de estrellas (sólo la 1/20 parte o menos de las contenidas en nuestra Galaxia),
mientras que la Menor tiene sólo 1,5 miles de millones.
Éste era el estado de nuestros conocimientos hacia los comienzos de 1920. El Universo
conocido tenía un diámetro inferior a 200.000 años luz y constaba de nuestra Galaxia y
sus dos vecinos. Luego surgió la cuestión de si existía algo más allá.
Resultaban sospechosas ciertas pequeñas manchas de niebla luminosa, llamadas
nebulosas (de la voz griega para designar la «nube»), que desde hacía tiempo habían
observado los astrónomos. Hacia el 1800, el astrónomo francés Charles Messier había
catalogado 103 de ellas (muchas se conocen todavía por los números que él les
asignó, precedidas por la letra «M», de Messier).
Estas manchas nebulosas, ¿eran simplemente nubes, como indicaba su apariencia?
Algunas, tales como la Nebulosa de Orion (descubierta en 1656 por el astrónomo
holandés Christian Huygens), parecían en realidad ser sólo eso. Una nube de gas o
polvo, de masa igual a 500 soles del tamaño del nuestro, e iluminada por estrellas
31
calientes que se movían en su interior. Otras resultaron ser cúmulos globulares —
enormes agregados— de estrellas.
Pero seguía habiendo manchas nebulosas brillantes que parecían no contener ninguna
estrella. En tal caso, ¿por qué eran luminosas? En 1845, el astrónomo británico William
Parsons (tercer conde de Rosse), utilizando un telescopio de 72 pulgadas, a cuya
construcción dedicó buena parte de su vida, comprobó que algunas de tales nebulosas
tenían una estructura en espiral, por lo que se denominaron «nebulosas espirales». Sin
embargo, esto no ayudaba a explicar la fuente de su luminosidad.
La más espectacular de estas nebulosas, llamada M-31, o Nebulosa de Andrómeda
(debido a que se encuentra en la constelación homónima), la estudió por vez primera,
en 1612, el astrónomo alemán Simón Marius. Es un cuerpo luminoso tenue, ovalado y
alargado, que tiene aproximadamente la mitad del tamaño de la Luna llena. ¿Estaría
constituida por estrellas tan distantes, que no se pudieran llegar a identificar, ni
siquiera con los telescopios más potentes? Si fuera así, la Nebulosa de Andrómeda
debería de hallarse a una distancia increíble y, al mismo tiempo, tener enormes
dimensiones para ser visible a tal distancia. (Ya en 1755, el filósofo alemán Immanuel
Kant había especulado sobre la existencia de tales acumulaciones de estrellas lejanas,
que denominó «universos-islas».)
En el año 1910, se produjo una fuerte disputa acerca del asunto. El astrónomo
neerlandés-norteamericano Adriann van Maanen había informado que la Nebulosa de
Andrómeda giraba en un promedio medible. Y de ser así, debía hallarse bastante cerca
de nosotros. Si se encontrase más allá de la Galaxia, se hallaría demasiado lejos para
exhibir cualquier tipo de movimiento perceptible. Shapley, un buen amigo de Van
Maanen, empleó sus resultados para argüir que la Nebulosa de Andrómeda constituía
una parte de la Galaxia.
El astrónomo norteamericano Heber Doust Curtís era uno de los que discutían contra
esta presunción. Aunque no fuesen visibles estrellas de la Nebulosa de Andrómeda, de
vez en cuando una en extremo débil estrella hacía su aparición. Curtís sintió que debía
de tratarse de una nova, una estrella que de repente brilla varios millares de veces
más que las normales. En nuestra Galaxia, tales estrellas acaban por ser del todo
brillantes durante un breve intervalo, apagándose a continuación, pero en la Nebulosa
de Andrómeda eran apenas visibles incluso las más brillantes. Curtís razonó que las
novas eran en extremo apagadas porque la Nebulosa de Andrómeda se encontraba
muy alejada. Las estrellas ordinarias en la Nebulosa de Andrómeda eran en realidad
demasiado poco brillantes para destacar, y todo lo más se mezclaban en una especie
de ligera niebla luminosa.
El 26 de abril de 1920, Curtís y Shapley mantuvieron un debate con mucha publicidad
acerca del asunto. En conjunto, constituyó un empate, aunque Curtís demostró que
era un orador sorprendentemente bueno y presentó una impresionante defensa de su
posición.
Sin embargo, al cabo de unos cuantos años quedó claro que Curtís estaba en lo cierto.
En realidad, los números de Van Maanen demostraron ser erróneos. La razón es
insegura, pero incluso los mejores pueden cometer errores y, al parecer, Van Maanen
lo había hecho así.
Luego, en 1924, el astrónomo norteamericano Edwin Powell Hubble dirigió el nuevo
telescopio de 100 pulgadas de Monte Wilson, en California, hacia la Nebulosa de
Andrómeda. (Se le llamó telescopio Hooker por John B. Hooker que había
proporcionado los fondos para su construcción.) El nuevo y poderoso instrumento
permitió comprobar que porciones del margen externo de la nebulosa eran estrellas
individuales. Esto reveló definitivamente que la Nebulosa de Andrómeda, o al menos
parte de ella, se asemejaba a la Vía Láctea, y que quizá pudiera haber algo de cierto
en la idea kantiana de los «universos-isla».
Entre las estrellas situadas en el borde de la Nebulosa de Andrómeda había cefeidas
variables. Con estos patrones de medida se determinó que la nebulosa se hallaba,
32
aproximadamente, a un millón de años luz de distancia. Así, pues, la Nebulosa de
Andrómeda se encontraba lejos, muy lejos, de nuestra Galaxia. A partir de su
distancia, su tamaño aparente reveló que debía de ser un gigantesco conglomerado de
estrellas, el cual rivalizaba casi con nuestra propia Galaxia.
Otras nebulosas resultaron ser también agrupaciones de estrellas, más distantes aún
que la Nebulosa de Andrómeda. Estas «nebulosas extragalácticas» fueron reconocidas
en su totalidad como galaxias, nuevos universos que reducen el nuestro a uno de los
muchos en el espacio. De nuevo se había dilatado el Universo. Era más grande que
nunca. Se trataba no sólo de cientos de miles de años luz, sino, quizá, de centenares
de millones.
Galaxias en espiral
Hacia la década iniciada con el 1930, los astrónomos se vieron enfrentados con varios
problemas, al parecer indisolubles, relativos a estas galaxias. Por un lado, y partiendo
de las distancias supuestas, todas las galaxias parecían ser mucho más pequeñas que
la nuestra. Así, vivíamos en la galaxia mayor del Universo. Por otro lado, los cúmulos
globulares que rodeaban a la galaxia de Andrómeda parecían ser sólo la mitad o un
tercio menos luminosos que los de nuestra Galaxia. (Andrómeda es, poco más o
menos, tan rica como nuestra Galaxia en cúmulos globulares, y éstos se hallan
dispuestos esféricamente en torno al centro de la misma. Esto parece demostrar que
era razonable la suposición de Shapley, según la cual los cúmulos de nuestra Galaxia
estaban colocados de la misma manera. Algunas galaxias son sorprendentemente ricas
en cúmulos globulares. La M-87, de Virgo, posee, al menos, un millar.)
El hecho más incongruente era que las distancias de las galaxias parecían implicar que
el Universo tenía una antigüedad de sólo unos 2 mil millones de años (por razones que
veremos más adelante, en este mismo capítulo). Esto era sorprendente, ya que los
geólogos consideraban que la Tierra era aún más vieja, basándose en lo que se
consideraba como una prueba incontrovertible.
La posibilidad de una respuesta se perfiló durante la Segunda Guerra Mundial, cuando
el astrónomo americano, de origen alemán, Walter-Baade, descubrió que era erróneo
el patrón con el que se medían las distancias de las galaxias.
En 1942 fue provechoso para Baade el hecho de que se apagaron las luces de Los
Ángeles durante la guerra, lo cual hizo más nítido el cielo nocturno en el Monte Wilson
y permitió un detenido estudio de la galaxia de Andrómeda con el telescopio Hooker de
100 pulgadas. Al mejorar la visibilidad pudo distinguir algunas de las estrellas en las
regiones más internas de la Galaxia. Inmediatamente apreció algunas diferencias
llamativas entre estas estrellas y las que se hallaban en las capas externas de la
Galaxia. Las estrellas más luminosas del interior eran rojizas, mientras que las de las
capas externas eran azuladas. Además, los gigantes rojos del interior no eran tan
brillantes como los gigantes azules de las capas externas; estos últimos tenían hasta
100.000 veces la luminosidad de nuestro Sol, mientras que los del interior poseían sólo
unas 1.000 veces aquella luminosidad. Finalmente, las capas externas, donde se
hallaban las estrellas azules brillantes, estaban cargadas de polvo, mientras que el
interior —con sus estrellas rojas, algo menos brillantes— estaba libre de polvo.
Para Baade parecían existir dos clases de estrellas, de diferentes estructura e historia.
Denominó a las estrellas azuladas de las capas externas Población I, y a las rojizas del
interior Población II. Se puso de manifiesto que las estrellas de la Población I eran
relativamente jóvenes, tenían un elevado contenido en metal y seguían órbitas casi
circulares en torno al centro galáctico, en el plano medio de la Galaxia. Por el
contrario, las estrellas de la Población II eran inevitablemente antiguas, poseían un
bajo contenido metálico, y sus órbitas, sensiblemente elípticas, mostraban una notable
inclinación al plano medio de la Galaxia. Desde el descubrimiento de Baade, ambas
poblaciones han sido divididas en subgrupos más precisos.
Cuando, después de la guerra, se instaló el nuevo telescopio Hale, de 200 pulgadas
(así llamado en honor del astrónomo americano George Ellery Hale, quien supervisó su
33
construcción), en el Monte Palomar, Baade prosiguió sus investigaciones. Halló ciertas
irregularidades en la distribución de las dos poblaciones, irregularidades que dependían
de la naturaleza de las galaxias implicadas. Las galaxias de la clase «elíptica» —
sistemas en forma de elipse y estructura interna más bien uniforme— estaban
aparentemente constituidas, sobre todo, por estrellas de la Población II, como los
cúmulos globulares en cualquier galaxia. Por otra parte, en las «galaxias espirales», los
brazos de la espiral estaban formados por estrellas de la Población I, con una Población
II en el fondo.
Se estima que sólo un 2 % de las estrellas en el Universo son del tipo de la Población
I. Nuestro Sol y las estrellas familiares en nuestra vecindad pertenecen a esta clase. Y
a partir de este hecho, podemos deducir que la nuestra es una galaxia espiral y que
nos encontramos en uno de sus brazos. (Esto explica por qué existen tantas nubes de
polvo, luminosas y oscuras en nuestras proximidades, ya que los brazos espirales de
una galaxia se hallan cargados de polvo.) Las fotografías muestran que la galaxia de
Andrómeda es también del tipo espiral.
Pero volvamos de nuevo al problema del patrón. Baade empezó a comparar las
estrellas cefeidas halladas en los cúmulos globulares (Población II), con las observadas
en el brazo de la espiral en que nos hallamos (Población I). Se puso de manifiesto que
las cefeidas de las dos poblaciones eran, en realidad, de dos tipos distintos, por lo que
se refería a la relación período-luminosidad. Las cefeidas de la Población II mostraban
la curva período-luminosidad establecida por Leavitt y Shapley. Con este patrón,
Shapley había medido exactamente las distancias a los cúmulos globulares y el tamaño
de nuestra Galaxia. Pero las cefeidas de la Población I seguían un patrón de medida
totalmente distinto. Una cefeida de la Población I era de 4 a 5 veces más luminosa que
otra de la Población II del mismo período. Esto significaba que el empleo de la escala
de Leavitt determinaría un cálculo erróneo de la magnitud absoluta de una cefeida de
la Población I a partir de su período. Y si la magnitud absoluta era errónea, el cálculo
de la distancia lo sería también necesariamente; la estrella se hallaría, en realidad,
mucho más lejos de lo que indicaba su cálculo.
Hubble calculó la distancia de la galaxia de Andrómeda, a partir de las cefeidas (de la
Población I), en sus capas externas, las únicas que pudieron ser distinguidas en aquel
entonces. Pero luego, con el patrón revisado, resultó que la Galaxia se hallaba,
aproximadamente, a unos 2,5 millones de años luz, en vez de menos de 1 millón, que
era el cálculo anterior. De la misma forma se comprobó que otras galaxias se hallaban
también, de forma proporcional, más alejadas de nosotros. (Sin embargo, la galaxia de
Andrómeda sigue siendo un vecino cercano nuestro. Se estima que la distancia media
entre las galaxias es de unos 20 millones de años luz.)
En resumen, el tamaño del Universo conocido se había duplicado ampliamente. Esto
resolvió en seguida los problemas que se habían planteado en los años 30. Nuestra
Galaxia ya no era la más grande de todas; por ejemplo, la de Andrómeda era mucho
mayor. También se ponía de manifiesto que los cúmulos globulares de la galaxia de
Andrómeda eran tan luminosos como los nuestros; se veían menos brillantes sólo
porque se había calculado de forma errónea su distancia. Finalmente —y por motivos
que veremos más adelante—, la nueva escala de distancias permitió considerar el
Universo como mucho más antiguo —al menos, de 5 mil millones de años—, lo cual
ofreció la posibilidad de llegar a un acuerdo con las valoraciones de los geólogos sobre
la edad de la Tierra.
Cúmulos de galaxias
Pero la duplicación de la distancia a que se hallan las galaxias no puso punto final al
problema del tamaño. Veamos ahora la posibilidad de que haya sistemas aún más
grandes, cúmulos de galaxias y supergalaxias.
Actualmente, los grandes telescopios han revelado que, en efecto, hay cúmulos de
galaxias. Por ejemplo, en la constelación de la Cabellera de Berenice existe un gran
cúmulo elipsoidal de galaxias, cuyo diámetro es de unos 8 millones de años luz. El
«cúmulo de la Cabellera» encierra unas 11.000 galaxias, separadas por una distancia
34
media de sólo 300.000 años luz (frente a la medida de unos 3 millones de años luz que
existe entre las galaxias vecinas nuestras).
Nuestra Galaxia parece formar parte de un «cúmulo local» que incluye las Nubes de
Magallanes, la galaxia de Andrómeda y tres pequeñas «galaxias satélites» próximas a
la misma, más algunas otras pequeñas galaxias, con un total de aproximadamente 19
miembros. Dos de ellas, llamadas «Maffei I» y «Maffei II» (en honor de Paolo Maffei, el
astrónomo italiano que informó sobre las mismas por primera vez) no se descubrieron
hasta 1971. La tardanza de tal descubrimiento se debió al hecho de que sólo pueden
detectarse a través de las nubes de polvo interpuestas entre las referidas galaxias y
nosotros.
De los grupos locales, sólo nuestra Galaxia, la de Andrómeda y las dos de Maffei son
gigantes; las otras son enanas. Una de ellas, la IC 1613, quizá contenga sólo 60
millones de estrellas; por tanto, sería apenas algo más que un cúmulo globular. Entre
las galaxias, lo mismo que entre las estrellas, las enanas rebasan ampliamente en
número a las gigantes.
Si las galaxias forman cúmulos y cúmulos de cúmulos, ¿significa esto que el Universo
se expande sin límites y que el espacio es infinito? ¿O existe quizás un final, tanto para
el Universo como para el espacio? Pues bien, los astrónomos pueden descubrir objetos
situados a unos 10 mil millones de años luz, y hasta ahora no hay indicios de que
exista un final del Universo. Teóricamente pueden esgrimirse argumentos tanto para
admitir que el espacio tiene un final, como para decir que no lo tiene; tanto para
afirmar que existe un comienzo en el tiempo, como para oponer la hipótesis de un no
comienzo. Habiendo pues, considerado el espacio, permítasenos ahora exponer el
tiempo.
NACIMIENTO DEL UNIVERSO
Los autores de mitos inventaron muchas y peregrinas fábulas relativas a la creación
del Universo (tomando, por lo general, como centro, la Tierra, y calificando
ligeramente lo demás como el «cielo» o el «firmamento»). La época de la Creación no
suele situarse en tiempos muy remotos (si bien hemos de recordar que, para el
hombre anterior a la Ilustración, un período de 1.000 años era más impresionante que
uno de 1.000 millones de años para el hombre de hoy).
Por supuesto que la historia de la Creación con la que estamos más familiarizados es la
que nos ofrecen los primeros capítulos del Génesis, pictóricos de belleza poética y de
grandiosidad moral, teniendo en cuenta su origen.
En repetidas ocasiones se ha intentado determinar la fecha de la Creación basándose
en los datos de la Biblia (los reinados de los diversos reyes; el tiempo transcurrido
desde el Éxodo hasta la construcción del templo de Salomón; la Edad de los Patriarcas,
tanto antediluvianos como posdiluvianos). Según los judíos medievales eruditos, la
Creación se remontaría al 3760 a. de J.C, y el calendario judío cuenta aún sus años a
partir de esta fecha. En el 1658 de nuestra Era, el arzobispo James Ussher, de la
Iglesia anglicana, calculó que la fecha de la Creación había de situarla en el año 4004
a. de J.C., y precisamente a las 8 de la tarde del 22 de octubre de dicho año. De
acuerdo con algunos teólogos de la Iglesia ortodoxa griega, la Creación se remontaría
al año 5508 a. de J.C.
Hasta el siglo XVIN, el mundo erudito aceptó la interpretación dada a la versión bíblica,
según la cual, la Edad del Universo era, a lo sumo, de sólo 6 o 7 mil años. Este punto
de vista recibió su primer y más importante golpe en 1785, al aparecer el libro Teoría
de la Tierra, del naturalista escocés James Hutton. Éste partió de la proposición de que
los lentos procesos naturales que actúan sobre la superficie de la Tierra (creación de
montañas y su erosión, formación del curso de los ríos, etc.) habían actuado,
aproximadamente, con la misma rapidez en todo el curso de la historia de la Tierra.
Este «principio uniformista» implicaba que los procesos debían de haber actuado
durante un período de tiempo extraordinariamente largo, para causar los fenómenos
observados. Por tanto, la Tierra no debía de tener miles, sino muchos millones de años
35
de existencia.
Los puntos de vista de Hutton fueron desechados rápidamente. Pero el fermento actuó.
En 1830, el geólogo británico Charles Lyell reafirmó los puntos de vista de Hutton y, en
una obra en 3 volúmenes titulada Principios de Geología, presentó las pruebas con tal
claridad y fuerza, que conquistó al mundo de los eruditos. La moderna ciencia de la
Geología se inicia, pues, en este trabajo.
La edad de la Tierra
Se intentó calcular la edad de la Tierra basándose en el principio uniformista. Por
ejemplo, si se conoce la cantidad de sedimentos depositados cada año por la acción de
las aguas (hoy se estima que es de unos 30 cm cada 880 años), puede calcularse la
edad de un estrato de roca sedimentaria a partir de su espesor. Pronto resultó
evidente que este planteamiento no permitiría determinar la edad de la Tierra con la
exactitud necesaria, ya que los datos que pudieran obtenerse de las acumulaciones de
los estratos de rocas quedaban falseados a causa de los procesos de la erosión,
disgregación, cataclismos y otras fuerzas de la Naturaleza. Pese a ello, esta evidencia
fragmentaria revelaba que la Tierra debía de tener, por lo menos, unos 500 millones
de años.
Otro procedimiento para medir la edad del planeta, consistió en valorar la velocidad de
acumulación de la sal en los océanos, método que sugirió el astrónomo inglés Emund
Halley en 1715. Los ríos vierten constantemente sal en el mar. Y como quiera que la
evaporación libera sólo agua, cada vez es mayor la concentración de sal. Suponiendo
que el océano fuera, en sus comienzos, de agua dulce, el tiempo necesario para que
los ríos vertieran en él su contenido en sal (de más del 3 %) sería de mil millones de
años aproximadamente.
Este enorme período de tiempo concordaba con el supuesto por los biólogos, quienes,
durante la última mitad del siglo XIX, intentaron seguir el curso del lento desarrollo de
los organismos vivos, desde los seres unicelulares, hasta los animales superiores más
complejos. Se necesitaron largos períodos de tiempo para que se produjera el
desarrollo, y mil millones de años parecía ser un lapso suficiente.
Sin embargo, hacia mediados del siglo XIX, consideraciones de índole astronómica
complicaron de pronto las cosas. Por ejemplo, el principio de la «conservación de la
energía» planteaba un interesante problema en lo referente al Sol, astro que había
venido vertiendo en el curso de la historia registrada, hasta el momento, colosales
cantidades de energía. Si la Tierra era tan antigua, ¿de dónde había venido toda esta
energía? No podía haber procedido de las fuentes usuales, familiares a la Humanidad.
Si el Sol se había originado como un conglomerado sólido de carbón incandescente en
una atmósfera de oxígeno, se habría reducido a ceniza (a la velocidad a que venía
emitiendo la energía) en el curso de unos 2.500 años.
El físico alemán Hermann Ludwig Ferdinand von Helmholtz, uno de los primeros en
enunciar la ley de conservación de la energía, mostróse particularmente interesado en
el problema del Sol. En 1854 señaló que si éste se fuera contrayendo, su masa
experimentaría un incremento de energía al acercarse hacia el centro de gravedad, del
mismo modo que aumenta la energía de una piedra cuando cae. Esta energía se
transformaría en radiación. Helmholtz calculó que una concentración del Sol de sólo la
diezmilésima parte de su radio, proporcionaría la energía emitida durante 2.000 años.
El físico británico William Thomson (futuro Lord Kelvin) prosiguió sus estudios sobre el
tema y, sobre esta base, llegó a la conclusión de que la Tierra no tendría más de 50
millones de años, pues a la velocidad con que el Sol había emitido su energía, debería
de haberse contraído partiendo de un tamaño gigantesco, inicialmente tan grande
como la órbita que describe la Tierra en torno a él. (Esto significaba, por supuesto, que
Venus debía de ser más joven que la Tierra, y Mercurio, aún más.) Lord Kelvin
consideró que si la Tierra en sus orígenes, había sido una masa fundida, el tiempo
necesario para enfriarse hasta su temperatura actual sería de unos 20 millones de
años, período que correspondía a la edad de nuestro planeta.
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Hacia 1890, la batalla parecía entablada entre dos ejércitos invencibles. Los físicos
habían demostrado —al parecer, de forma concluyente— que la Tierra no podía haber
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