El león invisible



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Y de lo que estaba de igual modo firmemente convencido era de que aquélla era una tarea que no se podía llevar a cabo a base de sutileza y medias tintas, puesto que la experiencia le había demostrado que, pese a cuanto se dijera en contra, y salvo raras excepciones, en lo que se refería a la alta política los musulmanes habían demostrado ser unos detestables negociadores.

Una cosa era regatear en el zoco el precio de una tetera de cobre y otra muy diferente discutir en foros internacionales el reparto de unos determinados territorios, y la mejor prueba se concretaba en que una ridícula minoría israelí había conseguido salirse con la suya imponiendo sus criterios sobre una inmensa mayoría árabe que era, además, dueña de fabulosos recursos económicos y energéticos, lo que le hubiera permitido presionar a la hora de cerrar acuerdos.

Recientemente, la alcaldesa sionista de extrema derecha, Daniela Weiss, había declarado textualmente: «Los árabes son estúpidos. Cada vez que quieren negociar les arrebatamos más tierras.

Que alguien, y sobre todo una mujer, y más aún una mujer judía, pudiese permitirse el lujo de decir algo así ante las cámaras de televisión de medio mundo sin que a los orondos y sebosos líderes de las naciones árabes se les cayera la cara de vergüenza o se rasgaran las vestiduras de seda y los costosos trajes de Armani, era lo que provocaba que Abu Akim considerara que había llegado el momento en que el Martillo de Alá comenzara a golpear indiscriminadamente, con toda su fuerza y sin el menor asomo de compasión.

Destrozaría la cabeza de Aziza Smain hasta dejarle los sesos al aire, y destrozaría de igual modo a cualquier criatura viviente que se negara a proclamar que Alá era el único Dios verdadero y Mahoma su profeta.

Con frecuencia los seres humanos, incluso los más cultos, inteligentes y preparados, se comportan de un modo estúpido o absurdo, y los suyos pueden ser razonamientos que la razón rechaza.

El hombre de las praderas subsaharianas sabe que, con frecuencia, a los tres o cuatro días de que sople un harmatán que llega desde muy al nordeste, acostumbran a seguirle cortas lluvias torrenciales.

En esta ocasión el cálido viento había llegado en efecto de aquella dirección, y Usman Zahel Fodio era evidentemente un hombre de las praderas, las sabanas, los desiertos, e inclusos los tupidos bosques de espinosas acacias que precedían con frecuencia a las manchas de espesa selva tropical por el sur, o a las arenas del desierto por el norte.

Aunque a decir verdad al experimentado fulbé le hubiera bastado olfatear el aire, puesto que cien generaciones de sus antepasados le habían transmitido miles de conocimientos sobre el entorno en que habitaba, y cosa sabida era que los cebúes de capa negra que constituían la única posesión y casi el único credo de los miembros de su tribu, necesitaban esa agua para poder continuar alimentando de carne, leche y queso al más hermoso y libre de los pueblos de África.

Es buena cosa masculló mientras concluía de devorar lo poco que quedaba del facocero. ¡Muy buena cosa! A media tarde se desatará un diluvio y ése será el mejor momento para atravesar la frontera.

¿Habrá mucha vigilancia? quiso saber Aziza Smain, a la que se advertía evidentemente fatigada tras una larga jornada de marchar a un ritmo muy vivo.

Antes no solía haberla reconoció su tío. Pero parece ser que muy al interior del país se han descubierto enormes yacimientos de una cosa que llaman uranio, que no sé lo que es ni para qué sirve, pero que por lo visto se paga muy caro. Sonrió levemente al añadir: Lo bueno es que los guardias fronterizos dedican mucho más esfuerzo a perseguir a quienes intentan salir de Níger con ese uranio, que a quienes intentan entrar sin más compañía que una mujer semidesnuda.

A no ser que esté condenada a muerte.

¡Tú lo has dicho! admitió el otro, a no ser que esté condenada a muerte. Bastará con que uno de esos guardianes fronterizos sea hausa, y por lo tanto musulmán, para que nos encontremos en peligro. Por eso conviene esperar a que llueva. Le tendió una corta esterilla que cargaba siempre a la espalda enrollada de tal modo que le servía al mismo tiempo como carcaj en el que guardar las flechas, mientras señalaba con una leve sonrisa: Procura descansar y no te preocupes si te quedas dormida; el agua te despertará.

La muchacha aceptó el consejo, se tumbó entre las raíces de una acacia cuyas espinosas hojas casi le rozaban el cuerpo y cerró los ojos aunque el sueño tardó en llegar reconfortarla.

Pensaba en sus hijos.

Aquellos dos últimos días habían sido a todas luces atados, duros y agotadores, pero pese a las escasas fuerzas de que disponía y la extrema tensión que había tenido que soportar sabiéndose a las puertas de la muerte, sus pezones se ataban buscando la boca del pequeño Menlik, y sus manos revoloteaban en el aire buscando la cabeza de la dulce Kali.

Sin sus hijos no era más que una pobre criatura que había escapado de la muerte, pero que tan sólo vivía a medias.

Y es que Aziza Smain había nacido, se había educado, había crecido y se había convertido en mujer con el único propósito de ser madre, y habiendo sido madre, lo seguiría siendo hasta que no le quedara un hálito de vida en el cuerpo.

Se limitaba a responder a los designios de la naturaleza, así como a los de unas costumbres tradicionales y comunes a la mayor parte de los pueblos primitivos, que desde la noche de los tiempos habían asignado a la mujer el papel secundario de simple procreadora.

Durante un corto período de tiempo la encantadora miss Spencer le había abierto los ojos a un destino mejor y un modo de vida diferente, pero de aquello hacía ya demasiados años, y todo cuanto la escocesa le enseñó y el nuevo mundo que comenzó a mostrarle empezaban a diluirse en su memoria como se diluían los contornos de las casas cuando el polvo que descendía del desierto se adueñaba de Hingawana.

Le consolaba saber que su amada Kalina se encontraba a salvo y probablemente le aguardaba una larga vida cómoda y tal vez feliz, pero ello no bastaba para compensar el dolor que sentía al recordar que al minúsculo Menlik le aguardaba por el contrario una corta vida repleta de abusos, privaciones y padecimientos.

¿Cómo era posible que sus dos únicos hijos, aquellos de los que no se había separado ni un minuto hasta cuatro días antes, y a los que había amado y cuidado por igual, pudieran tener sin embargo destinos tan opuestos? Era algo que no acertaba a explicarse, pero Aziza Smain había llegado tiempo atrás a la conclusión de que la vida no era más que un cúmulo de despropósitos, y que por si fuera poco se había permitido el capricho de elegirla como protagonista de una de sus disparatadas tragicomedias.

Al fin le venció la fatiga y, como su avispado tío había pronosticado, le despertó una violenta y tibia lluvia que hizo que la tierra cambiara de inmediato de color, de aspecto y sobre todo de olor.

Los siempre sedientos y mustios arbustos espinosos de caídas ramas parecieron elevar de pronto sus brazos al cielo como dando gracias por tan maravilloso regalo, el suelo comenzó a beberse el agua como un alcohólico tras largos meses de abstinencia, cientos de animales surgieron de unas oscuras madrigueras que comenzaban a inundarse, y miles de aves alzaron el vuelo danzando como enloquecidas ante la buena nueva de que muy pronto aquel terreno ocre y yermo se cubriría de flores multicolores despertando a una increíble expresión de vida.

El inclemente sol, dueño y señor de la sabana y el desierto pasó por primera vez en mucho tiempo a un segundo plano, los descoloridos verdes cobraron intensidad y brillo, y el rumor del agua al golpear, primero contra una tierra seca y más tarde contra los charcos, sonaba como la más hermosa melodía que nadie hubiera podido escuchar jamás.

Usman Zahal Fodio sonreía calculando la cantidad de jugosa hierba que podrían devorar muy pronto sus amados cebúes, y tras permanecer casi un cuarto de hora disfrutando del hipnótico espectáculo que significaba tanta riqueza derramándose sobre la faz de la tierra, se puso desganadamente en pie dispuesto a iniciar la marcha.

Me gusta estar aquí, pero ha llegado el momento de irse dijo. Aprisa y en silencio.

Avanzaron durante casi tres horas, descansaron unos instantes cuando cesó la lluvia, y poco después, al desembocar en una encharcada explanada de poco más de dos kilómetros de ancho al final de la cual se distinguía una larga hilera de palmeras y espesa vegetación, el guerrero de las cien cicatrices se detuvo de nuevo para observarlo todo con especial cuidado.

Ahí está la frontera señaló. La cruzaremos al oscurecer. Aquellas palmeras están ya en Níger.

Su sobrina ni tan siquiera se molestó en preguntar cómo podía estar tan seguro de que aquél era el lugar correcto, dando por sentado que aquel hombre delgado y fibroso, capaz de enfrentarse a un león sin más armas que un palo y una cuerda, sabía todo lo que había que saber sobre los inmensos territorios de media docena de países por los que acostumbraba pastorear a su ganado.

Aguardaron a que llegaran, cansinas, las primeras sombras de la noche, momento en que el fulbé hizo entrega a la muchacha de sus armas y todas sus pertenencias para señalar a continuación:

Sujétalo todo bien y súbete a mis espaldas. Te cargaré hasta allí.

¿Por qué? se sorprendió ella. No estoy cansada. Lo sé, pero ese fango empieza a hacerse por lo que nuestras pisadas quedarán claramente marcadas en el barro. Si nos persiguen descubrirán las huellas de un hombre y una mujer cuyos pies son más pequeños. En ese caso sabrán que hemos cruzado la frontera y exactamente por dónde. Sin embargo, al ver las profundas marcas de un hombre sólo pensarán que se trata de uno de los tantos contrabandistas que suelen pasar cargados con un par de bidones de petróleo.

¿Y a quién se le ocurre hacer contrabando de algo tan barato? se sorprendió ella.

A gente muy lista fue la respuesta. Nigeria es un gran productor de petróleo, pero en Níger apenas existe. En tu país los contrabandistas agujerean los oleoductos, cargan un camión cisterna y lo traen hasta esta frontera donde porteadores muy fuertes cargan dos bidones de plástico con treinta litros cada uno, y cruzan al otro lado. De ese modo, algo que en realidad no ha costado nada se paga a precio de oro.

Ahora me lo explico.

Y apenas se corren riesgos. El fulbé sonrió levemente al añadir: Ningún aduanero persigue nunca a los contrabandistas de petróleo, pues saben muy bien que en cuanto advierten que han sido descubiertos derraman la carga para que no le cojan con el cuerpo del delito. Por atravesar la frontera con un bidón vacío tan sólo te castigan con un par de días de arresto.

Sigues siendo muy astuto.

Por estas tierras, querida sobrina, la astucia es la madre de la supervivencia.

Era ya noche cerrada cuando iniciaron, a caballo uno del otro, la travesía de la ancha llanura, y la luna acababa de hacer su aparición en el horizonte en el momento en que encontraron refugio entre las primeras palmeras del bosquecillo.

Apenas llevaban cinco minutos sentados junto a u diminuta hoguera que habían encendido en lo más intrincado de la espesura y a salvo de miradas indiscretas, cuando se escuchó un lejano rugido.

Al advertir que su sobrina se inquietaba, el fulbé señaló seguro de sí mismo:

No te preocupes. Se trata de un simple guepard Hace años que por aquí ya no quedan leones, y aun en caso de que quedara alguno, todo el mundo sabe que a 1os leones no les gusta atacar en la oscuridad cuando ha llovido. Los cambios de olores les confunden.

Puede que todo el mundo lo sepa admitió ella tono de evidente resignación. ¿Pero lo saben los leones?

Su tío hizo un significativo gesto hacia la afilada lanza al replicar:

Deberían saberlo, pero en el caso de que lo ignorasen yo me encargaría de recordárselo.

¿Cuántos has matado?

Muchos, pero menos que cebúes me han matado ellos a mí... El guerrero hizo una corta pausa, mordisqueó un pedazo de carne seca que olía a demonios pero que a él parecía saberle a gloria ya que la mimaba como si se tratara de un auténtico caramelo y al fin continuó: Si a partir de ahora vas a vivir entre nosotros, tendrás que recordar que los fulbé no robamos, no mentimos y no pedimos nunca nada a nadie, puesto que nada necesitamos. Tan sólo la libertad. No ambicionamos tierras, ni poder, ni dinero, pero no admitimos que nadie, sea hombre, dios o león, atente contra nuestro honor, nuestra familia o nuestro ganado. Sonrió levemente al tiempo que le apuntaba con su apestoso tasajo al concluir: Si te atienes a esas tres sencillas reglas jamás tendrás problemas entre nosotros.

No espero tener problemas le hizo notar Aziza Smain. Pero agradeciéndote cuanto estás haciendo por mí, así como la hospitalidad que me brindas, debo advertirte que no me quedaré mucho tiempo entre vosotros. Tengo que recuperar a mis hijos.

Lo comprendo, lo acepto y lo respeto, replicó Usman Zahal Fodio. Para una madre lo más importante son siempre sus hijos, y lo que siento es que, en este caso, no puedo ayudarte. Si al pequeño se lo han entregado a los traficantes de esclavos, se lo habrán llevado hacia el sur, y allí, en la región de las grandes lluvias, los grandes ríos y las grandes selvas nunca he sabido desenvolverme porque los fulbé necesitamos ver siempre el horizonte.

Rugió, demasiado cerca, lo que se le antojó un león, por lo que Oscar Schneeweiss Gorriticoechea se apresuró a abrir uno de los compartimentos que el hábil mecánico de SaintTropez había disimulado en la portezuela derecha del vehículo, con el fin de extraer de su interior un revólver de grueso calibre y un fusil desmontado con su correspondiente carga de municiones.

Con las armas a punto se sintió algo más tranquilo pese a que estaba convencido de que la carrocería del robusto Hummer 2 le mantendría a salvo de los ataques de cualquier fiera, a excepción quizá de un gigantesco macho de elefante.

Aunque no parecía demasiado probable que por aquellos andurriales pudieran merodear elefantes.

Ni quizá tampoco leones. Pero por si acaso...

Una hora más tarde agradeció que la luna acudiera a hacerle compañía puesto que hacía ya varias horas que se sentía terriblemente solo en la inmensidad de una llanura en la que parecía haberse convertido en el único ser viviente, a excepción quizá, del malhumorado león, o lo que quiera que fuese, que gruñía en la oscuridad.

Recostado en el asiento de piel color crema de su llamativo vehículo se preguntó por enésima vez qué demonios hacía un hombre como él, que podía estar cómodamente tumbado en una hamaca de la cubierta de su yate, o disfrutando de una copa y una encantadora compañía femenina en Jimmie's, arriesgándose a que le devorara una fiera noctámbula o le encerraran en una sórdida cárcel africana.

Al cruzar la frontera un educado agente de aduanas le había advertido en un exquisito francés y con una amable pero casi hiriente sonrisa:

Dudo que, tal como asegura, viaje usted a Nigeria en busca de fósiles de dinosaurios, pero estoy dispuesto a concederle el beneficio de la duda. Ignoro cuáles serán sus auténticas razones, pero hay algo que debo advertirle: si se aproxima a menos de cincuenta kilómetros de las minas de uranio, al oeste de las montañas del Air, intenta negociar con uranio o se le descubre con un solo gramo de uranio encima, será condenado, sin derecho a remisión de pena, a un mínimo de veinte años de prisión.

¡Caray!

Y le garantizo que ningún europeo ha sobrevivido más de seis años en uno de nuestros presidios, en los que la temperatura media se aproxima a los cincuenta grados y los condenados no suelen comer más que un par de veces por semana cuando las cosas van bien.



Pues puede usted estar absolutamente seguro de que ni por lo más remoto se me ocurrirá aproximarme a menos de cincuenta kilómetros de las minas de uranio, negociar con uranio, o cargar ni con una milésima de gramo de uranio le hizo notar el monegasco en un tono de voz que no dejaba lugar a dudas sobre su sinceridad. No me han concedido más que esta vida, me gusta bastante y tengo un notable interés en conservarla.

En ese caso que disfrute usted de la estancia en nuestro país y que Alá le acompañe.

Al abandonar el vetusto edificio de la aduana Oscar Schneeweiss Gorriticoechea se agenció el mejor mapa de Níger que pudo encontrar, procuró enterarse de dónde se encontraban las montañas del Air con el firme propósito de no aproximarse a menos de cien kilómetros de ellas, y pasó más de una hora tratando de descubrir sobre el papel la situación del punto exacto en que había quedado citado con Usman Zahal Fodio.

No parecía que pudiera ser fácil.

Tres horas después había llegado a la amarga, pero muy lógica conclusión, de que lo que sobre un mapa no parecía fácil, sobre el terreno resultaba del todo imposible pese a que su vehículo dispusiese de un sofisticado y muy exacto sistema de navegación por GPS.

¡Este mapa no sirve ni para limpiarse el culo! mascullaba una y otra vez intentando descifrar el significado de cada signo, o la línea que marcaba una supuesta y fantasmal carretera que al parecer tan sólo existía en la imaginación del editor. Como diría Groucho Marx, «con valeroso y encomiable esfuerzo, he pasado de ir progresando razonablemente desorientado, a encontrarme absolutamente perdido.

Pero quizá lo más curioso de semejante situación se centraba en el inexplicable hecho de que saberse perdido en el corazón de un continente desconocido, hostil, tórrido y peligroso no le producía la lógica angustia o el desasosiego que cabía esperar que produjera en un rico europeo eminentemente urbano.

Más bien, por el contrario, se sentía tranquilo y feliz. Estúpidamente feliz, pero feliz al fin y al cabo.

Nadie le había obligado a llegar hasta allí, pero allí estaba.

Ningún beneficio obtendría soportando semejante cúmulo de calamidades, pero hacía tiempo que no buscaba ningún tipo de beneficio.

Un multimillonario americano había arriesgado tres veces la vida en su intento de dar la vuelta al mundo sin escalas en un gigantesco globo, otro recorría los océanos más tempestuosos en un frágil velero, y su adorado y añorado comandante Cousteau se había enfrentado sin necesidad con un incontable número de orcas y tiburones. ¿Por qué?

Aquélla era en verdad una pregunta de imposible respuesta.

Porque el ser humano busca siempre otra cosa.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea abandonó al poco rato el interior de su vehículo, trepó al techo, en el que tomó asiento con el reluciente fusil terciado sobre las rodillas, contempló las miríadas de estrellas que marcaban todos los caminos que un buen guía del desierto podía tomar con mucha más eficacia que consultando un estúpido mapa en el que nada parecía estar donde se suponía que debía estar, y respiró tan profundamente como no lo había hecho a lo largo de toda su vida.

Por primera vez en mucho tiempo se sentía orgulloso de lo que estaba haciendo sin ayuda de nadie.

Le confortaba su inconformismo.

Era más que probable que aquella absurda aventura terminara mal y jamás consiguiera su sueño de liberar a una pobre muchacha de una muerte a todas luces injusta, pero el simple hecho de sentarse allí, espantosamente solo en la inmensidad de un país del que lo desconocía todo, tal vez acechado por fieras o por hombres dispuestos a caer sobre él al menor descuido, le devolvía a los tiempos en que siendo un niño debilitado y moribundo que apenas conseguía mantenerse una hora en pie, soñaba con una vida repleta de fabulosas aventuras en las que era capaz de valerse por sí mismo.

Cierto es que en aquellos lejanos tiempos sus fantasiosas aventuras se centraban casi siempre en torno a un mundo submarino que muy poco tenía que ver con la agreste sabana en que ahora se encontraba, y cierto que la voluptuosa pero virginal pelirroja casi idéntica a Ann Margret a la que se suponía que salvaba de los tentáculos de un gigantesco pulpo tampoco se parecía en nada a Aziza Smain, pero eso no eran al fin y al cabo más que pequeños detalles que en aquellos momentos carecían de importancia.

Estaba allí perdido, una fiera, ¿sería en verdad una fiera?, gruñía más que rugía entre la espesura, y él se mantenía alerta, con las manos apoyadas sobre la culata de un fusil, aspirando los mil extraños olores de la noche africana.

¿Qué más se podía pedir?

Tardó dos días en encontrarlos.

En realidad fueron ellos los que le encontraron a él, puesto que el enorme Hummer 2 rojo fuego que iba dejando a sus espaldas una nube de polvo era evidentemente mucho más visible que un hombre y una mujer que se esforzaban por pasar inadvertidos.

Cuando al fin Oscar Schneeweiss Gorriticoechea distinguió en la distancia la figura del espigado guerrero que corría agitando los brazos, lanzó un suspiro de alivio pues, por lo que empezaba a creer, su destino era dar vueltas y vueltas por las áridas llanuras hasta que se le agotara la gasolina.

Se abrazaron con afecto y permanecieron un largo rato intercambiando impresiones sobre sus respectivos viajes, aunque la larga conversación resultaba un tanto desconcertante, puesto que Aziza y el monegasco hablaban en inglés, éste lo hacía con Usman Zahal Fodio en francés, y el indígena se dirigía a su sobrina en dialecto fulbé.

Más tarde, a la hora de reemprender la marcha surgieron los primeros problemas, puesto que los dos nativos se resistían a viajar en un vehículo dotado de un aire acondicionado demasiado frío que no se sentían capaces de resistir, mientras que al europeo se le antojaba impensable intentar conducir dentro de una máquina en cuyo interior se alcanzaban los cincuenta grados de temperatura si no se conectaba la refrigeración.

La decisión fue salomónica; tío y sobrina tomaron asiento en una colchoneta afirmada sobre el techo de la camioneta, y se les advertía de lo más cómodos y satisfechos, pese a que sobre sus cabezas el violento sol amenazaba con deshidratarlos.

De tanto en tanto el fulbé golpeaba la carrocería y a continuación asomaba el rostro por la parte delantera indicando la dirección más apropiada, y de ese modo, casi a paso de tortuga para no perder a sus dos inseguros pasajeros, el lujoso Hummer 2 de color rojo fuego avanzó hacia el noroeste evitando los poblados y las carreteras medianamente transitadas hasta que cayó la noche.

Cenaron de las muchas provisiones que abarrotaban el espacioso vehículo, incluidos refrescos helados, y Aziza Smain pudo incluso hablar por radio con su hija, que le comunicó que estaba aprendiendo a nadar en una enorme piscina, había visto el mar que al parecer era salado, y la habían llevado a visitar un lugar en el que extraños animales llamados peces se movían a su antojo en unas aguas increíblemente limpias.

Te gustará este lugar, mamá... concluyó alegremente. Puedo comer todo lo que quiera, estoy más gordita, y me han regalado unos vestidos preciosos.

Al concluir la charla la infeliz mujer sonrió con dulzura, pero al mismo tiempo no pudo evitar que se le escapara una lágrima rebelde.

A Kalina se la ve feliz, pero ¿dónde estará mi pequeño Menlik? musitó apenas sin dirigirse a nadie en particular. ¿Dónde?

Ten confianza... le suplicó una vez más el monegasco al tiempo que le golpeaba afectuosamente el dorso de la mano. He puesto a toda mi gente a buscar a ese maldito buhonero dahomeyano y pronto o tarde daremos con él. Estoy dispuesto a pagar lo que pidan por el niño.

A condición de que esté vivo.

Tiene que estarlo. De nada sirve un esclavo muerto. A pesar de que Oscar Schneeweiss Gorriticoechea se esforzaba por mostrarse animoso y seguro de sí mismo, en realidad no tenía muy claro que fuera sencillo encontrar a una criatura casi idéntica a todas las criaturas de su misma edad en la inmensidad de un continente en el que las fronteras no solían ser más que meras líneas imaginarias, y ni tan siquiera existía un registro de la mayor parte de los nacimientos.


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