede

obtenerse artificialmente; de hecho es el primer isótopo creado por el hombre. En

1935, los Joliot-Curie recibieron el premio Nobel de Química por su descubrimiento de

la radiactividad artificial.

El inestable fósforo 30 producido por los Joliot-Curie mediante el bombardeo del

aluminio, se desintegró rápidamente bajo la emisión de positrones. Ya que el positrón

—como el electrón— carece prácticamente de masa, dicha emisión no cambió el

número másico del núcleo. Sin embargo, la pérdida de una carga positiva redujo en

una unidad su número atómico, de tal forma que el fósforo pasó a ser silicio.

¿De dónde proviene el positrón? ¿Figuran los positrones entre los componentes del

núcleo? La respuesta es negativa. Lo cierto es que, dentro del núcleo, el positrón se

transforma en neutrón al desprenderse de su carga positiva, que se libera bajo la

forma de positrón acelerado.

Ahora es posible explicar la emisión de partículas beta, lo cual nos parecía un enigma a

principios del capítulo. Es la consecuencia de un proceso inverso al seguido por el

protón en su decadencia hasta convertirse en neutrón. Es decir, el neutrón se

transforma en protón. Este cambio protón-neutrón libera un positrón, y, para poder

conservar la simetría, el cambio potrón-neutrón libera un electrón (la partícula beta).

La liberación de una carga negativa equivale a ganar una carga positiva y responde a

la formación de un protón cargado positivamente sobre la base de un neutrón

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descargado. Pero, ¿cómo logra el neutrón descargado extraer una carga negativa de



su seno, para proyectarla al exterior?

En realidad, si fuera una simple carga negativa, el neutrón no podría hacer semejante

cosa. Dos siglos de experiencia han enseñado a los físicos que no es posible crear de la

nada cargas eléctricas negativas ni positivas. Tampoco se puede destruir ninguna de

las dos cargas. Ésta es la ley de «conservación de la carga eléctrica».

Sin embargo, un neutrón no crea sólo un electrón en el proceso que conduce a obtener

una partícula beta; origina también un protón. Desaparece el neutrón descargado y

deja en su lugar un protón con carga positiva y un electrón con carga negativa. Las

dos nuevas partículas, consideradas como un conjunto, tienen una carga eléctrica total

de cero. No se ha creado ninguna carga neta. De la misma forma cuando se

encuentran un positrón y un electrón para emprender el aniquilamiento mutuo, la

carga de ambos, considerados como un conjunto, es cero.

Cuando el protón emite un positrón y se convierte en neutrón, la partícula original (el

protón) tiene carga positiva, lo mismo que las partículas finales (el neutrón y el

positrón), también consideradas como un conjunto.

Asimismo, es posible que un núcleo absorba un electrón. Cuando ocurre esto, el protón

se transforma en neutrón en el interior del núcleo. Un electrón más un protón (que,

considerados como conjunto, tienen una carga de cero) forman un neutrón, cuya carga

es también de cero. El electrón capturado procede de la capa cortical más interna del

átomo, puesto que los electrones de dicha capa son los más cercanos al núcleo y, por

tanto, fácilmente absorbibles. La capa más interna es la K, por lo cual este proceso se

denomina «captura K».

Todas estas interacciones entre partículas cumplen la ley de conservación de la carga

eléctrica y deben satisfacer también otras numerosas leyes de este tipo. Puede ocurrir

—y así lo sospechan los físicos— que ciertas interacciones entre partículas violen

alguna de las leyes de conservación, fenómeno que puede ser detectado por un

observador provisto de los instrumentos y la paciencia necesarios. Tales atentados

contra las leyes de conservación están «prohibidos» y no se producirán. Sin embargo,

los físicos se llevan algunas sorpresas al comprobar que lo que había parecido una ley

de conservación, no es tan rigurosa ni universal como se había creído. Más adelante lo

demostraremos con diversos ejemplos.

Elementos radiactivos

Tan pronto como los Joliot-Curie crearon el primer isótopo radiactivo artificial, los

físicos se lanzaron alegremente a producir tribus enteras de ellos. En realidad, las

variedades radiactivas de cada elemento en la tabla periódica son producto del

laboratorio. En la moderna tabla periódica, cada elemento es una familia con miembros

estables e inestables, algunos, procedentes de la Naturaleza; otros, sólo del

laboratorio.

Por ejemplo, el hidrógeno presenta tres variedades: En primer lugar, el corriente, que

tiene un solo protón. En 1932, el químico Harold Urey logró aislar el segundo. Lo

consiguió sometiendo a lenta evaporación una gran cantidad de agua, de acuerdo con

la teoría de que los residuos representarán una concentración de la forma más pesada

de hidrógeno que se conocía. Y, en efecto, cuando se examinaron al espectroscopio las

últimas gotas de agua no evaporada, descubrióse en el espectro una leve línea cuya

posición matemática revelaba la presencia de «hidrógeno pesado».

El núcleo del hidrógeno pesado está constituido por un protón y un neutrón. Como

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tiene un número másico de 2, el isótopo es hidrógeno 2. Urey llamó a este átomo

«deuterio» (de la voz griega deútoros, «segundo»), y al núcleo, «deuterón». Una

molécula de agua que contenga deuterio se denomina «agua pesada». Al ser la masa

del deuterio dos veces mayor , que la del hidrógeno corriente, el agua pesada tiene

puntos de ebullición y congelación superiores a los del agua ordinaria. Mientras que

ésta hierve a 100° C y se congela a 0° C, el agua pesada hierve a 101,42° C y se

congela a 3,79° C. El punto de ebullición del deuterio es de -23,7° K, frente a los 20,4°

K del hidrógeno corriente. El deuterio se presenta en la Naturaleza en la proporción de

una parte por cada 6.000 partes del hidrógeno corriente. En 1934 se otorgó a Urey el

premio Nobel de Química por su descubrimiento del deuterio.

El deuterón resultó ser una partícula muy valiosa para bombardear los núcleos. En

1934, el físico australiano Marcus Lawrence Elvvin Oliphant y el austríaco P. Harteck

atacaron el deuterio con deuterones y produjeron una tercera forma de hidrógeno,

constituido por 1 protón y 2 neutrones. La reacción se planteó así:

hidrógeno 2 + hidrógeno 2 —> hidrógeno 3 + hidrógeno 1

Este nuevo hidrógeno superpesado se denominó «tritio», (del griego tritos, «tercero»),

cuyo núcleo es el «tritón»; sus puntos de ebullición y fusión, respectivamente, son

25,0° K y 20,5° K. Se ha preparado incluso el óxido puro de tritio («agua

superpesada»), cuyo punto de fusión es 4,5 °C. El tritio es radiactivo y se desintegra

con bastante rapidez. Se encuentra en la Naturaleza, y figura entre los productos

formados cuando los rayos cósmicos bombardean la atmósfera. Al desintegrarse, emite

un electrón y se transforma en helio 3, isótopo estable, pero muy raro, del helio (fig.

7.3.). Del helio en la atmósfera, sólo un átomo de cada 800.000 es helio 3, todos

originados, sin duda, de la desintegración del hidrógeno 3 (tritio), que en sí mismo

está formado de las reacciones nucleares que tienen lugar cuando las partículas de

rayos cósmicos alcanzan los átomos en la atmósfera. El tritio que queda es cada vez

más raro. (Se calcula que hay sólo un total de 1,586 kg en la atmósfera y los

océanos.) El helio 3 contiene un porcentaje más ínfimo aún de helio, cuya procedencia

son los pozos de gas natural, donde los rayos cósmicos tienen menos posibilidades de

formar tritio.

Pero estos dos isótopos, el helio 3 y 4, no son los únicos helios conocidos. Los físicos

han creado otras dos formas radiactivas: el helio 5 —uno de los núcleos más inestables

que se conocen— y el helio 6, también muy inestable.

(Y la cuestión sigue adelante. A estas alturas, la lista de isótopos conocidos se ha

elevado hasta un total de 1.400. De ellos, 1.100 son radiactivos, y se han creado

muchos mediante nuevas formas de artillería atómica bastante más potente que las

partículas alfa de procedencia radiactiva, es decir, los únicos proyectiles de que

dispusieron Rutherford y los Joliot-Curie.

El experimento realizado por los Joliot-Curie a principios de la década de 1930-1940

fue, por aquellas fechas, un asunto que quedó limitado a la torre de marfil científica;

pero hoy tiene una aplicación eminentemente práctica. Supongamos que se

bombardea con neutrones un conjunto de átomos iguales o de distinta especie. Cierto

porcentaje de cada especie absorberá un neutrón, de lo cual resultará, en general, un

átomo radiactivo. Este elemento radiactivo, al decaer, emitirá una radiación

subatómica en forma de partículas o rayos gamma.

Cada tipo de átomo absorberá neutrones para formar un tipo distinto de átomo

radiactivo y emitir una radiación diferente y característica. La radiación se puede

detectar con procedimientos excepcionalmente sutiles. Se puede identificar el átomo

radiactivo por su tipo y por el ritmo al que decrece su producción. En consecuencia,

puede hacerse lo mismo con el átomo antes de que absorba un neutrón. De esta forma

se pueden analizar las sustancias con gran precisión («análisis de activaciónneutrón

»). Así se detectan cantidades tan ínfimas como una trillonésima de gramo de

cualquier nucleido.

El análisis de activación-neutrón sirve para determinar con toda precisión el contenido

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de impurezas en muestras de pigmentos específicos de muy diversos siglos. Así, este



método permite comprobar la autenticidad de una pintura supuestamente antigua,

pues basta utilizar un fragmento mínimo de su pigmento.

Gracias a su ayuda se pueden hacer también otras investigaciones no menos

delicadas: Incluso permitió estudiar un pelo del cadáver de Napoleón, con sus ciento

cincuenta años de antigüedad, y se descubrió que contenía elevadas cantidades de

arsénico (que quizás ingirió como medicamento, o como veneno, o fortuitamente, esto

resulta difícil de decir).

Aceleradores de partículas

Dirac predijo no sólo la existencia del antielectrón (el positrón), sino también la del

antiprotón. Mas para obtener el antiprotón se necesitaba mucha más energía, ya que

la energía requerida es proporcional a la masa de la partícula. Como el protón tenía

1.836 veces más masa que el electrón, para obtener un antiprotón se necesitaba, por

lo menos, 1.836 veces más energía que para un positrón. Este logro hubo de esperar

al invento de un artificio para acelerar las partículas subatómicas con energías lo

suficientemente elevadas.

Precisamente cuando Dirac hizo su predicción, se dieron los primeros pasos en este

sentido. Allá por 1928, los físicos ingleses John D. Cockcroft y Ernest Walton —

colaboradores en el laboratorio de Rutherford— desarrollaron un «multiplicador de

voltaje», cuyo objeto era el de obtener un gran potencial eléctrico, que diera al protón

cargado una energía de hasta 400.000 electronvoltios (eV) aproximadamente. (Un

electronvoltio es igual a la energía que desarrolla un electrón acelerado a través de un

campo eléctrico con el potencial de 1 V.) Mediante los protones acelerados de dicha

máquina, ambos científicos consiguieron desintegrar el núcleo del litio, lo cual les valió

el premio Nobel de Física en 1951.

Mientras tanto, el físico americano Robert Jemison van de Graff había inventado otro

tipo de máquina aceleradora. Esencialmente operaba separando los electrones de los

protones, para depositarlos en extremos opuestos del aparato mediante una correa

móvil. De esta forma, el «generador electrostático Van de Graff» desarrolló un

potencial eléctrico muy elevado entre los extremos opuestos; Van de Graff logró

generar hasta 8 millones de voltios. Su máquina puede acelerar fácilmente los

protones a una velocidad de 4 millones de electronvoltios. (Los físicos utilizan hoy la

abreviatura MeV para designar el millón de electronvoltios.)

Los fantásticos espectáculos ofrecidos por el generador electrostático «Van de Graff»,

con sus impresionantes chispazos, cautivaron la imaginación popular y familiarizaron al

público con los «quebrantadores del átomo». Se lo llamó popularmente «artificio para

fabricar rayos», aunque, desde luego, era algo más. (Ya en 1922, el ingeniero

electricista germano-americano Charles Proteus Steinmetz había construido un

generador sólo para producir rayos artificiales.)

La energía que se puede generar con semejante máquina se reduce a los límites

prácticos del potencial obtenible. Sin embargo, poco después se diseñó otro esquema

para acelerar las partículas. Supongamos que en vez de proyectar partículas con un

solo y potente disparo, se aceleran mediante una serie de impulsos cortos. Si se

cronometra exactamente la aplicación de cada impulso, la velocidad aumentará en

cada intervalo, de la misma forma que un columpio se eleva cada vez más si los

impulsos se sincronizan con sus oscilaciones. Esta idea inspiró, en 1931, el «acelerador

lineal» (fig. 7.4.), ; en el que las partículas se impulsan a través de un tubo dividido en

secciones. La fuerza propulsora es un campo eléctrico alternante, concebido de tal

forma que las partículas reciben un nuevo impulso cuando penetran en cada sección.

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No es nada fácil sincronizar tales movimientos, y, de cualquier forma, la longitud

funcional del tubo tiene unos límites difícilmente definibles. Por tanto, no es extraño

que el acelerador lineal mostrara poca eficacia en la década de los años treinta. Una de

las cosas que contribuyeron a relegarlo fue una idea, bastante más afortunada, de

Ernest Orlando Lawrence, de la Universidad de California.

En vez de dirigir las partículas a través de un tubo recto, ¿por qué no hacerlas girar a

lo largo de un itinerario circular? Una magneto podría obligarlas a seguir esa senda.

Cada vez que completaran medio círculo, el campo alternante les daría un impulso, y

en tales circunstancias no resultaría difícil regular la sincronización. Cuando las

partículas adquiriesen velocidad, la magneto reduciría la curvatura de su trayectoria y,

por tanto, se moverían en círculos cada vez más amplios, hasta invertir quizás el

mismo tiempo en todas las traslaciones circulares. Al término de su recorrido espiral,

las partículas surgirían de la cámara circular (dividida en semicilindros, denominadas

«des») y se lanzarían contra el blanco.

Este nuevo artificio de Lawrence se llamó «ciclotrón» (fig. 7.5.). Su primer modelo, con

un diámetro inferior a los 30 cm, pudo acelerar los protones hasta alcanzar energías de

1,25 MeV aproximadamente. Hacia 1939, la Universidad de California tenía un ciclotrón

con imanes de 1,50 m y la suficiente capacidad para lanzar las partículas a unos 20

MeV, es decir, dos veces la velocidad de las partículas alfa más enérgicas emitidas por

fuentes radiactivas. Por este invento, Lawrence recibió aquel mismo año el premio

Nobel de Física.

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El funcionamiento del ciclotrón hubo de limitarse a los 20 MeV, porque con esta

energía las partículas viajaban ya tan aprisa, que se podía apreciar el incremento de la

masa bajo el impulso de la velocidad (efecto ya implícito en la teoría de la relatividad).

Este acrecentamiento de la masa determinó el desfase de las partículas con los

impulsos eléctricos. Pero a esto pusieron remedio en 1945, independientemente, el


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