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11 - EL BIEN Y EL MAL


El deseo es el primer dato de nuestra conciencia; al nacer entramos en la esfera de la simpatía y la antipatía, el anhelo y la voluntad. Inconscientemente al principio, luego conscientemente, evaluamos: "Esto es bueno, aquello es malo." Y un poco más tarde descubrimos la obligación. "Esto, que es bueno, debería hacerse; aquello, que es malo, no debería hacerse."

Todas las evaluaciones no son igualmente válidas. Nos corresponde juzgar lo que nuestros deseos y aver­siones afirman ser bueno o malo. Con gran frecuencia descubrimos que el veredicto del tribunal superior difie­re de la decisión tomada tan rápida y ligeramente por el tribunal de primera instancia. A la luz de lo que sabemos sobre nosotros mismos, nuestros semejantes y el mundo en general, descubrimos que aquello que al principio parecía bueno puede, a la larga y en un mayor contexto, ser malo; y que lo que al principio parecía malo puede ser bueno cuando nos sentimos bajo la obligación de cumplir.

Cuando decimos de un hombre que posee una aguda penetración moral, queremos decir que su criterio sobre la escala de valores es sólido; que sabe bastante para poder decir lo que es bueno a fin de cuentas y en el contexto máximo. Cuando decimos de un hombre que tiene un fuerte carácter moral, queremos decir que está dispuesto a actuar según las conclusiones de su penetra­ción, aun cuando estas conclusiones difieran de modo desagradable, y aun penosísimo, de sus primeras, espon­táneas valuaciones.

En la práctica, la penetración moral no es nunca una cuestión estrictamente personal. El juez administra un sistema legal y es guiado por los precedentes. En otras palabras, todo individuo es miembro de una comunidad, que posee un código moral basado en pasados descubri­mientos de lo que en realidad es bueno a fin de cuentas y en el más amplio contexto. En la mayor parte de las circunstancias, la mayoría de los hombres de cualquier sociedad dada se dejan guiar por el código moral general­mente aceptado; unos pocos rechazan este código, sea en su totalidad o en parte; y unos pocos deciden vivir según otro código, más elevado y exigente. Según la fraseología cristiana, hay los pocos que persisten en vivir en pecado mortal e ilegalidad antisocial; hay los muchos que obede­cen a las leyes, toman por guía los Preceptos de la Moral, se arrepienten de los pecados mortales cuando los come­ten, pero no hacen gran esfuerzo por evitar los pecados veniales; y finalmente hay los pocos cuya rectitud "supera la rectitud de los escribas y fariseos", que se guían por los Consejos de Perfección y tienen penetración suficiente para percibir los pecados veniales y aun las imperfeccio­nes, y carácter suficiente para evitarlos.

Filósofos y teólogos han procurado establecer una base teórica para los códigos morales existentes, me­diante los cuales los individuos juzgan sus evaluaciones espontáneas. De Moisés a Bentham, de Epicuro a Calvino, de las filosofías cristianas y budistas del amor universal a las lunáticas doctrinas del nacionalismo y la superioridad racial —la lista es larga y el trecho de pensamiento enormemente extenso. Pero, afortunada­mente, no hay necesidad de que consideremos estas diversas teorías. Debemos ocuparnos solamente de la Filosofía Perenne y el sistema de principios éticos que han usado los que creen en ella, al juzgar las propias y ajenas evaluaciones. Las preguntas que hemos de hacer en esta sección son harto simples, y simples son asimis­mo las respuestas. Como siempre, las dificultades em­piezan sólo cuando pasamos de la teoría a la práctica, del principio ético a la aplicación particular.

Concedido que la base del alma individual es afín a la divina Base de toda existencia, o idéntica con ella, y concedido que esta Base divina es una inefable Divinidad que se manifiesta como Dios personal, o aun como el Logos encarnado, ¿cuál es la naturaleza final del bien y el mal, y cuál el verdadero designio y último fin de la vida humana?

Las respuestas a estas preguntas pueden darse en gran parte con las palabras de William Law, este sor­prendentísimo fruto del siglo XVIII inglés. (¡Qué raro es nuestro sistema educativo! Los estudiantes de literatu­ra inglesa se ven forzados a leer el gracioso periodismo de Steele y Addison, y se espera de ellos que lo sepan todo acerca de las novelas menores de Defoe y las menudas elegancias de Matthew Prior. Pero pueden aprobar sus exámenes summa cum lande sin haber mirado siquiera los escritos de un hombre que no sólo era un maestro de la prosa inglesa, sino también uno de los pensadores más interesantes de su época y una de las figuras más simpáticamente santas de toda la historia del anglicanismo.) Nuestro ordinario olvido de Law es aun otra de las muchas indicaciones de que los educadores del siglo XX han cesado de preocuparse por cuestiones de verdad o significación final y (fuera del mero adiestramiento profesional) se interesan sola­mente en la diseminación de una cultura sin arraigo ni pertinencia y en el fomento de la solemne tontería de lo docto por amor a lo docto.

Nada arde en el infierno sino el yo.



Theologia Germánica

Arde la mente, arden los pensamientos. La concien­cia mental y las impresiones recibidas por la mente, y las sensaciones que brotan de las impresiones que la mente recibe —éstas también arden.

Y ¿cuál es el fuego en que arden? El fuego de la codicia, el fuego del rencor, el fuego del apasionamiento; arden de nacimiento, vejez y muerte, de pena y lamentación, de pesar y desesperación.

Del Sermón del Fuego, de Buda

Si no has visto al diablo, mira a tu propio yo.



Jalal-uddin Rumi

Tu propio yo es tu Caín que asesina a tu Abel. Pues cada acto y moción del yo tiene el espíritu del Anticristo y asesina a la vida divina dentro de ti.



William Law

La ciudad de Dios está hecha por el amor de Dios llevado al desprecio del yo; la ciudad terrenal, por el amor del yo llevado al desprecio de Dios.

San Agustín

La diferencia entre un hombre bueno y un hombre malo no está en que el uno quiere lo que es bueno y el otro no, sino solamente en que el uno concuerda con el viviente, inspirador espíritu de Dios que hay en él, y el otro lo resiste, y puede ser acusado de maldad sólo porque lo resiste.



William Law
La gente debería pensar menos en lo que deben hacer y más en lo que deben ser. Con que su ser fuese bueno, resplandecerían sus obras. No imagines que puedes fundar tu salvación en tus actos; debes descan­sar en lo que eres. La base en que descansa el buen carácter es la misma que da valor a la obra humana, a saber, una mente plenamente dirigida hacia Dios. En verdad, si así fuera tu mente, podrías hollar una piedra y hacer con ello una obra más pía que si, sólo en tu propio provecho, recibieses el Cuerpo del Señor, care­ciendo de desprendimiento espiritual.

Eckhart
El hombre es hecho por su creencia. Según cree, así es.

Bhagavad Gita

Es la mente lo que da a las cosas su calidad su fundamento y su ser. A quienquiera que hable u obre con mente impura, el pesar le sigue, como la rueda sigue los pasos del buey que arrastra la carreta.



Dhammapada

La naturaleza del ser de un hombre determina la de sus actos; y la naturaleza de su ser se manifiesta ante todo en la mente. Lo que ansia y piensa, lo que cree y siente —esto es, por así decirlo, el Logos por cuyo medio el carácter fundamental de un individuo realiza sus actos. Estos actos serán bellos y moralmente buenos si el ser está centrado en Dios, malos y feos si está centrado en el yo personal. "La piedra —dice Eckhart— hace su trabajo sin cesar, día y noche." Pues, hasta cuando no está cayendo, la piedra tiene peso. El ser de un hombre es una energía latente dirigida hacia Dios o en sentido contrario: y por esta energía latente será tenido por bueno o malo —pues es posible, según las palabras del Evangelio, co­meter adulterio y asesinato en el corazón, aun permane­ciendo irreprochable en los actos.


Codicia, envidia, orgullo e ira son los cuatro elemen­tos del yo, o naturaleza o infierno, todos ellos insepara­bles de él. Y la razón de que debe ser así y no puede ser de otro modo es que la vida natural de la criatura surge para participar en algún alto bien sobrenatural del Creador. Mas no podría tener disposición, ninguna posible aptitud para recibir tal bien, si no fuera de por sí a la vez un extremo de necesidad y un extremo de anhelo de algún alto bien. Cuando, pues, esta vida natural vese privada o caída de Dios, no puede ser de por sí sino un extremo de necesidad que constante­mente anhela y un extremo de anhelo que constante­mente necesita. Y siendo así, toda su vida no puede ser otra cosa que una plaga y un tormento de codicia, envidia, orgullo e ira, todo lo cual es precisamente naturaleza, yo, o infierno. Y la codicia, orgullo y envi­dia no son tres cosas diferentes, sino sólo tres nombres distintos del inquieto operar de una y la misma volun­tad o deseo. La ira, que nace cuarta, de esos tres, no puede cobrar existencia hasta que uno de ellos o todos son contradichos o se les hace algo contrario a la voluntad. Estas cuatro propiedades engendran su pro­pio tormento. No tienen causa externa, ni ningún po­der interno para alterarse a sí mismas. Y, por tanto, todo yo o naturaleza ha de hallarse en este estado hasta que algún bien sobrenatural llegue a él o en él se engendre. Mientras el hombre vive entre las vanidades del tiempo, su codicia, envidia, orgullo e ira acaso se hallen en un estado tolerable, acaso lo mantengan en una mezcla de paz y tribulación; pueden tener a veces sus satisfacciones como sus tormentos. Pero cuando la muerte ha puesto fin a la vanidad de todos los engaños terrenales, el alma que no renace de la sobrenatural palabra y Espíritu de Dios, ha de verse inevitablemente devorada o encerrada en su propia codicia, envidia, orgullo e ira, insaciables, inmutables, torturantes.

William Law


Es cierto que uno no puede expresar adecuada­mente el grado de su perversidad; pero esto es así por ser imposible, en esta vida, representar los peca­dos en toda su verdadera fealdad; y no los conocere­mos nunca como realmente son, excepto a la luz de Dios. Dios da a las almas una impresión de la enor­midad del pecado, mediante la cual les hace sentir que el pecado es incomparablemente mayor de lo que parece. Tales almas han de concebir sus pecados como la fe los representa (esto es, como son en sí mismos), pero deben contentarse con describirlos con las palabras humanas que su boca es capaz de pronunciar.

Charles de Condren

Lucifer, cuando se erguía en su natural nobleza como Dios lo había creado, era una pura y noble criatura. Pero cuando se atuvo a sí mismo, cuando se poseyó a sí mismo y a su natural nobleza como una propiedad, cayó y tornóse de ángel en demonio. Así ocurre con el nombre. Si permanece en sí mismo y se posesiona de su natural nobleza como de una propie­dad, cae y tórnase de hombre en demonio.



El Seguimiento de Cristo

Si un deleitoso, fragante fruto tuviese la facultad de separarse del rico espíritu, fino gusto, olor y color que recibe de la virtud del aire y el espíritu del sol, o si pudiese, al comienzo de su desarrollo, apartarse del sol y no recibir de él ninguna virtud, hallaríase entonces en su primer nacimiento de ira, agrura, amargor, astrin­gencia, tal como ocurre a los demonios que volvieron a su propia, oscura raíz y rechazaron la Luz y el Espíritu de Dios. De modo que la infernal naturaleza de un demonio no es nada más que sus primeras formas de vida retiradas o separadas de la Luz y el Amor celestia­les; así como la agrura, amargor y astringencia de un fruto no son otra cosa que la primera forma de su vida vegetal, antes que haya alcanzado la virtud del sol y el espíritu del aire. Y como un fruto si tuviese sensibilidad propia, se encontraría lleno de tormento en cuanto se hallase encerrado en las primeras formas de su vida, en su propia astringencia, agrura y punzante amargor, así los ángeles, cuando hubieron regresado a estas primeras formas de su vida y apartádose de la Luz y el Amor de Dios, convirtiéronse en su propio infierno. No se hizo ningún infierno para ellos, no les sobrevinieron nuevas cualidades, no cayó sobre ellos ninguna ven­ganza o castigo del Señor del Amor; sólo se hallaron en ese estado de apartamiento y separación del Hijo y el Santo Espíritu de Dios, que por su propia moción habían hecho para sí. No había nada en ellos sino lo que habían tenido de Dios, las primeras formas de una vida celestial; pero las tenían en un estado de tortura, porque las habían separado del nacimiento del Amor y la Luz.



William Law

En toda la posibilidad de las cosas sólo hay y puede haber una felicidad y una aflicción. La aflicción es la naturaleza y la criatura dejadas a sí mismas, la felici­dad es la Vida, la Luz, el Espíritu de Dios, manifestados en la naturaleza y la criatura. Esta es la verdadera significación de las palabras de Nuestro Señor: Sólo uno es bueno, y éste es Dios.



William Law

Los hombres no están en el infierno porque Dios esté airado con ellos; se hallan ellos en la ira y las tinieblas porque hicieron, ante la luz que infinitamente fluye de Dios, como hace, ante la del sol, el hombre que arranca sus propios ojos.



William Law

Aunque la luz y el regalo del mundo externo prote­gen, aun a los peores hombres, de una constante y fuerte sensibilidad para con la naturaleza airada, ar­diente, oscura y torturadora, que es la esencia misma de toda alma caída, no regenerada, a todo hombre, en el mundo, se le dan señales más o menos frecuentes y fuertes, de que así le ocurre en la más íntima capa de su alma. ¿A cuántas invenciones no ha de recurrir cierta gente para ahuyentar cierta inquietud íntima que les asusta y no saben de dónde viene? Hay en ellos un espíritu caído, un oscuro y doloroso fuego que nunca tuvo su adecuado alivio y está intentando descubrirse y gritando socorro cada vez que cesa el gozo mundano.



William Law

En la tradición hebreocristiana, la Caída sigue a la creación y se debe exclusivamente al empleo egocéntri­co del libre albedrío, que habría debido permanecer centrado en la divina Base y no en un yo separado. El mito del Génesis encierra una importantísima verdad psicológica; pero no llega a ser un símbolo enteramen­te satisfactorio, porque deja de mencionar, y no explica en modo alguno, el hecho del mal y el sufrimiento en el mundo no humano. Para ser adecuado a nuestra expe­riencia, el mito habría de modificarse de dos modos. En primer lugar, habría de poner en claro que la crea­ción, el incomprensible paso del Uno inmanifestado a la manifiesta multiplicidad de la naturaleza, de la eter­nidad al tiempo, no es meramente el preludio y condi­ción necesaria de la Caída; hasta cierto punto es la Caída. Y en segundo lugar, tendría que indicar que algo análogo al libre albedrío puede existir por debajo del nivel humano.



Que el paso de la unidad de la existencia espiritual a la multiplicidad de la temporal es una parte esencial de la Caída se expone claramente en las versiones hindú y budista de la Filosofía Perenne. El dolor y el mal son inseparables de la existencia individual en un mundo del tiempo; y, para los seres humanos, hay una intensifica­ción de este dolor y mal inevitable cuando el deseo se vuelve hacia el yo y los muchos, más bien que hacia la Base divina. A esto podríamos añadir especulativamente la opinión de que quizás aun las existencias infrahumanas pueden estar dotadas (tanto individual como colectiva­mente, como clases y especies) de algo parecido a la facultad de escoger. Hay el extraordinario hecho de que "el hombre está solo" —de que, hasta donde podamos juzgarlo, toda otra especie es una especie de fósiles vi­vientes, capaces solamente de degeneración y extinción, no de nuevo avance evolutivo. En la fraseología del aris-totelismo escolástico, la materia posee apetito por la for­ma, no necesariamente por la mejor forma, sino por la forma como tal. Mirando en torno nuestro en el mundo de las cosas vivientes, observamos (con hechizada mara­villa, aunque teñida a veces, debemos admitirlo, de interrogadora congoja) las innumerables formas, siempre bellas, a menudo extravagantemente raras y algunas ve­ces hasta siniestras, en que ha encontrado satisfacción el insaciable apetito de la materia. De toda esta materia viviente sólo la que está organizada en seres humanos ha logrado encontrar una forma capaz, por lo menos por el lado mental, de nuevo desarrollo. Todo el resto está aho­ra encerrado en formas que sólo pueden continuar como están, o empeorar si cambian. Parece como si, en la prueba de inteligencia cósmica, toda la materia viviente, excepto la humana, hubiese sucumbido, en uno u otro momento de su carrera biológica, a la tentación de asu­mir la forma no finalmente mejor, sino inmediatamente más provechosa. Por un acto de algo parecido al libre albedrío, cada especie, excepto la humana, ha escogido los rápidos beneficios de la especialización, el presente éxtasis de ser perfecto, pero perfecto en un bajo nivel del ser. El resultado es que todas se hallan al extremo de evolutivos callejones sin salida. A la inicial Caída cósmica de la creación, la múltiple manifestación en el tiempo, ha añadido el equivalente, oscuramente biológico, de la vo­luntaria Caída del hombre. Como especie, han preferido la inmediata satisfacción del yo a la capacidad de reunión con la divina Base. Por esta equivocada elección, las formas no humanas de la vida son castigadas negativa­mente, siendo privadas de advertir el bien supremo, de lo cual sólo es capaz la forma humana, no especializada y, por lo tanto, más libre, más altamente consciente. Pero debe recordarse, por supuesto, que la capacidad para el bien supremo se logra sólo al precio de volverse también capaz de suma maldad. Los animales no sufren de tantos modos ni, podemos estar harto seguros de ello, en el alto grado como los hombres y mujeres. Además, son comple­tamente inocentes de esa perversidad literalmente diabó­lica que, junto con la santidad, es uno de los signos distintivos de la especie humana.

Vemos, pues, que, para la Filosofía Perenne, el bien es la conformidad del separado yo con la Base divina que le da el ser, y su final aniquilamiento en ella; el mal, la intensificación de la separación, la negativa a conocer que la Base existe. Esta doctrina es, por supuesto, perfec­tamente compatible con la formulación de principios éti­cos como una serie de divinos mandamientos negativos y positivos, o aun en términos de utilidad social. Los críme­nes que están prohibidos en todas partes proceden de estados de espíritu que en todas partes se condenan como equivocados; y estos estados de espíritu equivoca­dos son, como cuestión empírica, absolutamente incom­patibles con ese conocimiento unitivo de la divina Base que, según la Filosofía Perenne, es el bien supremo.




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