Cuando el Señor Parra quedó ciego, no perdió sin embargo el sentido de orientación aún en las extensiones dilatadas y en las e



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Antinomias
Imagen recurrente del lenguaje político, fundó el señor Parra con la oposición “civilización o barbarie” la antinomia esencial de su ideología. A la vuelta de aquel viaje cuyos motivos políticos se cuestionan, se publica en Chile su “Educación popular” fogonazo democrático en un mundo doblegado por oligarquías militaristas que explotaban al aborigen y mantenían en la ignorancia a las clases menos pudientes e incluso a la mujer.

Agradece el señor Parra al Dr. Manuel Montt, su distinguido amigo, reconociéndole la oportunidad que le ha brindado para disipar en el extranjero las dudas que les hacían vacilar para echar las bases de una legislación que asegurase la educación común en la primera infancia. El informe presentado al Ministerio se componía de 300 páginas; su índice era el que sigue:


Introducción

Capítulo I. - De la renta

Capítulo II ´ Inspección de las escuelas públicas

Capítulo III – De la educación de las mujeres

Capítulo IV - Maestros de escuela

Capítulo V - Salas de asilo

Capítulo VI – Escuelas públicas

Capítulo VII – Sistema de enseñanza

Capítulo VIII – Ortografía castellana

Conclusión

Moción presentada al Congreso Nacional por el

Diputado Dr. Manual Montt


En estas páginas el señor Parra volcaba todo lo que había aprendido en materia de enseñanza: establecía los principios de la educación laica, los engranajes de una administración coherente, apta para un conjunto que abarcaba desde las escuelas de párvulos hasta las normas de su inspección. Opinaba acerca de los métodos en uso en los países visitados y señalaba los que él mismo había aplicado.
“La instrucción pública tiene por objeto preparar las nuevas generaciones en masa para el uso de la inteligencia individual por el conocimiento aunque rudimentario de las ciencias y hechos necesarios para formar la razón; es una institución puramente moderna nacida de las disensiones del cristianismo y convertida en derecho por el espíritu democrático de la asociación actual.”

“la sociedad de masa tiene interés vital en asegurarse de que todos los individuos que han de venir con el tiempo a formar la nación, hayan por la educación recibida en su infancia preparádose suficientemente para desempeñar las funciones sociales a que serán llamados.”



“Todos los grandes acontecimientos del mundo han de ser de hoy más, preparados por la inteligencia, y la grandeza de las naciones menos ha de estribar en las fuerzas materiales, que en las intelectuales y productivas de que puedan disponer.”

“Es pues lamentable que todos los gobiernos americanos han propendido desde los principios de su existencia a ostentar su fuerza y su brillo en el número de soldados.”
El señor Parra tenía la más alta concepción de la enseñanza. La dignidad del estado y la gloria de una nación, no le cabía duda, dependían de la dignidad de los ciudadanos, y esta dignidad es la educación que eleva el carácter moral del hombre.

Para el normalista, éste era el concepto que había incorporado de sus maestros y profesores durante su formación escolar. No era otro el que le legaron sus padres; identificado con esta convicción había honrado al señor Parra.

No obstante, el análisis de la oposición civilización y barbarie, era incompleto. Por lo pronto, otros dos términos opuestos, los de cultura y civilización, introducirían matices importantes a la fórmula del señor Parra. La cultura está consustanciada con la pertenencia, y en ello radica su valor de identidad y de naturaleza originaria. La civilización es, en primera instancia, foránea y desarraigante. La cultura vive del espíritu trágico y dionisíaco, la civilización se abre a lo que ofrece otras posibilidades de vida; lleva en sí la hybris nostálgica de la culpa por el terruño que se abandona. La civilización es racional pero la cultura la trasciende por su raíz profunda. La cultura debiera ser domada hacia adentro y a la vez protegida, tal la protesta que se eleva contra el señor Parra por quienes, desde su raigambre provinciana y federal, entienden que el alma de la patria nunca aparecerá entera desde el esfuerzo civilizador. Cuando la civilización seduce e invita a solazarse en lo distinto se pierde el aroma primario y en ese resabio de lo que no está se amasa la melancolía. Nuestros próceres fueron hombres proscriptos, fascinados por la hibridés de lo distinto que le brindó la civilidad, pero profundamente melancólicos; su ideal de patria, conservado en un sentimiento que lo remeda, pulsaba en ellos la necesidad de un retorno ilusorio. En esa frustración que presiona se agota la libido y se instala la culpa por haber perdido un más profundo sentido de nacionalidad. La retaliación de esa culpabilidad llegó al señor Parra en la forma desapiadada de “traidor” de la soberanía nacional, de un tiempo en que las fronteras eran difusas y el país estaba dominado por un tirano al que a cualquier precio había que vencer.

Más benigno, Ricardo Rojas, atempera las críticas introduciendo las diferencias que advierte entre el progreso y la civilización. El progreso se refiere siempre a la forma externa de la sociedad; es en definitiva una prosperidad material. El error que atribuye a las generaciones fundadoras consistió en haber reducido a un solo aspecto aquello que representaba dos dimensiones complementarias de una misma realidad: confundieron el progreso material con la civilización espiritual y creyeron que para fundar un gran pueblo bastaba aglomerar una población numerosa, cuando lo que se requería era una visión de largo aliento para formar una nación. En otras palabras el problema no estaba solamente en poblar el desierto sino en crear el alma de un pueblo. A ella, según su pensamiento, debiérase subordinar la educación.


“Todo estaba por hacerse… Este fue nuestro bien, Esa fue nuestra desventaja.

Ese fue el nuestro bien porque sobre el suelo raso que nos dejó nuestra barbarie construimos cuanto nuestro designio imaginó, sin que las rutinas de las escuelas viejas trabasen el libre planeamiento de las nuevas escuelas. Esa fue nuestra desventaja, porque desde entonces nuestra educación cayó en el formulismo oficial, y no teniendo tradiciones, ahogaron en su seno toda vida espontánea los trasplantes cosmopolitas y las maquinaciones burocráticas.”


Rojas señala una tramitación accidentada en lo que va de la tierra a sus habitantes, todavía un trecho mayor para alcanzar la certidumbre de una nacionalidad y la noción de patria desde donde contemplar sensatamente el curso de los hechos. No es seguro que los seres que lo habitan conozcan su territorio y su pueblo, que estén consustanciados con un proceso que los caracterice por un ligamen a raíces ancestrales. Concurren razones: en parte, porque esta evolución no ha sido pura: inmigraciones fusionadas con el individuo autóctono aportaron desarrollos, ideales y creencias que transformaron el patrimonio nativo en un colectivismo mundano, confundiéndose las abstracciones de patria y civilización, cultura, sociedad y pertenencia. Al fin, esta ambigüedad era el presente y la limitación imaginativa de nuestro normalista, en su conato regresivo

El señor Rosas y el señor Parra
Un festín cromático dominaba la República. Cintillas punzó en los brazos de la gente, de rojo pintados los zócalos de las casas, obleas escarlatas en la correspondencia. Lo contrario de federal era unitario y el celeste lo representaba por lo que este color estaba condenado a desaparecer. Hasta en la bandera de Belgrano dejó de serlo para asumir el azul turquí. Es que ser federal no era un partido sino la causa nacional y popular y no serlo significaba pertenecer al grupo de los inmundos, traidores, antipatrias, corrompidos, cismáticos, impíos, ateos.

Rehabilitando la bandera de Belgrano exclamará el señor Parra en un homenaje póstumo.


“Y si la barbarie indígena, o las pasiones perversas intentaron alguna vez desviarnos de aquel blanco que los colores y el escudo de nuestra Bandera señalaban a todas las generaciones que vinieran en pos, reconociéndose argentinas a su sombra, los bárbaros, los tiranos y los traidores inventaron pabellones nuevos, oscureciendo lo celeste para que las sombras infernales reinasen y enrojeciendo sus cuarteles para que la violencia y la sangre fuesen la ley de la tierra. “
Aquél festín cromático conmovía las reminiscencias del señor Parra: Colorado era el pabellón de Argel, con calaveras y huesos, los de Túnez, Mongolia, Turquía, Marruecos, Japón, Siam, Sural. Ninguna bandera de la Europa culta.

Colorada era la capa de los emperadores romanos, el manto real de los reyes bárbaros, el paño para agasajar a los príncipes negros. Lo fueron la ropa y mantas que Chile, al agrado de los salvajes, mandaba a los caciques de Arauco. La capucha del verdugo en los países europeos hasta un siglo atrás: el color de la sangre, la violencia y la barbarie.

Tal era el color del señor Rosas y de su gente como uniformidad de la opinión y lealtad a la causa que debía extenderse a todos so pena de muerte.
“El señor Ramón Pereyra, primo y compañero de negocios del señor Rosas, vestido de levita es sorprendido en una calle de Buenos Aires por un grupo de mazorqueros. Los cuchillos a dos dedos de la garganta. Se da a conocer, le reconvencionan:

-Señor, ¿por qué anda vestido así? Se expone.

-Por lo mismo me visto así: ¿quién si no yo anda con levita?”
“Mazorqueros en la puerta de los templos controlando la salida de las señoras y de los hombres:

¿Lleva uno la cinta negligentemente anudada?

-Vergajazos, era unitario.

¿Llevábala chica?

-Vergajazos, era unitario.

¿No la llevaba?

-Degollado por contumaz.
No basta ser federal: Debe ostentarse el retrato del ilustre Restaurador sobre el corazón, en señal de amor intenso y con él los letreros que proclaman "mueran los salvaje inmundos unitarios".
Los degüellos fueron inspiración dramática de poetas y novelistas, describieron como su práctica ocurría al unísono de la música militar, acompañándolos con una vivacidad festiva y llevando en los aires la noticia del sacrificio, melodía siniestra de los cuchillos que hacía temblar de terror a los centinelas.

El normalista rescata expresiones del escritor Eduardo Gutiérrez, por su cercanía a experiencias vividas ciento treinta años después:


“Todos en Buenos Aires temblaban ante la sola mención de la mazorca la que podría armar en plena calle el escándalo más formidable, ninguna ventana se habría, ni se daba en las casas la menor señal de vida. Al primer grito destemplado las familias huían al fondo de las casas, para no oír los lamentos de la víctima ni las imprecaciones de los asesinos. Las calles silenciosas, no acusaban el rumor de paso alguno, a no ser el tropel de los asesinos que se cruzaban en todas direcciones, o el paso tranquilo del caballo del sereno; sereno que no era otra cosa que un ayudante espectador impasible de los crímenes que en plena calle perpetraba la mazorca.”
El señor Parra contaba del terror que se instaló en la casa del Dr. Vélez Sarsfield cuando comenzó el rumor que iban a degollarlo.
“Este rumor era conocido precursor de trágicos sucesos. Veíanse hombres rondando la casa; cabezas siniestras asomar a la puerta. Fue preciso esconderse, cambiar de casas, para escapar a las acechanzas, embarcarse al fin y buscar como tantos otros con el peligro de una hora, la salvación de la vida.”
El señor Parra, por ser enemigo de los caudillos locales había emigrado como unitario. Sombras terribles lo acosaron, metamorfoseándose en sus ensueños diurnos. Convulsiones internas e interrogantes angustiosos desgarraban sus entrañas. No bastaba el antídoto de lecturas, la información y fundamentos. La vis a tergo de los hechos era la inevitable confrontación de su impotencia. Su razón amurallada en la torre de marfil con su ir y venir en ella como fiera enjaulada, aunque sus palabras volaran como pájaros mensajeros y su voz hallara ecos, el transcurrir del tiempo implacablemente le demostraba que nada en realidad cambiaba a su pasión o a su antojo.
Rasguño la silla en que estoy sentado; tallo la mesa con el cortaplumas y me sorprendo mordiéndome las uñas"

Yo muero aquí, corroído en la inacción por los tormentos del espíritu, sabiendo las cosas tarde, haciendo esfuerzos de estudio y de intuición para adivinarlas casi".
Contra el poder del señor Rosas, desde su exilio, se proyectó en antagonismo a él, como un co-protagonista genuino de la antítesis nacional. Fue inevitable que luces y sombras de aquél conflicto se proyectaran desde entonces en imágenes de confusa percepción. Podría suponérselo un escritor genial extraviado en la política, ya que su verbo convertiríase en acción y como una fuerza natural irrumpiría en la escena con las mismas consecuencias avasalladoras de su enemigo.
"No sé lo que pensarán de la ejecución del Chacho. Yo inspirado por el sentimiento de los hombres pacíficos y honrados aquí he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla en la expectación, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses"
No pueden justificarse estas palabras, simplemente, con la razón vindicativa del odio personal.
"Hizo él degollar en el Valle Fértil a mi primo don Maximiliano Albarracín, en su casa, como Carlos Ángel hizo ahorcar el año pasado a mi primo hermano Ezequiel Salcedo, lo que no estorba que Carlos Ángel haya obtenido indulto. La guerra civil concluye, pues, por actos militares gloriosos, como el de Caucete y por el castigo de Olta..."
Aparentemente el señor Parra se dejó ganar por la épica que corona la crueldad de sus adversarios, consumando una absurda paradoja de su postura doctrinaria. ¿Acaso existiría un vínculo de admiración, como el de Milton por Satanás o el de Lord Byron por Caín? Hay antecedentes de esta cuestión.

Facundo Quiroga desciende de lo alto de un algarrobo donde se ha refugiado por terror a un tigre a punto de devorarlo, y al descender él mismo se ha convertido en un runa.-uturunco, un hombre tigre, el mayor de todos: el tigre de los llanos.

El señor Parra llegará afirmar con el tiempo que su sangre corre confundida con la de Facundo y que no se han repelido sus corpúsculos rojos porque son afines…

O cuando metaforiza la sin razón del conflicto entre la confederación presidida por Urquiza y el estado de Buenos Aires por Mitre, desquiciándose él también en la horrorosa imagen del descerebrado:


"¡Insensatos todos nosotros! La Confederación sin Buenos Aires es como aquel jinete que durante el bombardeo por los ingleses, seguía galopando y blandiendo la espada por las calles de Buenos Aires mucho tiempo después que una bala de cañón le había volado la cabeza. El Estado de Buenos Aires sin las provincias es como las cabezas de los guillotinados que continúan pensando y sintiendo largo rato: la cara de Carlota Corday se puso, dicen, colorada de indignación cuando el verdugo que la enseñara al pueblo le dio por escarnio una bofetada."
Cuerpos sin cabezas y cabezas sin cuerpos. ¡Tantos degüellos! No obstante el señor Parra se esfuerza en justificarlo:
"En Chile como en San Juan, recién creerán con el degüello en nuestras diarias promesas de pacificación, ridículas a fuerza de verlas desmentidas por el alzamiento del primer pillo que lanza un reto al gobierno, al ejército, dejando desacreditada hasta la victoria, pues el Chacho había conseguido ese resultado, derrotado siempre, vencido jamás, suma tutti, impotencia de la nación. Si la guerra continúa dos meses San Juan entrega las cartas, no por falta de patriotismo, sino por agotamiento."

Facundo
Había tomado contacto por primera vez con este texto durante su infancia, en una materia de Iniciación Literaria por la cual se le acercaban al colegial fragmentos de prosa y poesía de autores destacados. De Parra fueron los capítulos del Rastreador, del Baqueano, la Pulpería, el Gaucho cantor, el Gaucho malo. Nada sabía entonces que esa pampa poética y la descripción de su gente habían servido como realidad pragmática contra el señor Rosas, que aquello era un discurrir sociológico sobre la civilización y la barbarie americana. Desconocía que esos párrafos coloridos pertenecieran a un panfleto que circulaba en otro tiempo de mano en mano entre lectores apasionados, deslizándose furtivamente, ajados, desparruchados de tanto ser leídos, guardados en algún escondite poniendo en peligro la vida de su poseedor. Poco tiempo después, por obra de la misma escuela, asociaría el texto con aquella invocación definitiva
“¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para qué, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo!”
Bastaba para reputarlo y estremecerse la visión del rostro, el icono infaltable en los libros de texto de sus facciones: una cabeza inclinada, hundida en un bosque de pelo espesísimo y ensortijado, desde donde unos ojos llenos de fuego contemplaban, no de frente, sino entre las tupidas cejas, revelando un furor decisivo y tenaz.

Parra, en su primer destierro, había sido conmocionado por esa figura bárbara, alojada bajo un toldo en un alfalfar de las afueras de su San Juan, sobre el cual el caudillo había tendido sus garras. En mangas de camisa y chiripá, como la personificación misma de la incivilidad, personaje a través de la cual denostaría al señor Rosas.

Por 1844, Rosas, bloqueado por las flotas francesas e inglesa, mantenía una posición intransigente frente a la apertura comercial de la frontera cuyana con Chile por el peligro de incursiones armadas y mayor introducción de propaganda en contra suya. Acreditó frente al gobierno chileno al ministro de la Confederación Argentina, Baldomero García, fundamentalmente delegado para lograr la firma de un tratado de extradición recíproca de delincuentes civiles y políticos. García llegó a la capital chilena en abril de 1845; la respuesta del señor Parra a su aparición fue inmediata arreciando en “El Progreso” con la publicación seriada del “Facundo”, divulgación que movilizó en los emigrados argentinos expresiones de fuerte rechazo contra el ministro de la Confederación. El folletín fue apareciendo durante casi tres meses, término durante el cual se completó el conjunto de la obra “Civilización y Barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga y aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina”.

García, comunicó al gobierno chileno


“… los efectos del desenfreno de la prensa que se ha hecho especialmente sentir desde el arribo de la Delegación Argentina contra ella, su patria y su Gobierno…"
No obtuvo el respaldo del presidente chileno y terminó renunciando ante el gobierno trasandino el 8 de abril de 1846, alegando una grave enfermedad de su señora esposa y la posición intranquila de ánimo en la que desgraciadamente se hallaba.

No obstante, algunos círculos chilenos opinaron a su favor y pudieron influir en la decisión de alejar al señor Parra del escenario político, delegándolo en misión oficial en precaución de mayores problemas.

Es posible que fueran también emigrados argentinos preocupados por su estabilidad en Chile los responsables del alejamiento, por considerar al señor Parra, feroz batallador contra Rosas, el principal peligro de que por su influencia, la reclamación de extradición recayera sobre ellos.

En ausencia del señor Parra, “El Mercurio” declaraba verlo a Rosas como "el defensor de la independencia americana".

En ediciones posteriores de 1851 y 1869 del Facundo, Parra prologó de distinta manera, modificó y hasta amputó su texto, en respuesta a señalamiento de inexactitudes, virajes personales y circunstancias políticas. Saber de estas mutilaciones y autocensuras de su autor fueron chocante para el normalista. Le incitaba la pregunta de si tanta escritura había surgido de las convicciones del señor Parra o no era más que una búsqueda insatisfecha e inacabable por las propias ideas.

Tratándose de la obra capital del señor Parra, el análisis de estas vicisitudes le significaba al normalista una oportunidad mayor de arrojar luz sobre la real persona de su autor.

Aunque la premura de la redacción de la obra estuvo relacionada con la presencia de Baldomero García, el señor Parra, ya un tiempo antes, alentado por la buena recepción de sus apuntes biográficos sobre Aldao, el fraile caudillo muerto en Mendoza a principios de 1845, había concebido el proyecto de una obra mayor, dedicada a la vida de Juan Facundo Quiroga:
“Un interés en el momento premioso y urgente a mi juicio me hace trazar rápidamente un cuadro que había creído poder representar algún día tan acabado como me fuese posible. He creído necesario hacinar sobre el papel mis ideas tales como se me presentan sacrificando toda pretensión literaria a la necesidad de atajar un mal que puede ser trascendental para nosotros.”
No trataba sólo de atajarse del mal de la extradición; quería fundamentalmente perturbar la conciencia de los mandones, mostrarles su inmoralidad, destruir su gobierno absurdo, abrir el corazón de los pueblos a la esperanza en un nuevo orden de cosas. Para ello compuso escritos improvisados, inexactos, fruto de la inspiración del momento, sin auxilio de documentos a la mano, lejos del teatro de los sucesos y con propósitos de acción inmediata y militante; para terminar considerando su trabajo, siete lustros más tarde un libro extraño, sin pies ni cabeza, informe, verdadero fragmento de peñasco que se lanza a la cabeza de los titanes.

Lo irreal no es necesariamente lo contrario de la verdad, sino una forma de decir y fundar en ese acto una verdad. Pero más allá de cualquier mentira o ficción, Facundo y Rosas eran seres verdaderos, como lo era el señor Parra especulando sobre ellos.

El estudiante también, con la excusa de perentoriedad estaba operando palabras y conceptos, descontando ser perdonado de inexactitud ya que la historia no era su jurisdicción, con el deseo de crear un espacio propio de indagación donde la perspectiva de su visión bastara para despejar las sombras y visualizar tamaños personajes; pero iba sintiendo la duda de no poder soportar las contradicciones y terminar desequilibrándose la balanza.

Se preguntaba: ¿Qué licita la interpretación terminante de hechos cuando un mismo hombre puede revertir sus actitudes en el curso de la vida? ¿Acaso en esto consistiera la historia? ¿Subyace en su transcurso la posibilidad de la verdad o se trata simplemente de la pragmática de las plazas a conquistar y de las atmósferas a desplegar? Las ideas no se matan, subsisten y de allí, tal vez, las controversias eternas que no alcanzan a resolver las antinomias. Desgraciada mezcla de instintos en conflicto alberga el alma de cada hombre en su lucha con la razón.

A las primeras críticas de inexactitud que recibiera, el señor Parra respondió honestamente y hasta las agradeció en carta prólogo en la edición de 1851, pero reafirmando su pretensión de que no se retocara obra tan informe, pues de hacerlo padecería su fisonomía primitiva y la lozana y voluntariosa audacia de la mal disciplinada concepción.

El señor Parra se reconocía más en los dominios de la epopeya que en los de la sociología o de la historia. Expresaría ante la tumba de Quiroga que


“… el arte literario, más que el puñal del tirano que lo atravesó en Barranca Yaco, lo ha condenado a sobrevivirse a sí mismo y a los suyos, a quienes no transmite responsabilidades de sangre”… “El Dante puede mostrar a Virgilio este león encadenado, convertido en mármol de Paros y estatua griega, porque del otro lado de la tumba todo lo que sobrevive debe ser bello y arreglado a los tipos divinos, cuyas formas revestirá el hombre que viene”
Sobre la conclusión de la lectura del Facundo, el normalista, embriagado, vuelve hojas atrás a repasar el increíble contraste que logra el señor Parra en el capítulo “La Ciudadela”. Conjetura en su emoción que allí reside mucho más que el recurso literario de la discordancia entre la magnificencia de la naturaleza que brinda la tierra de Tucumán y la miserable condición humana, representada en la figura de Quiroga, sea o no merecedor de la crueldad que se le atribuye. Revela en Parra una sensibilidad paradisíaca que no podría resignar de ninguna manera ante la inconsecuencia de la maldad de los hombres, así fuese la de sí mismo.

Si de antes el normalista hubiera leído estas páginas supone que habría amado al Señor Parra y creído en él, desde entonces y para siempre:


“El Tucumán es un país tropical, donde la naturaleza ha hecho ostentación de sus más pomposas galas, es el Edén de América, sin rival en toda la redondez de la tierra.

Imaginaos los Andes cubiertos de musgo verdinegro de vegetación colosal, dejando escapar por debajo de la orla de este vestido, doce ríos que corren a distancias iguales en dirección paralela, hasta que empiezan a inclinarse todos hacia un rumbo, u forman, reunidos, un canal navegable que se aventura en el corazón de América. El país comprendido entre los afluentes el canal, tiene, a lo más cincuenta leguas. Los bosques que cubren la superficie del país son primitivos, pero en ellos las pompas de la India están revestidas de la gracia de la Grecia.

El nogal entreteje su anchuroso ramaje con la caoba y el ébano. El cedro deja crecer a su lado, el clásico laurel, que a su vez resguarda bajo su follaje, el mirto consagrado a Venus, dejando todavía espacio para que alcen sus varas, el nardo balsámico y la azucena de los campos.

El odorífero cedro se ha apoderado por ahí, de una cenefa de terreno que interrumpe el bosque, y el rosal cierra el paso en otras, con sus tupidos y espinosos mimbres.

Los troncos añosos sirven de terreno a diversas especies de musgos florecientes, y las lianas moreras fes, enredan y confunden todas estas diversas generaciones de plantas.

Sobre toda esta vegetación que agotaría la paleta fantástica de combinaciones y riqueza de colorido, revolotean enjambres de mariposas doradas, de esmaltados picaflores, millones de loros color esmeralda, urracas azules y tucanes abarajados. El estrépito de estas aves vocingleras os aturde todo el día cual si fuera el ruido de una canora catarata. El mayor Andrews, un viajero inglés que le ha dedicado muchas páginas a la descripción de tantas maravillas, cuenta que salía por las mañanas a extasiarse en la contemplación de aquella soberbia y brillante vegetación; que penetraba en los bosques aromáticos, y delirando arrebatado por la enajenación que lo dominaba, se internaba en donde veía que había oscuridad , espesura, hasta que al fin regresaba a su casa dónde le hacían notar que se había desgarrado los vestidos, rasguñado y herido la cara, la que venía a veces destilando sangre

sin que él lo hubiese sentido.

La ciudad está cercada por un bosque de muchas leguas formado exclusivamente de naranjos dulces, acopados a determinada altura, de manera de formar una bóveda sin límites, sostenida por un millón de columnas lisas y torneadas. Los rayos de aquel sol tórrido no han podido mirar nunca las escenas que tienen lugar sobre la alfombra de verdura que cubre la tierra bajo aquel toldo inmenso. ¡Y qué escenas! Los domingos van las beldades tucumanas a pasar el día en aquellas galerías sin límites; cada familia escoge un lugar aparente: apártanse las naranjas que embarazan el paso, si es el otoño, o bien sobre la gruesa alfombra de azahares que tapiza el suelo, se balancean las parejas de baile, y con los perfumes de sus flores se dilatan debilitándose a lo lejos los sonidos melodiosos de los tristes cantares que acompaña la guitarra. ¿Creéis por ventura, que esta descripción es plagiada de Las mil y una noches u otros cuentos de hadas a la oriental? Daos prisa más bien a imaginaros lo que no digo de la voluptuosidad y belleza de las mujeres que nacen bajo un cielo de fuego, y que desfallecidas van a la siesta a reclinarse muellemente bajo la sombra de los mirtos y laureles, a dormirse embriagadas por las esencias que ahogan al que no está habituado a aquella atmósfera.


Facundo había ganado una de esas enramadas sombrías, acaso para meditar sobre lo que debía hacer con la pobre ciudad que había caído como una ardilla bajo la garra del león. La pobre ciudad en tanto, estaba preocupada con la realización de un proyecto, lleno de inocente coquetería. Una diputación de niñas rebosando juventud, candor y beldad, se dirige hacia el lugar donde Facundo yace reclinado sobre su poncho. La más resuelta o entusiasta camina adelante, vacila, se detiene, empújanla las que le siguen: páranse todas sobrecogidas de miedo; vuelven las púdicas caras, se alientan unas a otras, y deteniéndose, avanzando tímidamente y empujándose entre sí, llegan al fin a su presencia. Facundo las recibe con bondad; las hace sentar en torno suyo, las deja recobrarse, e inquiere al fin el objeto de aquella agradable visita. Vienen a implorar por la vida de los oficiales del ejército que van a ser fusilados. Los sollozos se escapan de entre la escogida y tímida comitiva, la sonrisa de la esperanza brilla en algunos semblantes, y todas las seducciones delicadas de la mujer son puestas en requisición para lograr el piadoso fin que se han propuesto. Facundo está vivamente interesado, y por entre la espesura de su barba negra alcanza a discernirse en las facciones la complacencia y el contento. Pero necesita interrogarlas una a una, conocer sus familias, la casa donde viven, mil pormenores que parecen entretenerlo y agradarle, y que ocupan una hora de tiempo, mantienen la expectación y la esperanza. Al fin les dice con la mayor bondad: ¿No oyen ustedes esas descargas?
¡Ya no hay tiempo! ¡Los han fusilado! Un grito de horror sale de entre aquel coro de ángeles, que se escapa como una bandada de palomas perseguidas por el halcón. ¡Los habían fusilado en efecto! ¡Pero cómo! Treinta y tres oficiales de coroneles abajo, formados en la plaza, desnudos enteramente, reciben parados la descarga mortal. “



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