libre. Aquél escoge o
rechaza por instinto; éste, por un acto de libertad; lo que da por
resultado que el animal no puede apartarse de la regla que le ha sido prescrita, aun en el
caso de que fuese ventajoso para él hacerlo, mientras que el hombre se aparta con
frecuencia y en su perjuicio. Así sucede que un pichón perecerá de hambre cerca de una
fuente colinada de las mejores carnes y un gato sobre montones de frutas o de granos,
aunque uno y otro podrían muy bien nutrirse con los alimentos que desdeñan, de
intentar ensayarlo; así ocurre que los hombres disolutos se entregan a excesos que les
producen la fiebre o la muerte porque el espíritu corrompe los sentidos y la voluntad
habla cuando calla la naturaleza.
Todos los animales tienen ideas, puesto que tienen sentidos, y aun combinan sus
ideas hasta cierto punto; el hombre no se distingue a este respecto del animal más que
del más al menos; incluso ciertos filósofos han aventurado que hay algunas veces más
diferencia entre dos hombres que entre un hombre y una bestia. No es, pues, tanto el
entendimiento como su cualidad de agente libre lo que constituyó la distinción
específica del hombre entre los animales. La naturaleza manda a todos los animales, y la
bestia obedece. El hombre experimenta la misma sensación, pero se reconoce libre de
someterse o de resistir, y es sobre todo en la conciencia de esta libertad donde se
manifiesta la espiritualidad de su alma. La física explica en cierto modo el mecanismo
de los sentidos y la formación de las ideas; pero en la facultad de querer o, mejor, de
elegir, y en el sentimiento de este poder, sólo se encuentran actos puramente
espirituales, de los cuales nada se explica por las leyes de la mecánica.
Pero, aun cuando las dificultades que rodean estas cuestiones dieran lugar para
discutir sobre esa diferencia entre el hombre y el animal, hay una cualidad muy
específica que los distingue y sobre la cual no puede haber discusión: es la facultad de
perfeccionarse, facultad que, ayudada por las circunstancias, desarrolla sucesivamente
todas las demás, facultad que posee tanto nuestra especie como el individuo; mientras
que el animal es al cabo de algunos meses lo que será toda su vida, y su especie es al
cabo de mil años lo mismo que era el primero de esos mil años. ¿Por qué sólo el hombre
es susceptible de convertirse en imbécil? ¿No es porque vuelve así a su estado primitivo
y porque, en tanto la bestia, que nada ha adquirido y que nada tiene que perder,
permanece siempre con su instinto, el hombre, perdiendo por la vejez o por otros
accidentes todo lo que su perfectibilidad lo ha proporcionado, cae más bajo que el
animal mismo? Triste sería para nosotros vernos obligados a reconocer que esta facultad
distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desdichas del hombre; que ella es
quien le saca a fuerza de tiempo de su condición original, en la cual pasaría tranquilos e
inocentes sus días; que ella, produciendo con los siglos sus luces y sus errores, sus
vicios y virtudes, le hace al cabo tirano de sí mismo y de la naturaleza
(15)
. Sería horrible
verse obligado a alabar como bienhechor al primero que enseñó a los habitantes de las
orillas del Orinoco el uso de esas tablillas de madera que aplican a las sienes de sus
hijos y que les aseguran al menos una parte de su imbecilidad y de su felicidad original.
El hombre salvaje, entregado por la naturaleza al solo instinto, o más bien
compensado del que acaso le falta con facultades capaces de suplir primero a ese
instinto y elevarle después a él mismo muy por encima de la propia naturaleza,
comenzará, pues, por las funciones puramente animales
(16)
. Percibir y sentir será su
primer estado, que le será común con todos los animales; querer y no querer, desear y
tener, serán las primeras y casi las únicas operaciones de su alma, hasta que nuevas
circunstancias ocasionen en ella nuevos desenvolvimientos.
Digan lo
que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe mucho a las
pasiones, las cuales, según el común sentir, le deben mucho también. Por su actividad se
perfecciona nuestra razón; no queremos saber sino porque deseamos gozar, y no puede
concebirse por qué un hombre que careciera de deseos y temores habría de tomarse la
molestia de pensar. A su vez, las pasiones se originan de nuestras necesidades, y su
progreso, de nuestros conocimientos, pues no se puede desear o tener las cosas sino por
las ideas que sobre ellas se tenga o por el nuevo impulso de la naturaleza. El hombre
salvaje, privado de toda suerte de conocimiento, sólo experimenta las pasiones de esta
última especie; sus deseos no pasan de sus necesidades físicas
(17)
; los únicos bienes que
conoce en el mundo son el alimento, una hembra y el reposo; los únicos males que teme
son el dolor y el hambre. Digo el dolor y no la muerte, pues el animal nunca sabrá qué
cosa es morir; el conocimiento de la muerte y de sus terrores es una de las primeras
adquisiciones hechas por el hombre al apartarse de su condición animal.
Si fuera necesario, fácil me sería apoyar con hechos este sentimiento y demostrar que
en todas las naciones del mundo los progresos del espíritu han sido precisamente
proporcionados a las necesidades que los pueblos habían recibido de la naturaleza o a
las cuales les habían sometido las circunstancias, y, por consiguiente, a las pasiones que
los llevaban a satisfacer esas necesidades. Mostraría las artes naciendo en Egipto y
extendiéndose con el desbordamiento del Nilo; seguiría su progreso entre los griegos,
donde se las vio brotar, crecer y elevarse hasta el cielo entre las arenas y las rocas del
Ática, sin que pudieran echar raíces en las fértiles orillas del Eurotas
(18)
. Señalaría que,
en general, los pueblos del Norte son más industriosos que los del Mediodía, porque no
pueden por menos de serlo, como si la naturaleza quisiera de este modo igualar las
cosas, dando a los espíritus la fertilidad que niega a la tierra.
Pero, sin recurrir al testimonio de la Historia, ¿quién no ve que todo parece alejar del
hombre salvaje la tentación y los medios de dejar de serlo? Su imaginación nada le
pinta; su corazón nada le pide. Sus escasas necesidades se encuentran tan fácilmente a
su alcance, y se halla tan lejos del grado de conocimientos necesario para desear
adquirir otras mayores, que no puede tener ni previsión ni curiosidad. El espectáculo de
la naturaleza llega a serle indiferente a fuerza de serle familiar; es siempre el mismo
orden, siempre son las mismas revoluciones. Carece de aptitud de espíritu para admirar
las mayores maravillas, y no es en él donde puede buscarse la filosofía que el hombre
necesita para saber observar una vez lo que ha visto todos los días. Su alma, que nada
agita, se entrega al sentimiento único de su existencia actual, sin idea alguna sobre el
porvenir, por cercano que pueda estar, y sus proyectos, limitados como sus miras,
apenas se extienden hasta el fin de la jornada. Tal es aún el grado de previsión del
caribe: vende por la mañana su lecho de algodón. y vuelve llorando al atardecer para
recuperarlo, por no haber previsto que lo necesitaría para la noche cercana.
Cuanto más se medita sobre este asunto, más se ensancha a nuestros ojos la distancia
entre las puras sensaciones y los simples conocimientos; se hace imposible concebir
cómo un hombre habría podido franquear tan gran intervalo con sus solas fuerzas, sin el
concurso de la comunicación y sin el aguijón de la necesidad. ¡Cuántos siglos quizá
habrán transcurrido antes de que los hombres hayan podido ver otro fuego que el del
cielo! ¡Cuántos azares diversos habrán necesitado para aprender los usos más comunes
de ese elemento! ¡Cuántas veces le habrán dejado extinguir antes de haber adquirido el
arte de reproducirlo! ¡Y cuántas acaso habrá perecido con su descubridor cada uno de
esos secretos! ¿Qué diremos de la agricultura, arte que tanto trabajo y tanta previsión