Medstar II: Curandera Jedi Michael Reaves y Steve Perry Versión 1



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Hlegz Sumteh Kersos Vingdah —dijo el almirante—. Than donga sinyin.

—Sumteh Vondar Ohlegz… dohn donga —respondió Jos, dudando un momento, Hacía casi diez años de la última vez que habló la Alta Lengua. En aquellos tiempos casi todo el mundo hablaba Básico. De pequeño sólo había usado el viejo idioma ceremonial en los Días de Purgación.

Su tío abuelo parecía cansado. Le hacía mucha falta un afeitado y llevaba desabotonada una solapa del uniforme. Como no llevaba la máscara quirúrgica, esta vez Jos pudo apreciar cierto parecido familiar. En algún momento de su infancia, su primo y él descubrieron en los archivos familiares fragmentos de hologramas rotos: imágenes hechas añicos de, entre otros, el joven que había ignorado su legado y fue repudiado por la familia que había abandonado. Repasaron los fragmentos como si fueran ventanas abiertas al pasado, obteniendo atisbos de un joven que seguía plasmado en los rasgos de aquel hombre de edad.

La verdad era que Jos no debería ni dirigirle la palabra a Erel Kersos, salvo en su calidad de militar subordinado a un oficial superior en rango. Su tío abuelo Erel seguía siendo un no permitido: la invisibilidad social y personal no disminuía con el tiempo, ni siquiera con la muerte, pero lo cierto es que, dada la relación que Jos mantenía en aquel momento con una esker y su decisión de mantenerla a toda costa, ya no le parecía una infracción tan grave saltarse la prohibición de hablar con un pariente rechazado.

Además, allí no había nadie de su planeta natal para verlo. Y la razón por la que Erel Kersos había sido expulsado de los clanes era de vital interés para Jos: el hombre contrajo matrimonio con una esker.

Estaban solos en el despacho de Vaetes. Jos tenía cientos de preguntas que hacer a su tío abuelo, y la primera era muy concreta. Allí, en pie, incómodo y preguntándose si debía ser el primero en hablar, se acordó de repente de la primera vez que su padre le habló de los extranjeros…

A los seis años, Jos no había salido de su planeta, y la única vez que había visto alienígenas fue de lejos. Así que se quedó de piedra cuando el tema salió en la cúpula de recreo del colegio. Una de las pocas noches que su padre no se quedó trabajando en la clínica y volvió pronto a casa, decidió preguntarle.

Le costó reunir valor para acercarse a él. No es que fuera un hombre violento, y Jos no dudaba en absoluto de su amor de padre, pero era «grande». Cuando estaba de pie, era como una torre aliado de Jos. Y hablaba alto, muy alto, pero nunca cuando se dirigía a su hijo.

En retrospectiva, estaba claro que su padre no estaba preparado para mantener aquella conversación. Jos recordaba que cuando se acercó y le contó lo que le habían dicho sus compañeros, su padre dejó de hacer lo que estaba haciendo —leer el periódico de la noche, según recordaba Jos— para, ligeramente sorprendido, mirar a su hijo.

—Bueno, hijo, aparte de ser de una casta distinta, cosa que es como la diferencia entre un blethylino y un tarkalino, que parecen iguales, pero tienen colores y tamaños distintos… Aparte de eso, no tienen las mismas creencias que nosotros. Son… —buscó una palabra adecuada, y finalmente la encontró— menos «puros». Mezclan cosas que nosotros no mezclamos, y eso incluye la gente con la que se… bueno, con la que se casan.

Jos asintió, sin comprender lo que su padre quería decir, pero consciente de que el tema lo incomodaba mucho.

—Ajá.


—No son… «malos» —le dijo su padre—. Sólo… «diferentes».

—¿Cómo, papá?

Su padre frunció el ceño.

—A ti te gusta la mantequilla de salcahuete en el pan, ¿verdad?

—¡Sí! —la que era fresca de la granja, con los frutos recién abiertos.

¡Bien extendida era la mejor merienda!

—Y también te gusta la mermelada de frutazul, ¿no?

—Sí… —no era tan buena como la mantequilla de salcahuete, pero seguía siendo una golosina.

—Pero si mezclas la mantequilla de salcahuete y la mermelada de frutazul no te gusta, ¿a que no?

—Pues no —era cierto. Los dos sabores, que individualmente eran maravillosos, en conjunto provocarían náuseas a un gato de las arenas. Era de lo más injusto.

Bien —dijo su padre—. Pues eso es lo que pasa con los ensters y los eksters. Que no combinan bien.

—Pero, papá, no todos somos iguales, como la mantequilla de salcahuete Y la mermelada de frutazul, no se puede…

Su padre le interrumpió.

—Lo entenderás cuando seas mayor, Jos. No te preocupes ahora por eso. Ahora, décadas más tarde, estando allí, en pie, frente a su repudiado tío abuelo, Jos comprendió mucho mejor lo que le había querido decir su padre. En casa, aquella actitud era normal, pero a los de fuera les parecía xenofobia, racismo y cosas peores. Llevaba años esquivando el tema. Los extranjeros comprendían las complejidades de los suyos, así que hablaban desde la ignorancia. Eran dignos de compasión, más que de miedo o de burla. Y pese a pasar por Coruscant y Alderaan, pese a las docenas de seres que había operado, pese al tiempo que llevaba sin hablar en la Alta Lengua y sin observar los Días de Purgación, por muy galactopolita que se considerase, la prohibición, la barrera entre los suyos y los demás, seguía vigente en su interior a un nivel profundo, tan profundo que ni siquiera se había dado cuenta de la fuerza que ejercía sobre él.

Pero entonces se enamoró de Tolk, una enfermera lorrdiana que no era de su planeta, ni de su sistema, algo considerado letal para cualquier posible relación a largo plazo. En palabras de muchos seres mayores y débiles a los que había tratado: «se había caído y no se podía levantar».

Y no estaba seguro de querer hacerlo.

—Adelante —le dijo su tío abuelo y almirante. Su voz era potente, una voz que sabía dar órdenes, pero amable al mismo tiempo—. Adelante.

Pregunta.

Jos le miró de hito en hito.

—¿Mereció la pena?

Hubo un silencio mientras los dos hombres se miraban fijamente, y el mayor sonrió.

—Sí. Y no —se sentó con un suspiro en el asiento de Vaetes—. Durante seis gloriosos años estuve seguro de que sí.

Jos alzó una ceja. Su tío le indicó que tomara asiento como él, y así lo hizo.

—Feleema, mi esposa, murió en un accidente de tren de levitación magnética en Coruscant, a los seis años de casarnos. Ella y cuatrocientos seres más. Fue rápido. Un superconductor falló, los seguros se estropearon y el tren descarriló a trescientos kilómetros por hora. Chocó con un polígono industrial desierto en el hemisferio sur. No hubo ni un superviviente, en ninguno de los vagones.

—Lo lamento. —Su tío abuelo asintió.

—Gracias. Han pasado más de treinta años. Nadie de la familia me lo había dicho nunca. Ni eso ni nada.

Jos estaba callado, conmovido por la pérdida de aquel hombre.

—Y así me quedé —prosiguió Erel Keros—. Un teniente novato al servicio de la República, con una esposa muerta y una familia y una cultura que ya no me reconocían como suyo. No tuvimos hijos. No podía volver a casa. Así que me dediqué a trabajar y me construí una carrera en el ejército. —Sonrió, y Jos pensó que había cierta amargura en aquel gesto—. Y supongo que por eso he acabado aquí, casi cuarenta años después.

—Podrías haber reingresado.

—Para eso tendría que haber renegado de mi mujer muerta. No podía hacer algo así. Y no hubiera podido aceptar a una familia que me pidiera algo así.

Hubo otro silencio, especialmente incómodo para Jos. Entonces Erel Keros le miró fijamente a los ojos, y aquello fue peor todavía.

—Jos, tienes que plantearte esto muy seriamente.

Jos pestañeó. ¿Acaso el viejo podía leer la mente? ¿Acaso no tenían ya suficientes mentalistas en el campamento?

—Me enteré de que estabas en el planeta antes de solicitar esta misión.

Yo… pregunté por ti. Sé por qué quieres hablar conmigo. Sé lo tuyo con la enfermera lorrdiana.

Jos sintió un súbito acceso de ira. Keros debió de darse cuenta y negó con la cabeza.

—No te alteres, hijo. No te estoy diciendo lo que tienes que hacer o lo que no. Sólo te ofrezco mi experiencia. Cuando decidí casarme con Feleema jamás miré atrás. Era joven y valiente, y yo pensaba que por ella merecía la pena que toda mi familia me repudiara. La tenía a ella… No les necesitaba.

»Pero de repente ella desapareció… y tampoco los tenía a ellos —hizo una pausa—. La familia a veces es más importante de lo que creemos. Sobre todo cuando sigue ahí, pero no para ti. Suceden cosas. La gente cambia se separa, por todo tipo de razones. Y se muere. La mujer que hoy amas puede llegar a convertirse en alguien insoportable para ti dentro de cinco diez o quince años. O quizá ni siquiera esté ahí. No hay garantías de nada:

Jos asintió.

—Lo sé, pero dime una cosa: si te enfrentaras de nuevo a esa decisión sabiendo lo que sabes ahora… ¿harías lo mismo? ' Su tío abuelo sonrió, pero no hubo felicidad en aquel gesto.

—Yo no soy tú, Jos. Yo cometí mis errores… Tú cometerás los tuyos.

—Esa no es una respuesta.

El hombre se encogió de hombros.

—Quizá no, pero es cierto —se detuvo un momento—. Hay veces en las que no tengo ninguna duda: sí, volvería a hacer exactamente lo mismo. Los seis años con Feleema fueron mucho mejores que seiscientos con mi familia.

»Pero ha habido ocasiones en las que también me pregunte: ¿Cómo había sido ver crecer a los hijos de mis hermanos? Los sobrinos que nunca conocí, que nunca he visto, y de cuyo nacimiento ni siquiera he tenido noticia. No pude regresar para el funeral de mi padre. Mi madre sigue viva… lo averigüé gracias a los bancos de datos censales, pero para ella estoy muerto. La decisión que tomé fue sencilla, tan sencilla como irrevocable, pero no fue fácil. Y el tiempo tampoco la hizo más fácil. Hay un viejo dicho, Jos, quizá lo conozcas: afeitar a un wookiee no es fácil.

Jos suspiró. Era justo lo que necesitaba oír.




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