No sin sorpresa y escándalo se observa el desacuerdo que reina sobre esta importante
materia entre los diversos autores que de ella han tratado. Entre los escritores más
serios, apenas si se encuentran dos que manifiesten la misma opinión sobre este punto.
Sin hablar de los filósofos antiguos, que parece se empeñaron en la tarea de
contradecirse unos a otros sobre los principios más fundamentales, los jurisconsultos
romanos someten indistintamente el hombre y los demás animales a la misma ley
natural, porque consideran más bien bajo ese nombre la ley que la naturaleza se impone
a sí misma que la prescrita por ella, o más bien a causa de la particular acepción con que
interpretan esos jurisconsultos la palabra ley, que parece ser la han tomado en este punto
como expresión de las relaciones generales establecidas por la naturaleza entre todos los
seres animados para su conservación. Los modernos, reconociendo solamente bajo el
nombre de ley una regla prescrita a un ser moral, es decir, inteligente, libre y
considerado en sus relaciones con otros seres semejantes, limitan consiguientemente la
competencia de la ley natural tan sólo al animal dotado de razón, es decir, al hombre.
Pero como cada uno define esta ley a su modo y la fundamenta sobre principios en
extremo metafísicos, ocurre que, aun entre nosotros, bien pocos se hallan en disposición
de comprender esos principios, faltos de poder encontrarlos por sí mismos. De suerte
que todas las definiciones de esos hombres sabios, por otra parte en perenne
contradicción recíproca, convienen solamente en una cosa: que es imposible
comprender la ley natural, y por consiguiente obedecerla, sin ser un grandísimo
razonador y un profundo metafísico; lo cual significa precisamente que los hombres han
debido emplear para la constitución de la sociedad conocimientos que se desarrollan
trabajosamente, y entre pocas personas, en el seno de la sociedad misma.
Conociendo tan poco la naturaleza y discrepando de tal modo sobre el sentido de la
palabra ley, difícil sería convenir en una buena definición de la ley natural. He aquí por
qué las definiciones que se hallan en los libros, además del defecto de no ser uniformes,
tienen el de ser deducidas de diversos conocimientos que los hombres no poseen
naturalmente y de una superioridad que no han podido concebir sino después de haber
salido del estado natural. Comiénzase por buscar aquellas reglas que, por la utilidad
común, serían buenas para que los hombres las reconociesen, y al conjunto de estas
reglas se lo da el nombre de ley natural, sin otra prueba que el bien que se supone
resultaría de su aplicación universal. He aquí un sistema sumamente cómodo de
componer definiciones y de explicar la naturaleza de las cosas por conveniencias casi
arbitrarias.
Pero en tanto no conozcamos al hombre natural, es vano que pretendamos determinar
la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su estado. Lo único que podemos ver
muy claramente a propósito de esta ley es que no sólo es necesario, para que sea ley,
que la voluntad de aquel a quien obliga pueda someterse con conocimiento, sino que
además es preciso, para que sea ley natural, que hable inmediatamente por la voz de la
naturaleza.
Dejando, pues, todos los libros científicos, que sólo nos enseñan a ver a los hombres
tal como ellos se han ido formando, y meditando sobre las primeras y las más simples
operaciones del alma humana, creo advertir dos principios anteriores a la razón, uno de
los cuales nos interesa vivamente para nuestro bienestar y el otro nos inspira una
repugnancia natural si vemos sufrir o perecer a cualquier ser sensible, principalmente a
nuestros semejantes. Del concurso y de la combinación que nuestro espíritu sepa hacer
de esos dos principios, sin que sea necesario añadir el de la sociabilidad, me parece que
se derivan todas las reglas del derecho natural, reglas que la razón se ve precisada a
establecer sobre otros fundamentos cuando ha llegado, por sucesivos
desenvolvimientos, a sofocar la naturaleza.
De este modo, no es necesario hacer del hombre un filósofo antes de hacer de él un
hombre. Sus deberes hacia sus semejantes no le son dictados únicamente por las tardías
lecciones de la sabiduría, y mientras no resista a los íntimos impulsos de la
conmiseración, nunca hará mal alguno a otro hombre, ni aun a cualquier ser sensible,
salvo el legítimo caso en que, hallándose comprometida su propia conservación, se vea
forzado a darse a sí mismo la preferencia. De esta manera se acaban las antiguas
controversias sobre la participación de los animales en la ley natural; pues es claro que,
hallándose privados de entendimiento y de libertad, no pueden reconocer esta ley; más
participando en cierto modo de nuestra naturaleza por la sensibilidad de que se hallan
dotados, hay que pensar que también deben participar del derecho natural y que el
hombre tiene hacia ellos alguna especie de obligaciones. Parece ser, en efecto, que si
estoy obligado a no hacer ningún mal a mis semejantes, es menos por su condición de
ser razonable que por su cualidad de ser sensible, cualidad que, siendo común al animal
y al hombre, debe al menos darlo a aquél el derecho de no ser maltratado inútilmente
por éste.
Este mismo estudio del hombre original, de sus necesidades verdaderas y de los
principios fundamentales de sus deberes, es el único medio adecuado que pueda
emplearse para resolver esa muchedumbre de dificultades que se presentan sobre el
origen de la desigualdad moral, sobre los verdaderos fundamentos del cuerpo político,
sobre los derechos recíprocos de sus miembros y sobre otras mil cuestiones parecidas,
tan importantes como mal aclaradas.
Considerando la sociedad humana con una mirada tranquila y desinteresada, parece
al principio presentar solamente la violencia de los fuertes y la opresión de los débiles.
El espíritu se subleva contra la dureza de los unos o deplora la ceguedad de los otros; y
como nada hay de tan poca estabilidad entre los hombres como esas relaciones
exteriores llamadas debilidad o poderío, riqueza o pobreza, producidas más
frecuentemente por el azar que por la sabiduría, parecen las instituciones humanas, a
primera vista, fundadas sobre montones de arena movediza; sólo examinándolas de
cerca, después de haber apartado el polvo y la arena que rodean el edificio, se advierte
la base indestructible sobre que se alza y apréndese a respetar sus fundamentos. Ahora
bien; sin un serio estudio del hombre, de sus facultades naturales y de sus
desenvolvimientos sucesivos, no le llegará nunca a hacer esa diferenciación y a
distinguir en el actual estado de las cosas lo que ha hecho la voluntad divina y lo que el
arte humano ha pretendido hacer.
Las investigaciones políticas y morales a que da ocasión la importante cuestión que
yo examino son útiles de cualquier modo, y la historia hipotética de los gobiernos es
para el hombre una lección instructiva bajo todos conceptos. Considerando lo que
hubiéramos llegado a ser abandonados a nosotros mismos, debemos aprender a bendecir
a aquel cuya mano bienhechora, corrigiendo nuestras instituciones y dándoles un
fundamento indestructible, ha prevenido los desórdenes que habrían de resultar y hecho
nacer nuestra felicidad de aquellos medios que parecían iban a colmar nuestra miseria.
Quem te Deus esse Jussit, et humana qua parte locatus es in re, Disce
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