Hombres de oracion



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María
La oración de los pobres de Yahvé
El amor a Jesús y el amor a su madre

están siempre unidos en la devoción cristiana.

(R 138)
Dignaos obtenerme, ¡Oh María!,

la gracia de guardar a Jesús siempre presente

en medio de mi corazón, como un germen de amor.

Vos me concederéis, además,

que este germen de amor

se convierta en un gran árbol

cuyos frutos sean para la eternidad.

(Sentimientos y resoluciones

del Hno. Policarpo, in Positio, p. 443)

La corriente espiritual de los pobres de Yahvé, que se empieza a gestar en el siglo VI a. de C., durante el exilio, da el tono a la oración de María . Es la oración de la Sierva del Señor, de la mujer humilde y agradecida, de la escucha de la Palabra, de la disponibilidad total, de la generosidad maternal, de la compasión que reconforta, de la unión con la Iglesia, de la confianza en Dios, en su bondad, en su poder y en su misericordia.


Para entrar en oración hay que ser pobres de espíritu. Esto significa reconocer la propia indigencia y fragilidad, ser humilde y manso. Mansa es la persona dócil que se deja guiar por Dios, que pone su confianza en Él y a Él se abandona.
No es fácil llegar a ser pobres de espíritu. El sueño del pueblo de Israel, confiado en la protección de Yahvé, era ser una nación grande, numerosa, fuerte, dominadora de los pueblos vecinos. Pero van pasando los siglos y sucede todo lo contrario: pueblos más poderosos se van apoderando del país hasta dominarlo del todo. En el año 587 a. de C., Nabucodonosor toma Jerusalén, pasa a cuchillo a muchos de sus habitantes, roba sus tesoros, incendia sus palacios, destruye sus murallas y lleva cautivos a Babilonia a quienes se salvaron de la muerte.
Algunos judíos del exilio, el pequeño resto, llegan a la conclusión de que la causa de su desgracia es su propio pecado y piden perdón a Dios: “Nosotros hemos pecado, hemos sido impíos, hemos cometido injusticia, Señor, Dios nuestro, contra todos tus decretos. Que tu furor se retire de nosotros, porque hemos quedado bien pocos entre las naciones en medio de las cuales Tú nos dispersaste” (Ba 2, 12-13). Los desterrados han quedado sin príncipes ni jefes ni sacerdotes, y sin un templo donde ofrecer sacrificios para expiar sus pecados (cf. Dn 3, 38). Pero llegan a la convicción de que Dios acoge siempre a quienes se acercan a Él con “un alma angustiada y un espíritu conmovido” (Ba 3, 1).
Los pobres de Yahvé, desposeídos de todo, se acercan humildemente a Dios. Él es la única riqueza que les queda en esta vida. En medio de su miseria reconocen la misericordia, la bondad y la protección de Dios, que quiere librarlos de la muerte. Yahvé los sostiene porque esperan en Él contra toda esperanza; desprotegidos, perseguidos en un país extranjero, buscan el apoyo de su comunidad y en ella van descubriendo el corazón de Dios que ama a los sencillos.
En la Biblia encontramos muchos ejemplos de la oración de los pobres de Yahvé. El Benedictus y el Magnificat están entre ellos. Y también la hallamos en las súplicas de quienes se dirigen a Jesús implorando su misericordia: leprosos, ciegos, mutilados, cojos, el centurión, Zaqueo, el publicano…
Cuando proclama el Magnificat, María mira primero a Dios. En su oración reconoce y ensalza la grandeza de Dios: Él es su Señor, el Poderoso, el Santo, el Misericordioso, el Dios fiel que cumple siempre sus promesas, el Dios bueno que ama especialmente a los pobres.
La segunda mirada de María es hacia los amigos que Dios protege de generación en generación: a los que le temen, es decir, a quienes, conocedores de su debilidad, tienen miedo de dejar de amar a Dios; a los hambrientos, así como también a los pobres, es decir, a quienes, desposeídos de todo, ponen su tesoro y su esperanza en Dios que los llena de bienes.
Al entonar el Magnificat nuestro canto se une a la melodía de nuestros hermanos y hermanas, los pobres de la tierra, con quienes compartimos lo único que tenemos seguro: la riqueza de Dios que se nos da en abundancia a sus amados hijos.
María ve a los pobres al mismo tiempo que a los soberbios, a los potentados, a los ricos, todos tan llenos de sí mismos que no hay en ellos un lugar para Dios. Ellos mismos optan por otorgarse su propia pobre recompensa y excluirse de las ricas promesas divinas.
Finalmente, María se mira a sí misma, la mujer humilde, en quien el Señor ha hecho maravillas. Ella reconoce su valor y sabe que todas las generaciones la llamarán bienaventurada. Pero es consciente de que esto no es mérito propio sino del Señor. El Magnificat expresa la oración de la mujer pobre que, poniendo toda su confianza en el Señor, ha sido generosamente colmada de su bondad y misericordia.
“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Es lo primero que Dios le dice a María cuando, por medio del Ángel, se pone en comunicación con ella en el momento de la Anunciación. El gran gozo de María es saberse amada por Dios y por eso exclama en el Magnificat: “mi espíritu se alegra en Dios mi salvador” (Lc 1, 47). Es su forma de reconocer todas las maravillas que el Señor ha obrado en ella, su humilde sierva.
La gran lección de María y de todos los pobres de Yahvé es que sólo el pobre, el humilde y el vacío de sí mismo es capaz de acoger al Dios que sale a su encuentro y de orar en espíritu y verdad.
María, en su oración, intercede siempre a su hijo en favor de los demás. En el episodio de las bodas de Caná se dirige a él para decirle simplemente: “No tienen vino” (Jn 2, 3). Y su súplica desencadena la abundancia del don de Dios significado en el vino de la fiesta.
María vive su oración con la disposición de hacer siempre la voluntad del Padre. Su oración es la oración del “fiat” (cf. Lc 1, 38). Ella pertenece a la nueva familia de Dios formada por quienes “oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21). Su compromiso de vivir como Dios quiere nace de su relación íntima con Dios: pues ella “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19).
Toda la vida de María es un continuo acto de oración. Pero hay un momento sublime y difícil, el de la Cruz. El Hijo sostiene la oración de la Madre y ésta anima la oración del Hijo. Su oración surge del corazón desgarrado, del dolor y de la compasión: la pasión del Hijo es también la pasión de la Madre. Sólo la compasión puede curar el dolor. En María queda patente el padecer materno de Dios. Sólo en ella llega a su término la imagen de la cruz, porque ella es la cruz asumida.
Finalmente, María es la madre que sigue orando hoy con todos nosotros, sus hijos, lo mismo que en los comienzos de la Iglesia: “Todos perseveraban en la oración con un mismo espíritu en compañía de María, la madre de Jesús” (Hch 1, 14).
Capítulo III: Oramos en Iglesia
Unidos a Jesús y María
En las páginas precedentes hemos tenido la oportunidad de dirigir nuestra mirada hacia Jesús. Hemos visto en Él al gran orante, cuyo espíritu de oración brota de su convicción segura de ser el Amado del Padre. Lo hemos presentado como nuestro maestro de oración. Hemos mostrado también a María acompañando la vida y la oración de Jesús.
Jesús ocupa el lugar central en la historia de nuestra salvación. Él es el Dios hecho hombre, Hijo del Padre. En Él se reconcilian completamente Dios y el hombre. Por ello, Él es el único puente de comunicación entre el cielo y la tierra: Dios no habla al hombre sino a través de Jesús y sólo a través de Él el hombre habla a Dios. Jesús es, pues, quien transmite fielmente al Padre la oración de sus hijos.
Jesús no es una persona solitaria. En primer lugar, vive en perfecta unidad con el Padre y el Espíritu. Además, es la cabeza del Cuerpo místico, cuyos miembros somos todos los fieles de la Iglesia. Él la ha fundado para continuar su misión real, profética y sacerdotal. Todos los bautizados participamos de la función sacerdotal: los ministros por el sacerdocio ministerial y los seglares por el sacerdocio común. La Iglesia continúa ejerciendo la función sacerdotal de Cristo por la celebración eucarística, la liturgia y la oración. El libro de los Hechos nos presenta una comunidad cristiana asidua a la oración (cf. Hch 2, 42).

El hecho de que Jesús sea la Cabeza del cuerpo místico de la Iglesia y el portavoz de nuestra oración al Padre, implica que nuestra oración, hasta la más personal e íntima, no llega al Padre aislada sino que se une al inmenso río de plegarias que sube hasta Él, formado por la oración incesante de su Hijo, la de María, su madre y madre nuestra, y la de todos los amigos de Dios. Oramos en Iglesia y como Iglesia, unidos a Cristo y a la humanidad entera. Por otra parte, nos llena de confianza el hecho de que Jesús, el Hijo amado y hermano nuestro, presenta nuestras súplicas al Padre a la vez que intercede por nosotros.


Oramos provocados por la Palabra
La Sagrada Escritura inspira nuestra vida de oración.

La meditación, la lectura espiritual, el compartir el Evangelio

y la lectura asidua de la Biblia

nos abren el espíritu y el corazón

a un conocimiento íntimo de Jesús.

(R 132; cf. R 24)


Cuando voy a realizar un viaje en avión suelo llegar al aeropuerto con una prudente anticipación. Facturado el equipaje y recibida la tarjeta de embarque, tengo tiempo para rezar, reflexionar, leer y, si la espera se prolonga, hasta para estudiar inglés. A veces suelo entrar en alguna librería. Encuentro en las estanterías una gran cantidad de libros que tratan de explicar cómo la gente puede encontrar el bienestar físico, mental y espiritual. Los hay de múltiples tamaños y formas.
Pienso que si el mercado ofrece tantos y tan variados libros sobre el bienestar es porque se venden bien. Y si esto sucede, es porque satisfacen alguna necesidad. ¿Qué busca la gente en ellos? ¿Responder a sus necesidades materiales? Ciertamente no en los países ricos, en los que los aficionados a esta literatura no carecen nada.¿No será mas bien que tienen otros deseos profundos que no logran hacer realidad: encontrar el sentido de la vida, asegurar el bienestar en un futuro siempre incierto, hallar la paz y el amor…? Estos y otros anhelos expresan la honda sed espiritual del hombre de hoy.
El mercado trata de crear necesidades y, después, de ofrecer respuestas que, a menudo, son ilusorias. Es la nueva religión del bienestar, del equilibrio entre el cuerpo, la mente y el espíritu, de la forma de encontrar la felicidad... Hay recetas para todas las situaciones. Pero, ¡Oh desgracia!, las milagrosas fórmulas resultan vanas. Al final la gente sigue con las mismas dificultades y con algún dinero menos. Las recetas no surten efecto porque ofrecen una seudo-espiritualidad egocéntrica, individualista, impersonal, panteísta que contradice la misma esencia de la persona humana y sus aspiraciones más profundas.
Hace más de cuarenta años el Concilio Vaticano II nos invitaba a centrar nuestra vida en Dios, quien en su Hijo Jesucristo nos ofrece la única salvación posible: “no se ha dado otro nombre a los hombres bajo el cielo por el cual puedan ser salvados” (Gaudium et Spes, 10).
La salvación del hombre es conocer el amor del Padre, que se nos revela en Jesús, acoger dicho amor y, ayudados por la gracia de su Espíritu, corresponder a sus dones con un verdadero amor filial. ¿Pero cómo conocer a Jesús? La respuesta es bien sencilla: a través de la Sagrada Escritura que contiene la Palabra de Dios. San Ambrosio decía que cuando leemos las Escrituras escuchamos a Cristo.
San Juan escribe: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” (Jn 1, 1). Todo ha sido creado por la Palabra, es decir, por el Hijo, imagen perfecta del Padre, y por eso toda la creación, especialmente el hombre, es un espejo de Dios.
Cuando Dios habla, crea las cosas. En efecto, la Palabra, al nombrar a los diversos seres, los presenta completos, con todas las cualidades, incluyendo la cualidad de existir: la Palabra nombra a las cosas y las cosas comienzan a ser. La Palabra no sólo es una imagen sino auténtica realidad. Por eso se dice que ella es eficaz, es decir, que no vuelve vacía, sin haber causado efecto (cf. Is 55, 10-11; Gn 1, 1-31).
Cristo hoy, ayer y siempre; este era el lema del gran Jubileo del año 2000. Es decir que Cristo es “Alfa y Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin” (Ap 22, 13); es el centro de la historia en el sentido de que todo converge en Él y que Él recapitula en si todas las cosas. Por eso, insertos en este misterio inconmensurable, es importante que Cristo sea el centro de nuestras vidas, que esté “en el centro de nuestras motivaciones y referencias” (R 112).
Recibimos a Cristo en la Eucaristía y también en la Escritura, pues Cristo es la realización de la escritura, la Palabra encarnada. Toda la Escritura es esperanza de salvación y en Cristo se realiza esta esperanza. San Jerónimo decía: “Considero el Evangelio como cuerpo de Cristo”.
Puesto que conocemos a Jesús en la Escritura, ella ha de ser para nosotros el libro espiritual preferido para saciar nuestra hambre espiritual, la de los alumnos, colaboradores y, en general, la de todas las personas a quienes servimos. En la corriente actual de espiritualidad-mercado se incluyen infinidad de libros con atractivas y bellas historias de tono moralizante. Los relatos son agradables, pero no sirven por sí mismos para calmar el hambre espiritual del hombre de hoy. No es malo contar alguna historia atractiva como enseñanza para la vida. Pero el centro de nuestra reflexión debe ser siempre alguna frase o algún texto de la Sagrada Escritura. Como los Apóstoles, nosotros tampoco podemos descuidar ni abandonar la Palabra de Dios (cf. Hch 6, 2).
La lectio divina
En este apartado quiero proponerles una forma de oración de la que todos ustedes han oído hablar y que muchos conocen y practican. Se trata de la lectio divina.
Aclaro, en primer lugar, que no es algo exclusivo de los monjes sino que pertenece a toda la Iglesia. La recomiendo muy especialmente porque se centra en la Palabra de Dios, se practica en la Iglesia desde los primeros tiempos, es tan sencilla que queda al alcance de todos y puede constituirse en un medio privilegiado para volver a lo esencial de nuestra vida religiosa: al fundamento cristológico, a la búsqueda de Dios y al trato cada vez más familiar e íntimo con Él, en una relación amorosa de corazón a corazón. Decía S. Agustín: “Dios no espera de ti palabras sino tu corazón”.
Por temperamento tengo tendencia a ser un educador minucioso y paternal; me asalta la idea de intentar explicarles con todo detalle este modo de oración. Pero no voy a caer en la tentación. Me contentaré con presentarles una breve descripción. Prefiero dejarles a ustedes la tarea de estudiarla más a fondo, para conocerla más y practicarla mejor. En este momento me dirijo especialmente a quienes trabajan en el servicio de la animación o de la formación de los hermanos. Les ruego encarecidamente profundicen en ella para descubrir toda su riqueza, la propongan a los suyos y los motiven para ejercitarla.
La lectio divina comprende tres partes principales. Comienza con una introducción en la que la persona se pone en la presencia de Dios, le agradece por sus dones y pide al Espíritu Santo su luz y su amor. El cuerpo de la lectio divina consiste en leer y rumiar la Escritura para meditar, orar y contemplar. Finalmente, el orante continúa la oración en su vida diaria, en la que encarna la Palabra de Vida. Veamos un poco más de cerca utilizando la primera persona del singular.
La lectura: leo lentamente el texto una y otra vez para que penetre en mi corazón y se guarde en mi memoria, y descubro en él las maravillas de Dios y su acción en el pasado.
La meditación: escucho la llamada de Dios que entra en lo más profundo de mi ser y trato de descubrir su mensaje para mi hoy.
La oración: respondo a Dios que me ha hablado en el dialogo con Él. – Es el coloquio con Dios que sigue a la lectura y a la meditación de la Palabra.
La contemplación: miro a Dios con los ojos del corazón, disfruto de su presencia y me dejo fascinar por la grandeza de su amor. – La admiración puede llegar hasta el punto de quedar sin palabras, de perder la conciencia de mí mismo y la conciencia de orar, en el abandono total a Dios. Es la fase de los gemidos inefables del Espíritu, anticipo de la bienaventuranza eterna. La contemplación puede centrarse también en la Virgen María, en los amigos de Dios y en sus obras.
La actuación de la Palabra en la vida: doy testimonio, sirvo al prójimo, realizo buenas obras. – La lectio divina no es sólo una escuela de oración sino una escuela de vida. Por su práctica, poco a poco, nuestros pensamientos y sentimientos llegan a ser los de Jesús y nuestra vida está cada vez más de acuerdo con las bienaventuranzas. Ella nos ayuda a vivir la verdadera sabiduría que no consiste en la ciencia sino en saber vivir como a Dios le agrada.
La lectio divina requiere de buenas disposiciones: la sencillez y el sentimiento de pequeñez, la perseverancia, el silencio exterior e interior, la soledad, la calma, la atención al texto y a lo que el Señor quiere de mí, la disponibilidad para darme al Señor del todo, la capacidad de admiración, el saber mirar con amor, la confianza, el no buscar la erudición sino el fervor, el leer apenas lo indispensable. – A propósito de esto último, decía S. Ignacio que “no es tanto el saber mucho lo que satisface y restaura el alma sino el sentir y gustar de las cosas interiormente” (cf. Nota 2 de los Ejercicios).
Por último, quiero subrayar que el Rosario es la lectio divina de los humildes (cf. R 138). En él vamos recorriendo los grandes misterios de Dios que nos han sido revelados por su Palabra. Y este recorrido lo hacemos acompañados por María, Madre de Jesús, Madre nuestra y Madre de la Iglesia orante, la mujer contemplativa que guarda en su corazón todas las maravillas de Dios y que se dirige a Él en unión con todos sus hijos.
La lectio divina y el examen de conciencia

El examen será el ejercicio

en que se aplicarán más

y del que no se dispensarán

mas que cuando no puedan hacer ninguno.

(Regla H. Policarpo, cap. XXII, 5)


La lectio divina va íntimamente unida al examen de conciencia. En efecto, los tiempos de lectura y escucha de la Palabra de Dios son momentos de intimidad con Él. Después, en las tareas cotidianas, continuamos viviendo el encuentro con el Señor de la vida. Finalmente, en el examen de conciencia, leemos la vida como Palabra que Dios nos ha dirigido a lo largo del día.
La finalidad primera del examen de conciencia no es revisar nuestras faltas sino descubrir el amor de Dios. Las primeras preguntas del examen podrían ser: ¿De qué manera me ha mostrado Dios su amor a lo largo del día? ¿En qué momentos lo he sentido especialmente? ¿Qué es lo que me ha pedido? Al tratar de responder a estas y otras cuestiones “descubrimos sus misericordiosas bondades, nos percatamos de lo que (el Señor) espera de nosotros” (R 134). Después le agradecemos al Señor todos sus dones. Finalmente, “examinamos nuestra fidelidad a su voluntad y nos arrepentimos ante él de nuestros pecados” (R 134).
Hermanos, siguiendo el consejo del H. Policarpo, pongamos atención al examen de conciencia. Su adecuada práctica puede ser una de las claves fundamentales para la renovación de nuestra vida religiosa.
Nuestro Carisma propio de oración
El Capítulo general nos propone algunos medios concretos para vivir la dimensión de la comunión con Dios. Al encomendar al Consejo general la revisión de la Guía de formación del Instituto, dice que ésta “utilizará la Regla de vida y los escritos de Andrés Coindre y del Hno. Policarpo sobre el tema de la oración esperando poder presentar con un lenguaje nuevo nuestro carisma propio sobre la oración” (Una peregrinación de esperanza, p. 21).
He de confesar que al principio me sorprendió la expresión “nuestro carisma propio sobre la oración”. Hoy, después de haberla oído muchas veces, me resulta más familiar. Pero sigo haciéndome las mismas dos preguntas que cuando la oí por primera vez: ¿Tenemos los hermanos un carisma propio de oración?. En caso afirmativo, ¿Cuál sería?
En mi primera circular hablé de nuestra espiritualidad e intenté presentar los rasgos que la definen. Son los de una espiritualidad cristiana –la de todos los bautizados- con los matices específicos que nos diferencian.
Ahora bien, la espiritualidad es la manera de vivir nuestra relación con Dios en los momentos de oración, propiamente dicha, y en la oración de la vida diaria. Hay, pues, una estrecha relación entre espiritualidad y oración. En virtud de ella, y puesto que tenemos una espiritualidad propia, podemos lanzar la hipótesis de que tenemos también un carisma propio de oración. En los párrafos siguientes explicitaré brevemente dicha hipótesis.
Por analogía con la espiritualidad, nuestro carisma propio de oración estaría conformado por los aspectos de la misma que compartimos con los demás orantes de la comunidad cristiana y por los matices específicos que nos caracterizan. Cuando hablamos de nuestro carisma no podemos referirnos solamente a lo que es exclusivo nuestro sino también a lo que compartimos con los demás. Nuestra identidad se configura con nuestro ser cristiano, con nuestra vida fraterna, con la consagración especial, con la misión y con lo que es peculiar del Hermano del Sagrado Corazón.
Presento algunos de los requisitos de toda oración cristiana: ser centrada en Cristo, realizada en compañía de María, inspirada en el pan de la Palabra y en el pan de la Eucaristía, unida a la de toda la Iglesia. Así debe ser también nuestra oración.
A las características anteriores se añaden elementos específicos de nuestro carisma propio de oración. Algunos de ellos serían: inspirarse en la contemplación del costado abierto, puerta que nos conduce al Corazón traspasado de Jesús; ser expresión de un amor total; compartir la compasión de Dios por sus hijos y la del Corazón de María; ser solidaria con todos los dolientes de la tierra y con los niños y jóvenes más necesitados; expresar la relación fraterna con nuestros hermanos de comunidad y con nuestros colaboradores.
Presentada la hipótesis no me queda sino invitarles a Ustedes a profundizar el tema. Recomiendo especialmente el estudio del mismo a los Hermanos miembros del Equipo del CIAC y a los del de la Revisión de la Guía de Formación. Que dicho esfuerzo nos ayude a todos a “orar en espíritu y en verdad” para vivir el encuentro diario con el Señor en la intimidad con Jesús-Hermano, como quiere nuestro Capítulo general.
Conclusión
Al comenzar esta circular les manifestaba mi deseo de que pudiera servir para algo. Me ha costado tiempo y esfuerzo. Ha exigido de mí estudio, reflexión, y buenos momentos de oración para sintonizar con la oración de Jesús y la de tantos hombres y mujeres de Dios. Pero todo ello ha sido una ganancia. Por un lado, he llegado a entender mejor lo que Teresa de Ávila decía acerca de la oración: “No es otra cosa… que un intercambio de amistad estando frecuentemente a solas con quien sabemos que nos ama”. Por otro, estoy más convencido de la necesidad de la oración y más animado a avanzar por el camino de “orar en espíritu y en verdad”, continuando mi peregrinación de esperanza.
Espero, hermanos, que la lectura, la reflexión y la oración de esta circular les haya servido y les siga sirviendo. No ha sido pensada para leerla una sola vez ni de un golpe, sino para orarla y saborearla por partes. Les invito a seguir contemplando a los orantes de todos los tiempos, a los aquí presentados u otros, y a interiorizar cada una de las situaciones de su vida, realizando de verdad una lectura orante, unas veces personal y otras comunitaria. De esta manera iremos llegando a ser cada vez más hombres de Dios. Decía Karl Rahner: “El cristiano del mañana o será un místico o no será nada”. Como la frase fue escrita hace bastantes años, somos nosotros “los cristianos del mañana” a quienes él se refería.
Hace tiempo un joven que deseaba ser hermano me decía: “Hace dos semanas que entré al aspirantado y todavía no he encontrado a Dios cara a cara”. Le respondí: “yo llevo muchos años y tampoco he visto su rostro directamente, pero siento todos los días –unos más intensamente y otros menos- que pasa a mi lado y me deja el perfume de su amor”.
También nosotros quisiéramos obtener resultados inmediatos al avanzar por el camino de la oración. Mas en ocasiones nuestra oración es puramente mecánica y rutinaria: rezamos, pero nuestro corazón está lejos de Dios. Otras veces nos falta disciplina: adoptar un horario y ser fieles a él. En otras, el problema es la poca fe, la inconstancia…
El perfeccionamiento de la oración es tarea de todos los días. Aquí también es válida la frase de que “aprender es hacer”, se aprende a orar orando. Les invito hermanos a pedir continuamente a Jesús que nos enseñe a orar. Pongamos los medios necesarios para una oración cada vez más verdadera y hagamos de nuestras comunidades escuelas de oración abiertas a quienes nos rodean. Todo ello nos permitirá seguir avanzando en nuestro peregrinar de esperanza por el camino de la comunión.
Que María, maestra de oración y madre nuestra, nos ayude, nos ilumine y nos guíe en la peregrinación que ella y su Hijo hacen con nosotros.
H. José Ignacio Carmona, S.C.
Preguntas:
(Para el discernimiento personal y comunitario. Ustedes pueden añadir otras que crean oportunas)


  1. ¿Cómo va mi vida de oración?




  1. ¿Qué dificultades encuentro en mi oración personal? ¿Y en la comunitaria? ¿Cómo hacer para superarlas?




  1. En mi proyecto personal, ¿tengo previsto dedicar un tiempo suficiente a la oración personal, a escuchar la Palabra y al retiro a la soledad?




  1. ¿Hago bien la meditación de cada día, la lectura espiritual y el examen de conciencia?




  1. ¿Dedico un tiempo suficiente al estudio de la religión?




  1. ¿Qué ideas o mensajes de la circular me parecen más pertinentes?








1 MARTÍNEZ DÍEZ, Felicísimo. Avivar la esperanza. Madrid: Ed. San Pablo, 2002, p. 94.

2 BAUER, Benito. En la intimidad con Dios. Barcelona: Herder, 1997, 13ª edición, p. 203.

3 Me inspiro aquí en el libro de Jacques Loew La prière à l’école des grands priants. Paris: Ed. Fayard, 1975.

4 RAHNER, Karl. Prière de notre temps. Paris: Éditions de l’Épi, 1966, p. 70.

5 RATZINGER, Joseph (SS. BENEDICTO XVI). Jésus de Nazareth. Paris: Ed. Flamarion, 2007, p. 153.

6 BAUER, Benito. Op. cit., p. 22.

7 CLEMENT, Olivier e SERR, Jacques. La preghiera del cuore. Milano: Ed. Ancora, 5ª ed., p. 69.

8 ALONSO, Severino María. Proyecto personal de vida espiritual. Ejercicios espirituales o ejercitación en el Espíritu. Fuenlabrada (Madrid): Ed. Publicaciones Claretianas, 1993, p. 170.

9 CLEMENT, Olivier e SERR, Jacques. Op.cit., p. 32.

10 RATZINGER, Joseph. Op. cit., p. 27.




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