Tótem y tabú



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Librodot Totem y Tabú Sigmund Freud



SIGMUND FREUD
TOTEM Y TABÚ (*)


ALGUNOS ASPECTOS COMUNES ENTRE LA VIDA MENTAL DEL HOMBRE PRIMITIVO

Y LOS NEURÓTICOS


1912-1913
PRÓLOGO
Los cuatro ensayos que siguen, originalmente fueron publicados (con un título que ahora lo dejamos de subtítulo) en los primeros dos volúmenes de Imago, una publicación periódica dirigida por mí. Representan una primera tentativa de mi parte de aplicar el punto de vista y los hallazgos del psicoanálisis a problemas no resueltos de psicología social. De aquí que constituyen un contraste metodológico, por una parte, con el extenso trabajo de Wilhelm Wundt, el que aplica las hipótesis y métodos de trabajo de la psicología no analítica con iguales propósitos, y por otra parte, con los ensayos de la escuela de psicoanálisis de Zurich, que, al contrario, se esfuerza en resolver los problemas de la psicología individual con la ayuda de material derivado de la psicología social (Cf. Jung, 1912, 1913). Me adelanto en confesar que han sido estas dos fuentes los primeros estímulos que he recibido para mis propios ensayos.
Estoy plenamente consciente de las deficiencias de estos estudios. Sin mencionar aquellas propias de todo trabajo pionero, hay otras que requieren una palabra aclaratoria. Los cuatro ensayos reunidos en estas páginas están orientados a despertar el interés de un amplio círculo de lectores ilustrados, pero, en verdad, no podrán ser comprendidos y apreciados excepto por aquellos pocos que ya no son extraños a la naturaleza esencial del psicoanálisis. Buscan llenar la brecha entre estudiantes de materias tales como antropología social, filología y folklore, por un lado, y psicoanalistas, por el otro. Sin embargo, no son capaces de dar a cada lado lo que les falta, a los primeros una iniciación adecuada en la nueva técnica psicológica o a los últimos un conocimiento suficiente del material que espera tratamiento. Por consiguiente, ellos deben conformarse con atraer la atención de las dos partes y de promover la creencia que una cooperación ocasional entre ellos no podría menos que ser beneficiosa para la investigación.
Se hallará que los dos temas principales de los que derivó el título del libro -Totems y tabúes- no han recibido igual trato. El análisis de los tabúes se ha adelantado en forma de intentar una segura y exhaustiva solución al problema. La investigación del totemismo no puede menos que declarar: `aquí está lo que el psicoanálisis ha podido contribuir para elucidar el problema del tótem'. La diferencia estriba en el hecho que aún hay tabúes entre nosotros. Aunque expresados en forma negativa y dirigidos hacia otra materia, en su naturaleza psicológica no difieren del `imperativo categórico' de Kant, que trabaja de manera compulsiva rechazando toda motivación consciente. Por el contrario, el totemismo es algo cercano a nuestras creencias contemporáneas, una institución religioso-social abandonada hace mucho como actual y reemplazada por nuevas formas. Dejó tras sí leves indicios en las religiones, ritos y costumbres de los pueblos civilizados contemporáneos y es objeto de modificaciones de largo alcance aún entre las razas donde mantiene su influencia.
Los avances sociales y técnicos en la historia humana han afectado a los tabúes mucho menos que al totemismo.
Un intento se ha hecho en este volumen para deducir el significado original del totemismo de los vestigios remanentes de él en la niñez, de alusiones emergentes en el curso del desarrollo de nuestros propios hijos. La íntima relación entre tótems y tabúes nos conduce un paso más allá en el camino hacia la hipótesis entregada en estas páginas; y si al final resulta que estas hipótesis ofrecen una apariencia de algo muy improbable, no sería un argumento en contra de la posibilidad que se acercan bastante próximas a la realidad que resulta tan difícil de reconstruir.
Roma, septiembre de 1913.

PRÓLOGO PARA LA EDICIÓN HEBREA


A ninguno de los lectores de este libro le resultará fácil situarse en el clima emocional del autor, que no comprende la lengua sacra, que se halla tan alejado de la religión paterna como de toda otra religión, que no puede participar en los ideales nacionalistas y que, sin embargo, nunca ha renegado de la pertenencia a su pueblo, que se siente judío y no desea que su naturaleza sea otra. Si alguien le preguntara: «Pero, ¿qué hay en ti aún de judío, si has renunciado a tantos elementos comunes con tu pueblo?», le respondería: «Todavía muchas cosas; quizá todo lo principal.» Mas por ahora le sería imposible captar esto, lo esencial, con claras palabras; seguramente llegará alguna vez a ser accesible a la indagación científica.
Para semejante autor, pues, es un suceso de índole muy especial si su libro es vertido al hebreo y puesto en manos de lectores para los cuales este idioma representa una lengua viva. Tanto más es ello así, cuanto que se trata de un libro que estudia el origen de la religión y de la moral, pero que no reconoce un punto de vista judío ni acepta restricciones favorables al judaísmo. El autor confía empero en que ha de concordar con sus lectores en la convicción de que la ciencia, libre de prejuicios, de ningún modo puede quedar ajena al espíritu del nuevo judaísmo.
Viena, diciembre de 1930.

I

EL HORROR AL INCESTO


EL camino recorrido por el hombre de la Prehistoria en su desarrollo nos es conocido por los monumentos y utensilios que nos ha legado, por los restos de su arte, de su religión y de su concepción de la vida, que han llegado hasta nosotros directamente o transmitidos por la tradición en las leyendas, los mitos y los cuentos, y por las supervivencias de su mentalidad, que nos es dado volver a hallar en nuestros propios usos y costumbres. Además, este hombre de la Prehistoria es aún, en cierto sentido, contemporáneo nuestro. Existen, en efecto, actualmente hombres a los que consideramos mucho más próximos a los primitivos de lo que nosotros lo estamos, y en los que vemos los descendientes y sucesores directos de aquellos hombres de otros tiempos. Tal es el juicio que nos merecen los pueblos llamados salvajes y semisalvajes, y la vida psíquica de estos pueblos adquiere para nosotros un interés particular cuando vemos en ella una fase anterior, bien conservada, de nuestro propio desarrollo.
Partiendo de este punto de vista, y estableciendo una comparación entre la psicología de los pueblos primitivos tal como la Etnografía nos la muestra y la psicología del neurótico, tal y como surge de las investigaciones psicoanalíticas, descubriremos entre ambas numerosos rasgos comunes y nos será posible ver a una nueva luz lo que de ellas nos es ya conocido.
Por razones tanto exteriores como interiores escogeremos para esta comparación las tribus que los etnógrafos nos han descrito como las más salvajes, atrasadas y miserables, o sea las formadas por los habitantes primitivos del más joven de los continentes (Australia), que ha conservado, incluso en su fauna, tantos rasgos arcaicos desaparecidos en todos los demás.
Los aborígenes de Australia son considerados como una raza aparte, sin ningún parentesco físico ni lingüístico con sus vecinos más cercanos, los pueblos melanesios, polinesios y malayos. No construyen casas ni cabañas sólidas, no cultivan el suelo, no poseen ningún animal doméstico, ni siquiera el perro, e ignoran incluso el arte de la alfarería. Se alimentan exclusivamente de la carne de toda clase de animales y de raíces que arrancan de la tierra. No tienen ni reyes ni jefes, y los asuntos de la tribu son resueltos por la asamblea de los hombres adultos. Es muy dudoso que pueda atribuírseles una religión rudimentaria bajo la forma de un culto tributado a seres superiores. Las tribus del interior del continente, que a consecuencia de la falta de agua se ven obligadas a luchar contra condiciones de vida excesivamente duras, se nos muestran en todos los aspectos más primitivas que las tribus vecinas a la costa.
No podemos esperar, ciertamente, que estos miserables caníbales desnudos observen una moral sexual próxima a la nuestra o impongan a sus instintos sexuales restricciones muy severas. Mas, sin embargo, averiguamos que se imponen la más rigurosa interdicción de las relaciones sexuales incestuosas. Parece que incluso toda su organización social se halla subordinada a esta intención o relacionada con la realización de la misma. En lugar de todas aquellas instituciones religiosas y sociales de que carecen, hallamos en los australianos el sistema del totemismo. Las tribus australianas se dividen en grupos más pequeños -clanes-, cada uno de los cuales lleva el nombre de su tótem.
¿Qué es un tótem? Por lo general, un animal comestible, ora inofensivo, ora peligroso y temido, y más raramente una planta o una fuerza natural (lluvia, agua) que se hallan en una relación particular con la totalidad del grupo. El tótem es, en primer lugar, el antepasado del clan y en segundo, su espíritu protector y su bienhechor, que envía oráculos a sus hijos y los conoce y protege aun en aquellos casos en los que resulta peligroso. Los individuos que poseen el mismo tótem se hallan, por tanto, sometidos a la sagrada obligación, cuya violación trae consigo un castigo automático de respetar su vida y abstenerse de comer su carne o aprovecharse de él en cualquier otra forma.
El carácter totémico no es inherente a un animal particular o a cualquier otro objeto único (planta o fuerza natural), sino a todos los individuos que pertenecen a la especie del tótem. De tiempo en tiempo se celebran fiestas en las cuales los asociados del grupo totémico reproducen o imitan, por medio de danzas ceremoniales, los movimientos y particularidades de su tótem.
El tótem se transmite hereditariamente, tanto por línea paterna como materna. Es muy probable que la transmisión materna haya sido en todas partes la primitiva, reemplazada más tarde por la transmisión paterna. La subordinación al tótem constituye la base de todas las obligaciones sociales del australiano, sobrepasando por un lado la subordinación a la tribu y relegando, por otro, a un segundo término el parentesco de sangre.
El tótem no se halla ligado al suelo ni a una determinada localidad. Los miembros de un mismo tótem pueden vivir separados unos de otros y en paz con individuos de tótem diferente.
Vamos a señalar ahora aquella particularidad del sistema totémico por la que el mismo interesa más especialmente al psicoanalítico. En casi todos aquellos lugares en los que este sistema se halla en vigor comporta la ley según la cual los miembros de un único y mismo tótem no deben entrar en relaciones sexuales y por tanto, no deben casarse entre sí. Es ésta la ley de la exogamia, inseparable del sistema totémico.
Esta interdicción, rigurosamente observada, es muy notable. Carece de toda relación lógica con aquello que sabemos de la naturaleza y particularidades del tótem, y no se comprende cómo ha podido introducirse en el totemismo. No extrañamos, pues, ver admitir a ciertos autores que la exogamia no tenía al principio, lógicamente, nada que ver con el totemismo, sino que fue agregada a él en un momento dado, cuando se reconoció la necesidad de dictar restricciones matrimoniales. De todos modos, y sea íntimo y profundo o puramente superficial el enlace existente entre la exogamia y el totemismo, el hecho es que existe un tal enlace y se nos muestra extremadamente sólido.
Intentaremos comprender la significación de esta prohibición con ayuda de algunas consideraciones.
a) La violación de esta prohibición no es seguida de un castigo automático, por decirlo así, del culpable, como lo son las violaciones de otras prohibiciones totémicas (la de comer la carne de animal tótem, por ejemplo); pero es vengada por la tribu entera, como si se tratase de alejar un peligro que amenazara a la colectividad o las consecuencias de una falta que pesase sobre ella. He aquí una cita, tomada por Frazer, que nos muestra con qué severidad castigan tales violaciones estos salvajes, a los que desde nuestro punto de vista ético hemos de considerar, en general, como altamente inmorales:
«En Australia, las relaciones sexuales con una persona de un clan prohibido son regularmente castigadas con la muerte. Poco importa que la mujer forme parte del mismo grupo local o que pertenezca a otra tribu y haya sido capturada en una guerra: el individuo del mismo tótem que entra en comercio sexual con ella es perseguido y muerto por los hombres de su clan, y la mujer comparte igual suerte. Sin embargo, en algunos casos, cuando ambos han conseguido sustraerse a la persecución durante cierto tiempo, puede ser olvidada la ofensa. En las raras ocasiones en que el hecho de que nos ocupamos se produce en la tribu Ta-ta-thi, de Nueva Gales del Sur, el hombre es condenado a muerte, y la mujer, mordida y acribillada a lanzazos hasta dejarla casi expirante. Si no se la mata en el acto, es por considerar que ha sido forzada. Esta prohibición se extiende incluso a los amores ocasionales, y toda violación es considerada como una cosa nefanda y merecedora del castigo de muerte.»
b) Teniendo en cuenta que también las aventuras amorosas anodinas, esto es, aquellas no seguidas de procreación, son idénticamente castigadas, habremos de deducir que la prohibición no se ha inspirado en razones de orden práctico.
c) Siendo el tótem hereditario, y no sufriendo modificación alguna por el hecho del matrimonio, es fácil darse cuenta de las consecuencias de esta prohibición en el caso de herencia materna. Si, por ejemplo, el hombre forma parte de un clan cuyo tótem es el canguro y se casa con una mujer cuyo tótem es el emúo (especie de avestruz), los hijos, varones o hembras, tendrán todos el tótem de la madre. Un hijo nacido de este matrimonio se hallará, pues, en la imposibilidad de entablar relaciones incestuosas con su madre y su hermana, pertenecientes al mismo clan.
d) Pero basta un poco de atención para darse cuenta de que la exogamia inherente al sistema totémico tiene otras consecuencias y persigue otros fines que la simple previsión del incesto con la madre y la hermana. Prohíbe, en efecto, al hombre la unión sexual con cualquier otra mujer de su grupo; esto es, con un cierto número de mujeres a las que no se halla enlazado por relación alguna de consanguinidad, pero que, sin embargo, son consideradas como consanguíneas suyas. La justificación psicológica de esta restricción, que va más allá de todo lo que puede serle comparado en los pueblos civilizados, no resulta evidente a primera vista. Creemos tan sólo comprender que en esta prohibición se toma muy en serio el papel del tótem (animal) como antepasado. Aquellos que descienden del mismo tótem son consanguíneos y forman una familia en el seno de la cual todos los grados de parentesco, incluso los más lejanos, son considerados como un impedimento absoluto de la unión sexual.
De este modo resulta que tales salvajes parecen obsesionados por un extraordinario horror al incesto, horror enlazado a circunstancias particulares que no llegamos a comprender por completo y a consecuencia de las cuales queda reemplazado el parentesco de la sangre por el parentesco totémico. No debemos exagerar, sin embargo, esta oposición entre los dos géneros de parentesco, y hemos de tener muy presente siempre el hecho de que el incesto real no constituye sino un caso especial de las prohibiciones totémicas.
¿Cómo ha llegado a ser reemplazada la familia verdadera por el grupo totémico? Es éste un enigma cuya solución obtendremos quizá una vez que hayamos llegado a comprender íntimamente la naturaleza del tótem. Hemos de pensar que, dada una cierta libertad sexual no limitada por los lazos conyugales, era necesario establecer alguna ley que detuviese al individuo ante el incesto. Por tanto, no sería inútil observar que las costumbres de los australianos implican determinadas condiciones sociales y ciertas circunstancias solemnes en las que no es reconocido el derecho exclusivo de un hombre sobre la mujer considerada como su esposa legítima.
El lenguaje de estas tribus australianas -así como el de la mayoría de los pueblos totémicos- presenta una particularidad relacionada, desde luego, con este hecho. Las designaciones de parentesco de que se sirven no se refieren a las relaciones entre dos individuos, sino entre un individuo y un grupo. Según la expresión de L. H. Morgan, forman tales designaciones un sistema clasificador. Significa esto que un individuo llama «padre» no solamente al que le ha engendrado, sino también a todos aquellos hombres que, según las costumbres de la tribu, habrían podido desposar a su madre y llegar a serlo efectivamente, y «madre», a toda mujer que sin infringir los usos de la tribu habría podido engendrarle. Asimismo llama «hermano» y «hermana» no solamente a los hijos de sus verdaderos padres, sino también a todos los de aquellas otras personas que hubieran podido serlo, etc.
Los nombres de parentesco que los australianos se dan entre sí no designan, pues, necesariamente un parentesco de sangre, como sucede en nuestro lenguaje, y representan más bien relaciones sociales que relaciones físicas. En nuestras nurseys, en las que los niños dan el nombre de tíos y tías a todos los amigos y amigas de sus padres, encontramos algo parecido a este sistema clasificador, y asimismo cuando empleamos tales designaciones en un sentido figurado, hablando de «hermanos en Apolo» o «hermanas en Cristo».
La explicación de estas costumbres idiomáticas, que tan singulares nos parecen, se deduce fácilmente cuando las consideramos como supervivencias y caracteres de la institución que el Rvdo. L. Fison ha llamado matrimonio de grupo, y en virtud de la cual un cierto número de hombres ejerce derechos conyugales sobre un cierto número de mujeres. Los hijos nacidos de este matrimonio de grupo tienen, naturalmente, que considerarse unos a otros como hermanos, aunque puedan no tener todos la misma madre y considerar a todos los hombres del grupo como sus padres.
Aunque determinados autores, como Westermarck, en Historia del matrimonio humano, rehúsan admitir las consecuencias que otros han deducido de los nombres usados para designar los parentescos de grupo, los investigadores que han estudiado más detenidamente a los salvajes australianos están de acuerdo en ver en los nombres de parentesco clasificador una supervivencia de la época en la que se hallaba en vigor el matrimonio de grupo, y según Spencer y Gillen, existiría aún actualmente en las tribus de los urabuna y de los dieri una cierta forma de matrimonio de grupo. Así, pues, este matrimonio habría precedido en estos pueblos al individual y no desapareció sin dejar huellas en el lenguaje y en las costumbres.
Sustituyendo ahora el matrimonio individual por el matrimonio de grupo, se nos hace ya comprensible el rigor, en apariencia excesivo, de la prohibición del incesto que en estos pueblos observamos. La exogamia totémica, esto es, la prohibición de relaciones sexuales entre miembros del mismo clan, se nos muestra como el medio más eficaz para impedir el incesto de grupo, medio que fue establecido y adoptado en dicha época y ha sobrevivido mucho tiempo a las razones motivo de su nacimiento.
Aunque de este modo creemos haber descubierto las razones de las restricciones matrimoniales existentes entre los salvajes de Australia, hemos de tener en cuenta que las circunstancias reales presentan una complejidad bastante mayor, inextricable a primera vista. No existen, en efecto, sino muy pocas tribus australianas que no conozcan otras prohibiciones que las determinadas por los límites totémicos. La mayoría se hallan organizadas en tal forma, que se subdividen, en primer lugar, en dos secciones, a las que se da el nombre de clases matrimoniales (las «fratrias» [phratries] de los autores ingleses). Cada una de estas clases es exógama y se compone de un cierto número de grupos totémicos. Generalmente se subdividen cada clase en dos subclases (subfratrias), y de este modo toda la tribu se compone de cuatro subclases, resultando que las subclases ocupan un lugar intermedio entre las fratrias y los grupos totémicos.
El esquema típico de la organización de una tribu australiana puede, por tanto, representarse en la forma siguiente:
Los dos grupos totémicos quedan reunidos en cuatro subclases y dos clases. Todas las subdivisiones son exógenas. (El número de los tótem es escogido arbitrariamente.) La subclase c forma una unidad exógama con la subclase e, y la subclase d con la f. El resultado obtenido por estas instituciones y, por consiguiente, su tendencia, no es nada dudoso. Sirven para introducir una nueva limitación de la elección matrimonial y de la libertad sexual. Si no hubiera más que los doce grupos totémicos, cada miembro de su grupo (suponiendo que cada grupo se compusiese del mismo número de individuos) podría escoger entre las once dozavas partes de las mujeres de la tribu. La existencia de las dos fratrias limita el número de mujeres que pueden elegir cada hombre a seis dozavas partes; esto es, a la mitad. Un hombre perteneciente al tótem a no puede casarse sino con una mujer que forme parte de los grupos uno a seis. La introducción de las dos subclases limita de nuevo la elección, dejándola reducida a tres dozavas partes; esto es, a la cuarta parte de la totalidad. Así, un hombre del tótem a no puede escoger mujer sino entre aquellas de los tótems cuatro, cinco y seis.
Las relaciones históricas que existen entre las clases matrimoniales, de las que ciertas tribus cuentan hasta ocho, y los grupos totémicos no están aún dilucidadas. Vemos únicamente que tales instituciones persiguen el mismo fin que la exogamia totémica y tienden incluso a ir más allá. Pero mientras que la exogamia totémica presenta todas las apariencias de una institución sagrada, de origen y desarrollo desconocido, o sea de una costumbre, la complicada institución de las clases matrimoniales, con sus subdivisiones y las condiciones a ellas enlazadas, parece ser el producto de una legislación consciente e intencional que se hubiera propuesto reforzar la prohibición del incesto, probablemente ante un comienzo de la debilitación de la influencia totémica. Y mientras que el sistema totémico constituye, como ya hemos visto, la base de todas las demás obligaciones sociales y restricciones morales de la tribu, el papel de la fratria se limita en general a la sola reglamentación de la elección matrimonial.
En el curso del desarrollo ulterior del sistema de las clases matrimoniales aparece una tendencia a ampliar la prohibición que recae sobre el incesto natural y el de grupo, haciéndola extensiva a los matrimonios entre parientes de grupo más lejanos, conducta idéntica a la de la Iglesia católica cuando extendió la prohibición que recaía sobre los matrimonios entre hermanos y hermanas, a los matrimonios entre primos, inventando, para justificar su medida, grados espirituales de parentesco.
No tenemos interés ninguno en intentar orientarnos en las complicadas y confusas discusiones que se han desarrollado sobre el origen y la significación de las clases matrimoniales y de sus relaciones con el tótem. Nos bastará señalar el cuidado extraordinario con que los australianos y otros pueblos salvajes velan por el cumplimiento de la prohibición del incesto. Podemos incluso decir que estos salvajes son más escrupulosos en esta cuestión que nosotros mismos. Es posible que, hallándose más sujetos a las tentaciones, precisen de una protección más eficaz contra ellas.
Pero la fobia del incesto que caracteriza a estos pueblos no se ha satisfecho con crear las instituciones que acabamos de describir y que nos parecen dirigidas principalmente contra el incesto de grupo. Hemos de añadir a ellas toda una serie de «costumbres» destinadas a impedir las relaciones sexuales individuales entre parientes próximos y que son observadas con un religioso rigor. No es posible dudar del fin que tales costumbres persiguen. Los autores ingleses las designan con el nombre de «avoidances» (lo que debe ser evitado), y no son privativas de los pueblos totémicos australianos. Pero habré de rogar al lector que se satisfaga con algunos extractos fragmentarios de los abundantes documentos que poseemos sobre este tema.
En la Melanesia recaen tales prohibiciones restrictivas sobre las relaciones del hijo con la madre y las hermanas. Así, en Lepers Island, una de las Nuevas Hébridas, el hijo que ha llegado a una cierta edad abandona el hogar materno y se va a vivir a la casa común (club), en la que duerme y come. Puede visitar todavía su casa para reclamar en ella su alimento; pero cuando su hermana se halla presente, debe retirarse sin comer. En el caso contrario puede tomar su comida sentado cerca de la puerta. Si el hermano y la hermana se encuentran por azar fuera de la casa, debe la hermana huir o esconderse. Cuando el hermano reconoce en la arena las huellas del paso de una de sus hermanas, no debe seguirlos. Igual prohibición se aplica a la hermana. El hermano no puede siquiera nombrar a su hermana y debe guardarse muy bien de pronunciar una palabra del lenguaje corriente cuando dicha palabra forma parte del nombre de la misma. Esta prohibición entra en vigor después de la ceremonia de la pubertad y debe ser observada durante toda la vida. El alejamiento de madre e hijo aumenta con los años, y la reserva observada por la madre es mayor aún que la impuesta al hijo. Cuando le lleva algo de comer, no le entrega directamente los alimentos, sino que los pone en el suelo ante él. No le habla jamás familiarmente, y al dirigirse a él, le dice usted en lugar de tú (entiéndase naturalmente las palabras correspondientes a nuestro usted y nuestro tú). Las mismas costumbres se hallan en vigor en Nueva Caledonia. Cuando un hermano y una hermana se encuentran, se esconde esta última entre los arbustos, y el hermano pasa sin volverse hacia ella.
En la península de las Gacelas, en Nueva Bretaña, la hermana casada no puede dirigir ya la palabra a su hermano, y en lugar de pronunciar su nombre tiene que designarle por medio de una perífrasis.
En Nuevo Mecklenburgo se aplica esta misma prohibición no solamente entre hermano y hermana, sino entre primo y prima. No deben acercarse uno a otro, ni darse la mano, ni hacerse regalos, y cuando quieren hablarse, deben hacerlo a algunos pasos de distancia. El incesto con la hermana es condenado con la horca.
En las islas Fidji son especialmente rigurosas estas prohibiciones y se aplican no solamente a los parientes consanguíneos, sino también a los hermanos y hermanas de grupo. Nos asombra también averiguar que estos salvajes conocen orgías sagradas en el curso de las cuales realizan precisamente las uniones sexuales más estrictamente prohibidas. Pero quizá esta misma contradicción puede darnos la clave de la prohibición. Entre los battas de Sumatra se extienden las prohibiciones a todos los grados de parentesco algo próximo. Sería, por ejemplo, escandaloso que un batta acompañase a su hermana a una reunión. Un hermano batta se siente confuso en presencia de su hermana, incluso habiendo en derredor de ellos otras personas. Cuando un hermano entre en la casa, la hermana o hermanas prefieren retirarse. Igualmente, el padre no permanece nunca a solas con su hija, ni una madre con su hijo. El misionero holandés que relata estas costumbres añade que, por desgracia, están justificadas, pues se admite generalmente por este pueblo que una conversación a solas entre un hombre y una mujer ha de llevarlos fatalmente a una ilícita intimidad, y como se hallan amenazados de los peores castigos y de las más graves consecuencias cuando se hacen culpables de relaciones sexuales con parientes próximos, no es sino muy natural que piensen en preservarse por medio de prohibiciones de este género de toda posible tentación.
Entre los barongos de la bahía de Delangoa, en África, se imponen al hombre las prescripciones más severas con respecto a su cuñada; esto es, a la mujer del hermano de su esposa. Cuando un hombre encuentra en algún lado a dicha persona peligrosa para él, la evita cuidadosamente. No se atreve a comer en el mismo plato que ella, y no le habla sino temblando. No se decide a entrar en su cabaña y la saluda con voz temblorosa.
Entre los akamba (o wacamba) del este africano inglés existe una prohibición que hubiéramos esperado hallar más frecuentemente. Durante el período comprendido entre la pubertad y el matrimonio deben las jóvenes solteras eludir cuidadosamente a su padre. Se ocultan cuando le encuentran en la calle, no se sientan jamás a su lado y observan esta costumbre hasta los esponsales. A partir del día de su matrimonio quedan libres de toda prohibición las relaciones entre ellas y el padre.
La prohibición más extendida, severa e interesante, incluso para los pueblos civilizados, es la que recae sobre las relaciones entre yerno y suegra. Existe en todos los pueblos australianos, pero se la ha hallado también en los pueblos melanesios y polinesios, y entre los negros africanos en general, allí donde encontramos algunas huellas del totemismo y aun en algunos pueblos en los que no nos es posible descubrirlas. En algunos de estos pueblos hallamos prohibiciones análogas referentes a las relaciones anodinas entre una mujer y su suegro, pero estas prohibiciones son menos constantes y severas que las anteriormente citadas. En algunos casos aislados se refieren a ambos suegros.
Como por lo que respecta a la prohibición de las relaciones entre suegra y yerno nos interesa menos la difusión etnográfica que el contenido y el propósito de la prohibición, continuaremos limitándonos a citar algunos ejemplos. En las islas Bango son muy severas y crueles tales prohibiciones. El yerno y la suegra deben evitar aproximarse el uno al otro. Cuando por casualidad se encuentran en el camino, la suegra debe apartarse y volver la espalda hasta que el yerno haya pasado, o inversamente.
En Vanna Lava (Port Patterson), el yerno no entrará en la playa si por ella ha pasado su suegra antes que la marea haya hecho desaparecer en la arena la huella de los pasos de la misma. Sin embargo, pueden hablarse a cierta distancia, pero les está prohibido a ambos pronunciar el nombre del otro.
En las islas Salomón, el hombre casado no debe ver ni hablar a su suegra. Cuando la encuentra, finge no conocerla y echa a correr con toda la rapidez posible para esconderse.
Entre los zulúes existe la costumbre de que el hombre se avergüence de su suegra y haga todo lo posible para huir de su compañía. No entra en la cabaña hallándose ella dentro, y cuando se encuentran, debe esconderse uno de ellos entre los arbustos. El hombre puede también taparse la cara con el escudo. Cuando no le es posible evitarse ni esconderse, anuda la mujer a la cabeza un tallo de hierba como signo de acatamiento al ceremonial. Las relaciones entre ellos se efectúan por medio de una tercera persona o hablándose en voz alta, separados por un obstáculo natural, el recinto del kraal, por ejemplo. Ninguno de ellos debe pronunciar el nombre del otro.
Entre los basoga, tribu negra que habita en la región de las fuentes del Nilo, el hombre no puede hablar a su suegra sino hallándose la misma en otra habitación de la casa y oculta a sus ojos. Este pueblo tiene un tal horror al incesto, que lo castiga incluso entre los animales domésticos.
Mientras que la intención y la significación de las demás prohibiciones concernientes a las relaciones entre parientes no provoca la menor duda, siendo interpretadas por todos los observadores como medidas preservativas del incesto, no sucede lo mismo con las interdicciones que tienen por objeto las relaciones con la suegra, interdicciones a las que ciertos autores han dado una interpretación en absoluto diferente. Se ha encontrado con razón inconcebible que todos estos pueblos manifiesten un gran temor ante la tentación personificada por una mujer ya madura, que sin ser la madre del individuo de que se trate, pudiera, sin embargo, considerarle como hijo suyo.
Idéntica objeción se ha opuesto a la teoría de Fison, según la cual obedecerían estas prohibiciones a la necesidad de llenar la laguna que en ciertos sistemas de clase matrimoniales supone la posibilidad del matrimonio entre yerno y suegra.
Sir John Lubbock (en su obra Origin of Civilization) hace remontar al rapto primitivo (mariage by capture) esta actitud de la suegra con respecto al yerno. «Mientras existió realmente el rapto de mujeres, no podían los suegros ver a su yerno, el raptor, con buenos ojos. Pero al cesar esta forma de matrimonio, no dejando tras de sí sino sus símbolos, quedó simbolizada a su vez dicha mala voluntad, y la costumbre de que nos ocupamos ha persistido incluso después de haber sido olvidado su origen.» Crawley ha demostrado fácilmente que esta tentativa de explicación no tiene en cuenta la realidad de los hechos.
E. B. Taylor opina que la actitud de la suegra con respecto al yerno no es sino una forma del no reconocimiento (cutting) de este último por la familia de su mujer. El hombre es considerado como un extranjero hasta el nacimiento de su primer hijo. Salvo con relación a aquellos casos en los que, realizada esta condición, no termina la prohibición indicada, resulta inadmisible esta interpretación de Taylor, pues no explica que haya habido necesidad de fijar de una manera precisa la naturaleza de las relaciones entre yerno y suegra, dejando, por tanto, a un lado el factor sexual y no teniendo en cuenta el sagrado temor que parece manifestarse en tales mandamientos prohibitivos.
Una mujer zulú, preguntada por las razones de la prohibición, dio la siguiente respuesta, dictada por un sentimiento de delicadeza: «El hombre no debe ver los senos que han alimentado a su mujer».
Sabido es que incluso en los pueblos civilizados constituyen las relaciones entre yerno y suegra uno de los lados más espinosos de la organización familiar. No existe ciertamente entre los pueblos blancos de Europa y de América prohibición alguna relativa a estas relaciones; pero se evitarían muchos conflictos y molestias si tales prohibiciones existieran, aun a título de costumbres, sin que determinados individuos se vieran obligados a establecerlas para su uso personal. Más de un europeo se sentirá inclinado a ver un acto de alta sabiduría en las prohibiciones opuestas por los pueblos salvajes a la relación entre dichas dos personas de parentesco tan cercano. No puede dudarse de que la situación psicológica del yerno y la suegra entraña algo que favorece la hostilidad y hace muy difícil su vida en común. La generalidad con la que se hace objeto preferente de chistes y burlas a estas relaciones constituiría ya una prueba de que entrañan elementos decididamente opuestos. A mi juicio, trátase aquí de relaciones «ambivalentes», compuestas a la vez de elementos afectuosos y elementos hostiles.
Algunos de estos afectos resultan fácilmente inexplicables. Por parte de la suegra hay el sentimiento de separarse de su hija, la desconfianza hacia el extraño al que la misma se ha entregado y la tendencia a imponer, a pesar de todo, su autoridad, como lo hace en su propia casa. Por parte del yerno hay la decisión de no someterse más a ninguna voluntad ajena, los celos de aquellas personas que gozaron antes que él de la ternura de su mujer y -last not least- el deseo de no dejarse turbar en la ilusión que le hace conceder un valor exagerado a las cualidades de su joven mujer. En la mayoría de los casos es la.suegra la que disipa esta ilusión, pues le recuerda a su mujer por los numerosos rasgos que con ella tiene comunes, faltándole, en cambio, la belleza, la juventud y la espontaneidad de alma que le hace amar a la hija.
El conocimiento de los sentimientos ocultos que el examen psicoanalítico de los hombres nos proporciona nos permite añadir otros motivos a aquellos que acabamos de enumerar. La mujer encuentra en el matrimonio y en la vida de familia la satisfacción de sus necesidades psicosexuales, pero al mismo tiempo no deja tampoco de hallarse amenazada constantemente del peligro de insatisfacción procedente de la cesación prematura de las relaciones conyugales y del vacío afectivo que de ella puede resultar. La mujer que ha logrado descendencia se preserva al envejecer, de este peligro, por su identificación por sus retoños y la parte activa que toma en la vida afectiva de los mismos. Suele decirse que los padres se rejuvenecen junto a sus hijos. Es ésta, en efecto, una de las ventajas más preciadas que a ellos deben. La mujer estéril se encuentra así privada de uno de sus mejores consuelos y compensaciones de las privaciones a las que ha de resignarse en su vida conyugal. La identificación afectiva con la hija llega en algunas madres hasta compartir el amor de la misma hacia su marido, circunstancia que en los casos más agudos conduce a graves formas de neurosis, a consecuencia de la violenta resistencia psíquica que contra tal inclinación afectiva se desarrolla en la sujeto.
La tendencia a este enamoramiento de suegra a yerno es harto frecuente y puede manifestarse tanto positivamente como en una forma negativa. Sucede, en efecto, muchas veces que la sujeto dirige hacia su yerno los componentes hostiles y sádicos de la excitación erótica, con objeto de reprimir más seguramente los elementos contrarios, prohibidos.
La actitud del hombre con respecto a la suegra queda complacida por sentimientos análogos, pero procedentes de otras fuentes. El camino de la elección de objeto le ha conducido desde la imagen de su madre, y quizá también desde la de su hermana, a su objeto actual. Huyendo de todo pensamiento o intención incestuosos, ha transferido su amor, o si se quiere, sus preferencias, desde las dos personas amadas en su infancia, a una persona extraña formada a imagen de las mismas. Pero posteriormente viene la suegra a sustituir a su propia madre y madre de su hermana, y el sujeto siente nacer y crecer en él la tendencia a sumirse de nuevo en la época de sus primeras elecciones amorosas, mientras que todo él se opone a tal tendencia. El horror que el incesto le inspira exige que no recuerde la genealogía de su elección amorosa. La existencia real y actual de la suegra, a la que no ha conocido desde su infancia, y cuya imagen no actúa, por tanto, sobre él desde su inconsciente, le hace fácil la resistencia. Un cierto matiz de irradiación y de odio que discernimos en la complejidad de sus sentimientos nos permite suponer que la suegra representa realmente para el yerno una tentación incestuosa. Por otra parte, sucede frecuentemente que el hombre se enamora de su futura suegra antes de transferir su inclinación a la hija.
Nada, a mi juicio, nos impide admitir que es este factor incestuoso el que ha motivado entre los salvajes las prohibiciones que recaen sobre las relaciones entre yerno y suegra. De este modo, nos inclinamos a aceptar la opinión de Fison, que no ve en tales prohibiciones sino una protección contra el incesto posible. Lo mismo podríamos decir de todas aquellas otras prohibiciones referentes a las relaciones entre parientes consanguíneos o políticos. No.existiría sino la sola diferencia de que en el primer caso, siendo directo el incesto, podría ser consciente la intención preservadora, mientras que en el segundo, que comprende las relaciones entre yerno y suegra, no sería el incesto sino una tentación imaginaria de fases intermedias inconscientes.
Este horror de los salvajes al incesto es conocido desde hace mucho tiempo y no precisa de ulterior interpretación, razón por la cual no nos ha dado gran ocasión de mostrar que la aplicación de los métodos psicoanalíticos arroja nueva luz sobre los hechos de la psicología de los pueblos. Todo lo que podemos agregar a la teoría reinante es que el temor al incesto constituye un rasgo esencialmente infantil y concuerda sorprendentemente con lo que sabemos de la vida psíquica de los neuróticos. El psicoanálisis nos ha demostrado que el primer objeto sobre el que recae la elección sexual del joven es de naturaleza incestuosa condenable, puesto que tal objeto está representado por la madre o por la hermana, y nos ha revelado también el camino que sigue el sujeto, a medida que avanza en la vida, para sustraerse a la atracción del incesto. Ahora bien: en el neurótico hallamos regularmente restos considerables de infantilismo psíquico, sea por no haber logrado libertarse de las condiciones infantiles de la psicosexualidad, sea por haber vuelto a ellas (detención del desarrollo o regresión). Tal es la razón de que las fijaciones incestuosas de la libido desempeñen de nuevo o continúen desempeñando el papel principal de su vida psíquica inconsciente. De este modo, llegamos a ver en la actitud incestuosa con respecto a los padres el complejo central de la neurosis.
Esta concepción del papel del incesto en la neurosis tropieza naturalmente con la incredulidad general de los hombres adultos y normales, oponiéndose a ella igual resistencia que, por ejemplo, a los trabajos de Otto Rank, en los que se indica ampliamente el papel que el incesto desempeña en las creaciones poéticas y se demuestra cuán ricos materiales ofrecen a la poesía sus innumerables variaciones y deformaciones. Nos vemos obligados a admitir que esta resistencia proviene, sobre todo, de la profunda aversión que el hombre experimenta por sus deseos incestuosos de épocas anteriores, total y profundamente reprimidos en la actualidad. Así, pues, no carece de importancia el poder demostrar que los pueblos salvajes experimentan aún de un modo peligroso, hasta el punto de verse obligados a defenderse contra ellos, con medidas excesivamente rigurosas, los deseos incestuosos destinados a sumirse un día en lo inconsciente.
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