En las plantas, este mismo proceso gradual de perfeccionamiento, me-
diante la conservación accidental de los mejores individuos -sean o no lo
bastante diferentes para ser clasificados por su primera apariencia como
variedades distintas, y se hayan o no mezclado entre sí por cruzamiento
dos o más especies o razas-, se puede claramente reconocer en el aumen-
to de tamaño y belleza que vemos actualmente en las variedades pensa-
mientos, rosas, geranios de jardín, dalias y otras plantas cuando las com-
paramos con las variedades antiguas o con sus troncos primitivos. Nadie
esperaría siquiera obtener un pensamiento o dalia de primera calidad de
una planta silvestre. Nadie esperaría obtener una pera de agua de prime-
ra calidad de la semilla de un peral silvestre, aun cuando lo podría con-
seguir de una pobre plantita, creciendo silvestre, si había provenido de
un árbol de cultivo. La pera, aunque cultivada en la época clásica, por la
descripción de Plinio, parece haber sido un fruto de calidad muy infer-
ior. En las obras de horticultura he visto manifestada gran sorpresa por
la prodigiosa habilidad de los horticultores al haber producido tan es-
pléndidos resultados de materiales tan pobres; pero al arte ha sido senci-
llo, y, por lo que se refiere al resultado final, se ha seguido casi inconsc-
ientemente. Ha consistido en cultivar siempre la variedad más renom-
brada, sembrando sus semillas, y cuando por casualidad apareció una
variedad ligeramente mejor, en seleccionar ésta, y así progresivamente.
Pero los horticultores de la época clásica que cultivaron las mejores peras
que pudieron procurarse, jamás pensaron en los espléndidos frutos que
comeríamos nosotros, aun cuando, en algún pequeño grado, debemos
nuestros excelentes frutos a haber ellos naturalmente escogido y conser-
vado las mejores variedades que pudieron dondequiera encontrar.
Muchas modificaciones acumuladas así, lenta e inconscientemente, ex-
plican, a mi parecer, el hecho bien conocido de que en cierto número de
casos no podamos reconocer -y, por consiguiente, no conozcamos- el
tronco primitivo silvestre de las plantas cultivadas desde más antiguo en
nuestros jardines y huertas. Si el mejorar o modificar la mayor parte de
nuestras plantas hasta su tipo actual de utilidad, para el hombre ha exigi-
do cientos y miles de años, podemos comprender cómo es que, ni Aus-
tralia, ni el Cabo de Buena Esperanza, ni ninguna otra región poblada
por hombres por completo sin civilizar nos haya aportado ni una sola
planta digna de cultivo. No es que estos países, tan ricos en especies, no
posean, por una extraña casualidad, los troncos primitivos de muchas
plantas útiles, sino que las plantas indígenas no han sido mejoradas me-
diante selección continuada hasta llegar a un tipo de perfección compa-
rable con el adquirido por las plantas en países de antiguo civilizados.
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Por lo que se refiere a los animales domésticos pertenecientes a hom-
bres no civilizados, no ha de pasar inadvertido que estos animales, casi
siempre, han de luchar por su propia comida, a lo menos durante ciertas
temporadas. Y en dos países de condiciones muy diferentes, individuos
de la misma especie, que tienen constitución y estructura ligeramente di-
ferente muchas veces, medrarán más en un país que en otro, y así, por un
proceso de selección natural, como se explicará después más completa-
mente, pudieron formarse dos sub-razas. Esto quizá explica, en parte,
por qué las variedades que poseen los salvajes -como han hecho observar
varios autores- tienen más del carácter de las especies verdaderas que las
variedades tenidas en los países civilizados.
Según la idea expuesta aquí del importante papel que ha representado
la selección hecha por el hombre, resulta en seguida evidente por qué
nuestras razas domésticas muestran en su conformación y sus costum-
bres adaptación a las necesidades o caprichos del hombre. Podemos, creo
yo, comprender además el carácter frecuentemente anormal de nuestras
razas domésticas, e igualmente que sus diferencias sean tan grandes en
los caracteres exteriores y relativamente tan pequeñas en partes u órga-
nos internos. El hombre apenas puede seleccionar o sólo puede hacerlo
con mucha dificultad, alguna variación de conformación, excepto las que
son exteriormente visibles, y realmente rara vez se preocupa por lo que
es interno. No puede nunca actuar mediante selección, excepto con var-
iaciones que en algún grado le da la Naturaleza. Nadie pensaría siquiera
en obtener una paloma colipavo hasta que vio una paloma con la cola
desarrollada en algún pequeño grado de un modo extraño, o una bucho-
na hasta que vio una paloma con un buche de tamaño algo extraordinar-
io; y cuanto más anormal y extraordinario fue un carácter al aparecer por
vez primera, tanto más fácilmente hubo de atraer la atención. Pero usar
expresiones tales como «intentar hacer una colipavo» es para mí, induda-
blemente, en la mayor parte de los casos, por completo incorrecto. El
hombre que primero eligió una paloma con cola ligeramente mayor,
nunca soñó lo que los descendientes de aquella paloma llegarían a ser
mediante muy prolongada selección, en parte inconsciente y en parte
metódica. Quizá el progenitor de todas las colipavos tuvo solamente ca-
torce plumas rectrices algo separadas, como la actual colipavo de Java o
como individuos de otras diferentes razas, en las cuales se han contado
hasta diez y siete plumas rectrices. Quizá la primera paloma buchona no
hinchó su buche mucho más que la paloma turbit hincha la parte super-
ior de su esófago, costumbre que es despreciada por todos los criadores,
porque no es uno de los puntos característicos de la casta.
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