El león invisible



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Tal vez tengas razón, se vio obligado a admitir Oscar Schneeweiss Gorriticoechea.

¡Sé que la tengo! insistió la condenada a muerte. Si ha de tener una nueva vida en un mundo civilizado, que sea nueva en todo, porque de lo contrario su origen le pesará como una losa. Alzó el dedo al añadir en un tono que no admitía réplica: Y procura que nunca crea en Dios.

¿En Alá?

En ningún dios, fue la segura respuesta. Eso también le evitará incontables sufrimientos, puesto que sé por experiencia que si duro y doloroso resulta que los seres humanos te traicionen, mucho más duro y doloroso llega a ser que te traicionen los dioses en los que habías puesto, desde el día en que tenías uso de razón, toda tu confianza.

Se hizo un largo silencio que al fin Ibrahim Shala se decidió a romper aunque resultaba evidente que lo que iba a decir le costaba un gran esfuerzo, pero haciendo de tripas corazón musitó en voz muy baja:

Ya que no crees en Alá, ni por lo que veo en los dioses de tus antepasados fulbé, ¿por qué no procuras que tu final sea un poco menos doloroso?

¿A qué te refieres?

A que el médico extranjero debe tener algún remedio que te impida pasar por el doloroso trance de la lapidación.

¿Acaso un musulmán, un caíd creyente, me está pidiendo que me suicide?

Tan sólo lo sugiero.

¿Y qué obtendría con eso?

Evitarte el dolor físico.

Mi madre era fulbé, y tú sabes muy bien que los fulbé desprecian el dolor físico. Me consta que mi muerte será terrible y que pasaré por todas las penas del infierno, pero lo aceptaré para que el mundo sepa que en este país la justicia es una burla y de ese modo tal vez consiga que un millón de voces se alcen contra los bárbaros que aplican tales métodos. Aziza Smain acarició suavemente la cabeza de su hija y cuando concluyó de hablar lo hizo como si se estuviera dirigiendo concretamente a ella: Ahora ya no es tiempo de pensar en mí, sino en todas aquellas a las que les espera un destino semejante. Si aceptara suicidarme mi sacrificio habría sido en vano.

El campamento comenzó a desmontarse una hora más tarde.

Se recogieron las carpas, se plegó la gran pantalla de cine, se enrollaron uno tras otro los gruesos cables que conducían la electricidad y se cargaron de nuevo en los camiones las mesas en las que hombres, mujeres y niños se habían atiborrado de cuscús, frutas, dulces, helados y cordero.

El grupo electrógeno se puso en funcionamiento, llevó por última vez agua limpia a la fuente, enfrió de nuevo y con rapidez los ambientes y las bebidas, pero al fin dejó de runrunear y se dispuso a regresar a la lejana Europa.

Casi con tanta rapidez como había llegado, el progreso comenzaba a alejarse de Hingawana.

El harmatán solía durar dos o tres días. El progreso apenas duró una semana.

El siglo XXI cedía terreno frente al impulso del siglo XV o del XIV.

O del XII.

Las caras de los chicuelos, a los que al menos les quedaban los balones, las camisetas, las botas y dos porterías con sus correspondientes redes de reglamento, mostraban a las claras, más que cualquier palabra o lamento, la profunda tristeza y decepción de quienes se habían hecho a la idea de que el cielo les había premiado con un cúmulo de maravillosos milagros, y descubrían de improviso que les habían despertado bruscamente a la realidad de su deprimente vida cotidiana.

Las mujeres suspiraron al recordar que a la mañana siguiente tendrían que reemprender el largo y caluroso camino hasta el pozo del que se verían obligadas a extraer, a fuerza de brazos, unos cuantos cántaros de un agua caliente, turbia y maloliente.

Algunos hombres se lamentaron de que ya no disfrutarían de unos banquetes que superaban a diario al que les ofrecía el caíd Shala el día de su cumpleaños, ni de las apasionantes películas de aventuras en las que podían admirar a hermosas mujeres muy rubias y por lo general muy maquilladas y bastantes escasas de ropa.

«Si malo es no tener, peor es que te lo quiten.

Quien pronunciara por primera vez tan lapidaria frase sabía muy bien de lo que hablaba puesto que de una forma sencilla y más bien burda hacía no obstante referencia a un concepto bastante más profundo y hasta cierto punto sutil: lo que no se conoce no existe y lo que no existe no puede amarse, y por lo tanto no puede añorarse.

Y la añoranza es el sentimiento que por más tiempo perdura en el corazón de los seres humanos.

Resulta mucho más sencillo dejar de amar a quien se ama que dejar de añorar a quien se ha amado y se ha perdido. Durante aquel corto período de tiempo los habitantes de Hingawana habían aprendido a amar y casi necesitar infinidad de cosas que hasta ese momento desconocían, hasta el punto de que cuando los camiones en las que las habían traído ni siquiera habían abandonado aún las lindes del pueblo, ya las echaban de menos.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea llegó muy pronto a la conclusión de que la única esperanza de éxito que le quedaba se centraba en la reacción de los nativos, por lo que ordenó a su gente que los camiones fueran partiendo de uno en uno, con un intervalo de unos veinte minutos entre sí, consciente como estaba de que de ese modo aumentaba la sensación de amargura de quienes veían cómo les arrebataban, uno tras otro, todos sus sueños.

Pequeños malos tragos dejan siempre peor sabor de boca que un gran mal trago.

Intentas provocar una rebelión? quiso saber René Villeneuve en el momento en el que el camión cocina comenzó a atravesar muy lentamente la única calle del pueblo impregnando el ambiente de un apetitoso aroma a cordero recién asado a fuego lento, para perderse luego en la distancia rumbo a un vacío horizonte en el que nadie podría disfrutar de la infinidad de sabrosos manjares que atesoraba.

¡En absoluto! Lo que intento es que esta pobre gente comprenda el excesivo precio que va a tener que pagar por el simple placer de arrojar unas cuantas piedras a una muchacha indefensa.

Es de suponer que ya lo saben.

¡Desde luego! Pero me las he arreglado para que se haga correr la voz: si el día de la lapidación todos los habitantes del pueblo se niegan a participar en ella, los camiones regresarán y volverán a tener cuanto han tenido hasta ahora.

Una maniobra muy peligrosa... le hizo notar el periodista.

¿Y qué puedo perder?

Me gustaría saberlo, porque lo que sí sé es que no se juega impunemente con los fanáticos fundamentalistas. Ya te advertí allá en Mónaco, y lo estás comprobando personalmente, que por aquí abundan más que los lagartos.

Siempre serán minoría.

Pero una minoría violenta que, al igual que suelen hacer los terroristas, intenta imponer su ley por la fuerza. Así ha sido a través de la historia, incluso de la más reciente, y por mucho que una y otra vez se erradique, es un cáncer que vuelve a emerger de mil formas distintas. Ahora, aquí con la cerril intransigencia de los emires y los imames, y en Occidente con la brutal prepotencia de dirigentes como George Bush. Aunque se supone que mil años de cultura deberían separar a los unos de los otros, en el fondo su cerrazón de ideas les hace igualmente primitivos e igualmente peligrosos.

Peores eran Hitler o Franco, o los generales argentinos y brasileños, y mi familia consiguió librarse de todos ellos fue la en cierto modo burlona respuesta que se concretó en una rotunda aseveración. Si pretendo ser realmente digno de mis pomposos apellidos debo encarar este problema tal como mis padres y mis abuelos lo hicieron.

¿Huyendo como huyeron ellos?

Todo lo contrario; quedándome hasta el último minuto porque ya no se trata de salvar mi propio pellejo, sino una vida ajena. Apuntó con el dedo a su interlocutor para añadir: Y ahora te ruego que te vayas cuanto antes llevándote a la niña. Coge el primer avión y en cuanto llegues a Mónaco me llamas para que ella misma pueda contarle a su madre que ya está a salvo en un lugar civilizado.

Preferiría quedarme y ayudarte en lo que pueda. fue la firme respuesta. Puedes encargar de eso a cualquier otro.

No quiero que nadie más esté aquí en el momento de la ejecución.

El periodista le observó de medio lado, y al hablar su tono era de franca reconvención.

Confío que no te pase por la cabeza hacer algún tipo de tontería que en un lugar como éste resultaría fatal. Te recuerdo que estamos tratando con una pandilla de salvajes. Algunos, como el caíd Shala y la propia Aziza Smain no lo son, e inclusos a las fieras más salvajes se las puede domar si cuentas con los medios apropiados. Sin embargo no estoy dispuesto a que nadie más sufra las consecuencias de mis actos. Los hombres y los camiones se quedarán en Kano por si necesito que vuelvan, pero a la niña y a ti os quiero saber a salvo en Mónaco cuanto antes.

Te repito que puedes enviar a cualquier otro.

¡Por favor! No es una orden; es la petición de un amigo que quiere sentirse absolutamente libre.

Una hora después René Villeneuve y la pequeña Kalina emprendían el largo viaje hacia Europa, y casi otra hora después un criado de Ibrahim Shala acudió a comunicar a Oscar Schneeweiss Gorriticoechea que el caíd le rogaba que acudiera cuanto antes a su palacio.

Al entrar se lo encontró sentado en el emparrado patio central, frente al emir Uday Mulay, y de inmediato hizo un gesto al recién llegado para que tomara asiento, al tiempo que le servía un vaso de té muy azucarado.

Le he pedido que venga porque Uday quiere hablarle, y porque desea, también, que yo sea testigo de la conversación para que no pueda haber malentendidos dado que su inglés no es tan fluido como el mío. ¿Le parece correcto?

¡Naturalmente! admitió el monegasco con absoluta sinceridad. ¿Qué es eso tan importante que tiene que decirme?

El emir tardó en hablar, se arrancó uno de los ya escasos vellos que le quedaban en las cejas, síntoma inequívoco de que se encontraba nervioso, y por último señaló:

La razón de esta reunión es dejar bien patente que no pienso consentir, bajo ninguna circunstancia, nuevas interferencias en lo que se refiere a la sentencia que se ha dictado contra Aziza Smain. Será ajusticiada, y tienen que ser sus convecinos quienes la ejecuten. Es lo que ordena la sharía y sus mandamientos no admiten discusión.

¿Y si no quieren hacerlo? Lo harán.

¿Y si no lo hacen? insistió Oscar. ¿Cómo podrá obligar a más de cien hombres y mujeres a arrojar piedras y acertar en la cabeza de una pobre víctima indefensa?

¡No es difícil! Quien no obedezca se arriesga a ser condenado a su vez. Por si no lo sabía, existe entre nosotros una cosa que se llama fatwa; una sentencia que alcanza por igual a creyentes que a infieles, sean quienes sean, por muy importantes que se consideren, se escondan donde se escondan.

¿Acaso me está amenazando? inquirió con marca da intención Oscar Schneeweiss Gorriticoechea.

¡Tómeselo como quiera! fue la seca respuesta de quien parecía mascar las palabras en un supremo esfuerzo por contener su emergente ira. Yo le advierto de cuáles son nuestras costumbres, y de que nadie debe hacerse la ilusión que está a salvo por mucho dinero y mucho poder que pueda tener.

Fue ahora Oscar Schneeweiss Gorriticoechea el que tardó en responder, aprovechando para acabar el poco té que le quedaba en el vaso, pero tras dejarlo con sumo cuidado sobre la ancha bandeja, señaló:

Pues yo voy a aclararle a mi vez cuáles son nuestras costumbres. Cuando alguien nos amenaza, amenazamos a nuestra vez, y cuando alguien intenta agredirnos le devolvemos el golpe con más fuerza. Supongo que ya le habrán dicho que soy uno de los hombres más ricos del mundo, lo que significa que puedo refugiarme donde quiera y protegerme con un auténtico ejército de profesionales. Hizo una corta pausa para añadir apuntándole directamente con el dedo: Por eso le advierto que si a usted, a ese miserable de Sehese Bangú o a sus compinches de Kano, se les ocurre la absurda idea de lanzar sobre mí una fatwa o intentar causarme el más mínimo daño pondré precio a sus cabezas. Un millón de euros, la centésima parte de mi fortuna, por cada una de ellas, y le garantizo que existen cientos de asesinos profesionales y de mercenarios muy bien entrenados, que matarían a sus propios padres por la mitad de ese dinero. Y ahora dígame: ¿dónde se esconderán o con qué ejército contarán para defenderse de esa amenaza?

El altivo emir Uday Mulay palideció hasta quedar casi tan blanco como su turbante y tras volverse a Ibrahim Shala, que permanecía impasible limitándose a servir con aire indiferente nuevas raciones de pringoso e hirviente té, inquirió casi balbuceando:

¿Tú has oído eso?

Sordo no soy.

¿Y no tienes nada que decir?

Te recuerdo que mi papel en este caso es de testigo imparcial. Me limito a ofreceros mi casa y mis buenos oficios.

¡Pero me está amenazando!

Tú has hecho lo mismo.

A mí me respalda la ley.

Una ley que más de la mitad de los habitantes de este país ni siquiera reconoce, le hizo notar su interlocutor. Y supongo que la mayor parte del mundo admitirá que cada cual tiene derecho a defenderse como mejor le plazca cuando se siente atacado. Dejó con sumo cuidado la tetera en su lugar para añadir con idéntica parsimonia: No comparto en absoluto lo que este hombre de impronunciables apellidos acaba de decir, pero he de admitir que en cierto modo, él tiene razón al intentar defender su vida con todos los medios a su alcance.

Pero no es más que un extranjero que ha acudido a interferir en nuestras costumbres.

¡Eso es muy cierto! Pero de la misma forma que deseamos que las respete, debemos respetar las suyas, y al parecer éstas son «ojo por ojo y diente por diente. Y se trata de tus ojos y de tus dientes, no de los míos. Tú sabrás lo que haces.

No esperaba eso de ti masculló el furibundo emir. Tampoco yo esperaba de ti que, como presidente del tribunal, condenases a muerte a una mujer de mi pueblo, que además era inocente. Y que lo hicieras a pesar de que en repetidas ocasiones te supliqué por ella.

¡Era mi obligación!

¡No! le contradijo Ibrahim Shala con severidad. Tu obligación era impartir justicia, y sabes mejor que nadie que tu decisión no fue en absoluto justa. Ahora debes ser responsable de tus actos y atenerte a las consecuencias, porque si todos los jueces se supieran siempre impunes viviríamos en una eterna injusticia.

Tendré en cuenta tus palabras.

Por mí como si te operas de cataratas. Hubo un tiempo en que te temía, pero todo este desgraciado asunto me ha hecho comprender que la propia conciencia aterroriza más que el más peligroso de los seres humanos. Lo que puedas intentar contra mí no me quitará tanto el sueño como me lo ha quitado el hecho de reconocer noche tras noche mi propia cobardía. Y me consta que tengo el valor y los conocimientos suficientes como para enfrentarme cualquier hombre por poderoso que sea, pero nunca he sabido cómo enfrentarme a mi conciencia.

¡Te desconozco!

¡Gracias a Dios! no pudo por menos que exclamar el dueño de la casa. Pero si te sirve de consuelo te aclararé que también yo me desconozco, pero me siento mucho más gusto con el Ibrahim con que me voy ahora a la cama que con el que iba antes.

No he venido a tu casa para escuchar insultos.

Supongo que no, pero también quiero suponer que no venías con la intención de escuchar la verdad, y es la verdad la que te insulta, no yo. Como caíd no tengo la obligación, sino todo lo contrario, de mancharme de sangre las manos arrojando piedras sobre una condenada de mi propio pueblo, lo cual quiere decir que nadie puede lanzar sobre mí una fatwa sin ir abiertamente contra la ley. Eso significa que si tanto a ti como a tus amigos se os ocurre la estúpida idea de atacarme lo estaréis haciendo a título personal, y en ese caso estaré en mi derecho, como lo está este hombre, de atacaros a mi vez. Sonrió de oreja a oreja al añadir: Y te garantizo que contra ti no tengo gran cosa, pero me muero de ganas de cortarle el cuello a ese maldito hijo de mala madre de Sehese Bangú.

En aquel punto concluyó la reunión.

El ofendido emir Uday Mulay se puso bruscamente en pie y abandonó el patio intentando conservar la compostura y una vez que hubo desaparecido, Ibrahim Shala se despojó del turbante para comenzar a anudárselo de nuevo con sorprendente calma.

Siento como si hubiera sido de plomo y ahora vuelve a ser de tela dijo. Las cosas que se te quedan en el corazón te suelen pesar en la cabeza, y hasta que no te libras de ellas no alcanzas la paz.

Ha demostrado ser muy valiente.

Cuando se ha sido muy cobarde resulta sencillo ser valiente sentenció el dueño de la casa. Me revolvía el estómago haber hecho dejación de mis funciones como guía y protector de mi pueblo, pero ahora he recuperado mi propia estima, y eso, que es sin duda lo más importante a lo que puede aspirar un hombre, tiene que costar un esfuerzo o no tendría mérito. Terminó de colocarse el turbante y antes de introducirse en la boca un grueso dátil, inquirió: ¿Y usted qué piensa hacer?

Aún no lo sé, fue la respuesta que evidenciaba un absoluto desconcierto. ¿Qué me aconseja?

¡Por favor...! se lamentó el hausa lanzando hábilmente el hueso del dátil a un parterre cercano. ¿Por qué me pide consejo si le consta que no va a seguirlo? Creo que le conozco lo suficiente como para saber que hará lo que se haya propuesto hacer, y en el caso de que aún no lo sepa, que eso sí que me lo creo, a la hora de la verdad hará lo que se le pase por la cabeza en ese momento.

No cabe duda que es usted muy listo, pero le garantizo que hoy por hoy me siento verdaderamente confundido. Lo único que se me ocurre es continuar insistiendo para que Aziza Smain denuncie a quienes la atacaron.

Demasiado tarde, fue la sincera respuesta. Si, como marca la ley, la sentencia tiene que ser ejecutada la próxima semana, no hay tiempo de solicitar un aplazamiento, sobre todo si los jueces están en contra. Ibrahim Sha la negó una y otra vez con gesto pesimista al concluir: Po desgracia ése ya no es el camino.

¿Cuál es entonces?

No tengo ni la menor idea... admitió el otro. Pero me gustaría que tuviera algo muy presente: voy a intentar convencer a mi gente de que no deben arrojar piedras sobre Aziza Smain, no por las mil cosas que les había ofrecido, sino porque considero inmoral que sus convecinos participen de tamaña injusticia. Sin embargo puntualizó remarcando con manifiesta intención las palabras quiero advertirle de que en el caso de que fracase y la ejecución se lleve a cabo, cumpliré con mi obligación y no permitiré que ni usted, ni nadie, interfiera. ¿Ha quedado claro?

Muy claro.

Me alegra que lo entienda. En mí tendrá siempre un aliado, pero debe comprender que no puedo poner en peligro mi prestigio personal, cuanto tengo, y cuanto soy, y a toda mi familia por enfrentarme a una antiquísima tradición con la que no estoy de acuerdo, pero que al fin y al cabo forma parte de las costumbres, buenas o malas, de mi pueblo.

Es una actitud justa, consecuente y que le honra reconoció con franqueza Oscar Schneeweiss Gorriticoechea. Le agradezco cuanto está haciendo por mí, y en especial por esa pobre muchacha pero admito que, efectivamente, todo debe tener un límite, aunque en mi caso particular nunca he sabido cuál es. Al tener tanto me he acostumbrado a la idea de que puedo conseguir cuanto me proponga, no por el tan repetido dicho de que «todo tiene un precio, sino porque la experiencia me ha enseñado que hasta la más inaccesible cima cuenta con un sendero oculto.

Horas más tarde, sentado en la puerta de su vehículo e intentando disfrutar del fresco de una noche en la que por primera vez desde su llegada al continente el aire parecía haberse hecho respirable, el monegasco se preguntó una y otra vez dónde comenzaría aquel oculto sendero que pudiera conducirle a la cima que se había propuesto conquistar y que comenzaba a antojársele de todo punto inaccesible.

La imagen de Aziza Smain acudía una y otra vez a su mente amenazando con obsesionarle, y una y otra vez se negaba aceptar que tan maravillosa criatura pudiera acabar como blanco de las piedras de una cuadrilla de salvajes. Se preguntó la razón por la que la turbadora muchacha le fascinaba hasta el punto de obligarle a olvidar lo que no fueran sus ojos o su forma de hablar y de moverse, y maldijo su propia estupidez al tener que reconocer que a lo largo de su vida había despreciado a fabulosas mujeres mucho más cultas, mucho más elegantes, mucho más hermosas, y desde luego mucho más en consonancia con su educación y su estilo de vida.

Le asaltó la tentación de emborracharse como única vía para escapar de la trampa que él mismo se había tendido, por lo que se sirvió una más que generosa copa del mejor coñac. Comenzaba a paladearlo sin el menor entusiasmo cuando le sobresaltó la súbita y silenciosa aparición de una figura humana que se diría surgida de las tinieblas como si de pronto se hubiera materializado en el aire.

Se trataba de un hombre no excesivamente alto, pero si muy esbelto, de piel color canela y un sereno rostro enmarcado entre una corta barba entrecana y cabellos muy blancos. Lo primero que llamaba la atención en él, aparte de su sorprendente prestancia, era el curioso hecho de que tenía todo el cuerpo marcado por gruesas e impresionantes cicatrices que obligaban a pensar que muchos años atrás debía haber recibido un incontable número de latigazos.

Iba descalzo, no vestía más que un corto taparrabos, a la cintura lucía un ancho y afilado machete, de su espalda colgaban un arco, flechas y una corta esterilla, y se apoyaba, a modo de cayado, en una larga lanza de amenazante hoja de acero.

Se observaron en silencio hasta que el recién llegada inquirió con voz grave:

¿Hablas francés?

Naturalmente... replicó Oscar Schneeweiss Gorriticoechea en cierto modo impresionado por la extraña presencia. Nací en Mónaco.

Ignoro dónde está ese lugar, admitió el indígena

Pero lo que importa es que hablas francés.

¿Eres el europeo que intenta ayudar a Aziza Smain?

Lo soy. ¿Quién eres tú?

Usman Zahal Fodio.

¿Y?


Soy fulbé.

¿Y?


La madre de Aziza Smain era mi hermana.

¿Y has venido a ayudarla?

A eso he venido.

Un poco tarde, ¿no te parece?

Estaba muy lejos; pastoreando a orillas del lago Chad. Seetti me mandó llamar hace tiempo, pero tan sólo hace una semana que recibí su mensaje.

¿Quién es Seetti?

La hermana de Aziza. La mujer de Hassan.

¿Y acaso no te has enterado de que fue el propio Hassan el causante de todo el problema?

El fulbé asintió con un levísimo ademán de cabeza. Seetti me lo ha dicho. Y también me ha dicho que es el causante de la desaparición del niño. Por ello le abriré en canal y desparramaré sus tripas y las de sus cómplices por el desierto porque quiero que mueran de terror antes de morir del todo.

Me alegra oírlo admitió Oscar Schneeweiss Gorriticoechea. Pero no creo que una venganza tan brutal sirva para salvar a tu sobrina.

Estoy aquí para llevármela, replicó el llamado Usman Zahal Fodio que se había acuclillado apoyándose en la lanza y dando la sensación que podía permanecer horas en una postura que para un europeo hubiera resultado terriblemente incómoda. Seetti se encargará de decirle que mañana por la noche nos iremos.

Me parece muy lógico admitió el monegasco. Pero, lo que no entiendo es por qué has venido a contármelo.

Porque necesito que alejes de aquí a Seetti y sus hijos. Ella también es mi sobrina, y no tiene culpa de lo ocurrido. Hassan es su marido y lo quería pese a que la aterrorizaba, pero ahora, al saber que también está implicado en la desaparición del niño, lo aborrece. Si la dejamos aquí, su destino será similar al de Aziza y sus hijos tal vez acaben esclavizados. Mi trato es ése: tú ocúpate de salvar a Seetti y yo me ocuparé de salvar a Aziza.

Se me antoja razonable y en principio estoy de acuerdo, pero me gustaría saber adónde piensas llevar a Aziza.


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