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Año: 9, Noviembre 1967 No. 161

Laisez Faire o Dictadura

Por Ludwig von Mises

Traducción de Gustavo R. Velasco

N. del D. Pocas expresiones han sido tan calumniadas como la del «laissez faire», a la cual se le odia sin conocerla porque es uno de los términos que se han convertido en mala palabra. Este magnifico estudio del profesor Mises aclara el significado exacto de «laissez faire».

Lo que dice la «Enciclopedia de las Ciencias Sociales» acerca del laissez faire.

Durante más de cien años, la máxima laissez faire, laissez passer ha sacado de sus casillas a los que anuncian el advenimiento del despotismo totalitario. Según el sentir de estos sectarios, dicha máxima condensa todos los vergonzosos principios del capitalismo. Descubrir sus falacias equivale, por consiguiente, a destruir los cimientos ideológicos del sistema de propiedad privada de los medios de producción y a demostrar implícitamente la excelencia de sus antítesis, a saber, el comunismo y el socialismo.

La Enciclopedia de las Ciencias Sociales puede considerarse fundamentalmente como representativa de las doctrinas que enseñan en las universidades y otros planteles de instrucción superior. Su volumen noveno contiene un artículo intitulado «Laissez Faire», debido a la pluma del profesor de Oxford y autor de narraciones detectivescas, G. D. H. Cole. En las cinco páginas y cuarto que abarca su contribución, el Profesor Cole emplea con abundancia varios epítetos despectivos. La. máxima Laissez Faire «no resiste un examen», tiene ascendiente tan sólo en «la economía popular», se halla «en quiebra desde el punto de vista teórico», es un «anacronismo», sobrevive exclusivamente en calidad de «prejuicio», pero «como doctrina merecedora de respeto teórico está muerta». A pesar de recurrir a éstos y otros muchos calificativos vilipendiosos por el estilo, el autor no logra ocultar el hecho de que sus argumentos en absoluto se refieren a la verdadera cuestión. El Profesor Cole no está capacitado para discutir los problemas que están en juego porque sencillamente ignora qué es la economía de mercado y cómo funciona. La única afirmación correcta que se encuentra en su artículo es la perogrullada de que quienes rechazan el laissez faire son socialistas. También tiene razón cuando declara que la refutación del laissez faire «se destaca tanto en la idea nacionalista del Fascismo en Italia como en el Comunismo Ruso». El volumen que comprende el artículo del señor Cole fue publicado en enero de 1933, lo que explica por qué no incluyó a la Alemania Nazista en las filas de las naciones que se han libertado del influjo de la siniestra máxima. Se limita a notar con satisfacción que la concepción que rechaza el laissez faire «inspira muchos proyectos de planeación nacional que se están promoviendo en la actualidad en todo el mundo, en gran parte bajo la influencia rusa».



El laissezfaire significa economía de mercado libre.

Historiadores eruditos han consagrado sus desvelos a la cuestión concerniente a quién debe atribuirse el origen de la máxima laissez faire, laissez passer 1

Por lo menos está fuera de discusión que en la segunda parte del siglo dieciocho los principales campeones franceses de la libertad económica, en primer lugar entre ellos Gournay, Quesnay, Turgot y Mirabeau, comprimieron su programa en esta frase para uso del público. Su objetivo era el establecimiento de una economía de mercado sin trabas. Para alcanzar este fin abogaban por la abolición de todas las leyes que impedían que los miembros más industriosos y eficientes de la población aventajaran a sus competidores menos industriosos y eficientes de la población y que restringían la movilidad de las mercancías y de los hombres. Para expresar esto fue para lo que se acuñó la famosa máxima.

Al emplear ocasionalmente las palabras laissez faire, laissez passer, los economistas del siglo dieciocho no tuvieron la intención de bautizar su filosofía social con el nombre de doctrina de laissez faire. Concentraron sus esfuerzos en elaborar un nuevo sistema de ideas sociales y políticas para beneficio de la humanidad. No anhelaban organizar una facción o partido ni encontrarle nombre. Fue sólo más tarde, en la segunda década del siglo diecinueve, cuando el término llegó a designar el conjunto de la filosofía política de la libertad, es decir, del liberalismo. La nueva palabra se tomó de España, donde identificaba a los amigos del gobierno constitucional y de la libertad religiosa. Muy pronto se usó en toda Europa como santo y seña de los esfuerzos de quienes estaban a favor del gobierno representativo, de la libertad de pensamiento, de palabra y de imprenta, de la propiedad privada de los medios de producción y del libre cambio.

El programa liberal constituye un todo indivisible e indisoluble, no un mosaico formado arbitrariamente con elementos componentes de diversa índole. Sus varias partes se apoyan recíprocamente. La idea de que puede conservarse la libertad política cuando falta la libertad económica, y viceversa, es una ilusión. La libertad política es un corolario de la económica. No es una casualidad que la era del capitalismo se haya convertido asimismo en la era del gobierno por el pueblo. Si los individuos no gozan de libertad para comprar y vender en el mercado, se vuelven al igual de esclavos, que dependen de la buena voluntad de un gobierno omnipotente, sean cuales fueren los términos de la constitución.

Los padres del socialismo y del intervencionismo moderno se daban clara cuenta de la incompatibilidad de sus programas con los postulados políticos del liberalismo. El blanco principal de sus ataques lo fue el liberalismo en conjunto. No establecieron distinciones entre los aspectos políticos y los económicos del liberalismo.

Pero con el transcurso de los años, los socialistas e intervencionistas de los países anglosajones descubrieron que era una empresa imposible atacar el liberalismo y la idea de la libertad abiertamente. El prestigio de las instituciones liberales era tan abrumador en el mundo de habla inglesa, que ningún partido podría correr el riesgo de desafiarlas en forma directa. La única perspectiva de buen éxito del anti-liberalismo estribaba en camuflarse a sí mismo con el verdadero y auténtico liberalismo y en atacar las actitudes de todos los demás partidos como un simple liberalismo falsificado. Los socialistas del continente europeo habían calumniado y menospreciado al liberalismo y al progresismo fanáticamente y se habían burlado con desdén de la democracia, llamándola «pluto-democracia». Aunque al principio adoptaron el mismo procedimiento, sus imitadores anglosajones invirtieron su semántica después de algún tiempo y se arrogaron los apelativos de liberales, progresistas y demócratas. Empezaron a negar de plano que la libertad política constituya el corolario de la económica y afirmar audazmente que las instituciones democráticas únicamente pueden funcionar en forma satisfactoria cuando el gobierno posee un control completo de las actividades productivas y cuando el ciudadano individual está obligado a obedecer incondicionalmente todas las órdenes que expida el consejo central de planeación. A sus ojos, la regimentación integral constituye el único medio de hacer que la gente sea libre; el monopolio oficial de la imprenta y las actividades editoriales es la mejor garantía de la libertad de prensa. Ningún escrúpulo los inquietó cuando robaron el buen y viejo nombre de liberalismo y cuando comenzaron a llamar liberales a sus propias creencias y normas de acción. En los Estados Unidos de América el vocablo «liberalismo» se emplea en la actualidad como sinónimo de comunismo con más frecuencia que como antónimo de dicho sistema de organización.

La innovación semántica que los socialistas e intervencionistas iniciaron de esta guisa dejó a los partidarios de la libertad sin nombre alguno. No se disponía ya de ningún término que fuera aplicable a quienes creen que la propiedad privada de los medios de producción constituye el mejor, inclusive el único medio de conseguir que una nación y todos los individuos que la formen sean lo más próspero posible y de hacer que funcione debidamente el gobierno representativo. Los socialistas e Intervencionistas piensan que tales personas no merecen nombre alguno, sino que se debe hacer referencia a ellas mediante epítetos insultantes, tales como los de «autócratas económicos», «sicofantes de Wall Street», «reaccionarios» y otros por el estilo.

El argumento de Cairnes en contra del laissez faire.

Hoy día ha dejado de ser difícil para los hombres inteligentes comprender que la alternativa que se ofrece es la de economía de mercado o comunismo. La producción puede ser dirigida por todos los habitantes de un país, al comprar o abstenerse de hacerlo, o por las órdenes del jefe supremo del estado. Los hombres deben elegir entre estos dos sistemas de organización económica de la sociedad. No existe ninguna tercera solución, ningún camino intermedio.

Es un hecho lamentable que no sólo los políticos y los demagogos han dejado de percibir esta verdad esencial, sino que hasta algunos economistas han errado al ocuparse de los problemas relacionados con ella.

No es necesario detenernos en la desafortunada influencia que dimanó de la manera confusa como John Stuart Mill trató la intervención del gobierno en la actividad económica. Leyendo la autobiografía de Mill se advierte con evidencia que el cambio en su modo de pensar, que tuvo como consecuencia lo que él llama «una mayor aproximación... a un socialismo con reservas» , fue motivado por sentimiento y afectos puramente personales y no por un razonamiento libre de emociones. Incuestionablemente que una de las tareas de la teoría económica consiste en refutar los errores que deforman las disquisiciones de un pensador tan eminente como Mill. Pero es innecesario controvertir con los prejuicios de la señora Mill.

Algunos años después de Mill, otro destacado economista, J. E. Cairnes, se ocupó del mismo problema. . Como filósofo y ensayista, Mill sobrepasa a Cairnes ampliamente. Como economista, en cambio, Cairnes no era inferior a Mill y sus aportaciones a la epistemología de las ciencias sociales revisten un valor e importancia incomparablemente mayores que las de Mill. A pesar de ello, el análisis que hace Cairnes del laissez faire no muestra la brillante precisión del razonamiento que constituye la señal distintiva de sus restantes escritos.

En opinión a Cairnes, en la doctrina del laissez faire va implícita la afirmación de que «los impulsos del interés propio determinarán a los individuos a seguir espontáneamente el camino que redundará en su mayor beneficio y en el del conjunto, en todos aquellos aspectos de su conducta que se relacionen con su bienestar material». Esta afirmación, dice, «encierra los dos supuestos siguientes: primero, que los intereses de los seres humanos son fundamentalmente idénticos, que lo que es mayormente en mi interés, también conviene en mayor grado a otros individuos; y segundo, que los hombres conocen sus intereses en el sentido en que son coincidentes con los intereses de sus semejantes, y que, cuando no media una coacción, los seguirán en el referido sentido. Si estas dos proposiciones logran demostrarse, la política del laissez faire... se desprende de ellas con rigor científico». Cairnes está dispuesto a aceptar la primera premisa del silogismo, o sea la mayor, relativa a que los intereses de los seres humanos son fundamentalmente los mismos. Pero rechaza la segunda premisa, la menor . «Los seres humanos conocen y siguen sus intereses de acuerdo con sus luces y disposiciones; pero no lo hacen necesariamente, ni siempre en la práctica, en el sentido en que el interés del individuo es coincidente con el de otros y el del conjunto»

Aceptemos, para los efectos de la discusión, la forma en que Cairnes presenta el problema y en que argumenta. Los seres humanos están expuestos a errar y es así como en ocasiones ignoran lo que sus verdaderos intereses les exigirían que hicieran. Además, hay «en el mundo cosas tales como el apasionamiento, los prejuicios, las costumbres, el esprit de corps y los intereses de clase, que impiden que la gente persiga sus intereses en el sentido más amplio y elevado» Es muy deplorable que tal sea la realidad. Pero debemos preguntar si existe algún medio a nuestra disposición, que evite que la humanidad sufra a resultas de criterios equivocados y de mala fe. ¿No resulta ilógico suponer que sería posible evitar las consecuencias desastrosas de estas debilidades humanas con sólo sustituir el arbitrio del gobierno al de los ciudadanos individuales? ¿Es que los gobiernos están dotados de perfección intelectual y moral? ¿Acaso los gobernantes no son humanos también y no están sujetos a las flaquezas y las deficiencias humanas?

La doctrina teocrática es consistente cuando atribuye al jefe del gobierno poderes sobrehumanos. Los monarquistas franceses sostenían que la consagración solemne que se efectuaba en Reims transmitía al rey de Francia la gracia divina, al ser ungido con el óleo sagrado que una paloma trajo del cielo para la consagración de Clodoveo: el legítimo monarca no puede errar, ni causar mal y el contacto de su mano real cura la tisis. No menos consistente fue el finado profesor alemán Werner Sombart, cuando declaró que el principio del Führertum constituía una revelación permanente y que el Führer recibe órdenes directamente de Dios, Führer supremo del Universo. . Una vez admitidas estas premisas, resulta imposible oponer objeciones a la planeación y el socialismo. ¿Por qué tolerar la incompetencia de gentes torpes y mal intencionadas, si una autoridad enviada por Dios puede hacernos prósperos y felices?

Pero Cairnes no está dispuesto a aceptar «el principio del control por el estado, la doctrina de un gobierno paternalista» . Sus disquisiciones se esfuman en palabras vagas y contradictorias, que dejan la cuestión pertinente sin contestar. No comprende que es indispensable elegir entre la supremacía de los individuos y la del gobierno. Alguien tiene que decidir cómo se emplearán los factores de la producción y qué se producirá. Si no son los consumidores quienes lo determinan, al comprar o abstenerse de comprar en el mercado, tendrá que serlo el gobierno mediante el empleo de la coerción.

Si rechaza uno el laissez faire debido a la falibilidad y la debilidad moral del hombre, debe uno rechazar toda clase de acción gubernamental por las mismas razones. La manera de argumentar de Cairnes, en el supuesto de que no forme parte de una filosofía teocrática, como la de los monarquistas franceses o de los nazis alemanes, conduce al anarquismo y nihilismo completos.

Una de las tergiversaciones a que recurren los que se autollaman «progresistas», con el objeto de desacreditar al laissez faire, consiste en afirmar que la aplicación consistente de ese principio tiene que dar la anarquía como resultado. No es necesario detenerse en esta falacia. Es más importante subrayar el hecho de que la argumentación de Cairnes contra el laissez faire, cuando se sigue hasta sus consecuencias lógicas inevitables, es esencialmente anarquista.

La «planeación consciente» contra «las fuerzas automáticas»

Según ven las cosas los que se designan a si mismos como «progresistas», tenemos que escoger entre las «fuerzas automáticas» y la«planeación consciente» . Es evidente, continúan, que confiar en los procesos automáticos es una pura estupidez. Ningún hombre razonable puede recomendar con seriedad que no se haga nada y que se dejen las cosas como están, sin emprender acción alguna de carácter intencional. Por el solo hecho de ser una manifestación de acción consciente, un plan resulta incomparablemente superior a la ausencia de planeación. Laissez faire según ellos significa: dejemos que los males subsistan y abstengámonos de tratar de mejorar la suerte de la humanidad mediante una acción razonable.

Esta manera de hablar es absolutamente falaz y engañosa. El argumento que se aduce a favor de la planeación deriva en su integridad de una interpretación inadmisible de una metáfora. No tiene más fundamento que las connotaciones que lleva consigo el término «automático», que es usual emplear en un sentido metafórico a fin de describir el funcionamiento del mercado. Automático, dice el Diccionario Conciso de Oxford quiere decir «inconsciente, carente de inteligencia, puramente mecánico». Automático, explica el Diccionario de Webster para uso de institutos de educación superior , significa «no sujeto a control de la voluntad... ejecutado sin reflexionar sobre ello y sin intención ni dirección consciente». ¡Qué victoria para el campeón de la planeación jugar esta carta!

La verdad es que la disyuntiva no consiste en escoger entre un mecanismo muerto y un automatismo rígido, por una parte, y la planeación consciente, por la otra. No hay tal alternativa entre plan y falta de plan. La cuestión verdadera es quién ha de hacer la planeación. ¿Debe planear para sí mismo cada miembro de la sociedad o debe un gobierno paternal ser el único que planee para todos? El punto a discusión no esel automatismo contra la acción consciente; es la acción espontánea de cada individuo contra la acción exclusiva del gobierno. Es la libertad contra la omnipotencia gubernamental.

Laissez faire no significa: dejemos que actúen fuerzas mecánicas y sin alma. Significa: dejemos a los individuos que elijan cómo desean cooperar en la división del trabajo social y que determinen lo que los empresarios deben producir. La planeación significa: dejemos que el gobierno sea el único que decida y que lleve a la práctica sus medidas por medio del aparato de coerción y coacción.

La satisfacción de las «verdaderas» necesidades del hombre.

Bajo el laissez faire, sostiene el partidario de la planeación, no se producen aquellos artículos que las gentes necesitan «realmente», sino aquellos otros de cuya venta se esperan las utilidades más elevadas. El objetivo de la planeación es encauzar la producción a la satisfacción de las «verdaderas» necesidades. ¿Pero quién debe resolver cuáles son esas necesidades «verdaderas»?

Así por ejemplo, el Profesor Harold Laski, presidente anterior del Partido Laborista Británico, fija como meta de la dirección planeada de las inversiones «que los ahorros del inversionista se utilicen en casas para habitación, más bien que en cinematógrafos» . No importa que uno esté o no esté de acuerdo con el punto de vista del profesor, en el sentido de que las casas de mejor calidad son más importantes que las películas cinematográficas. El hecho es que los consumidores han hecho una elección diversa, al gastar parte de su dinero en boletos para el cine. Si las masas de la Gran Bretaña, las mismas gentes cuyos votos elevaron al Partido Laborista al poder, dejaran de asistir al cinematógrafo y se dedicaran a gastar más en casas y apartamientos, los hombres de negocios, impelidos por su deseo de obtener ganancias, se verían obligados a aumentar sus inversiones en la construcción de residencias y edificios para apartamientos y a disminuir las destinadas a producir películas. Lo que el Profesor Laski persigue es contrariar los deseos de los consumidores y sustituir su propia voluntad a la de aquellos. Quiere abolir la democracia del mercado y establecer el gobierno absoluto de un czar de la producción. Tal vez pretenda que tiene razón desde un punto de vista «más elevado» y que, en calidad de super-hombre, está llamado a imponer su escala personal de valores a la multitud compuesta de hombres inferiores. Si ése fuere el caso, debería tener la franqueza de decirlo llanamente.

Todo este apasionado elogio de la superioridad de la acción oficial no pasa de ser un pobre disfraz para la auto-deificación de cada intervencionista. El gran dios del estado lo es tan sólo porque se espera que hará precisamente lo que el propugnador del intervencionismo desea que se realice. Únicamente aquel plan que merece la aprobación cabal del planeador de que se trata, es un plan verdadero. Todos los demás son meros planes falsificados. Al hablar de «plan» lo que el autor de un libro sobre loe beneficios de la planeación tiene en la mente, es siempre su propio plan. Ningún partidario de la planeación ha tenido la perspicacia suficiente para pensar en la posibilidad de que el plan que el gobierno ponga en práctica, difiera de su plan predilecto.

Los distintos amigos de la planeación coinciden únicamente por lo que respecta a su repulsa del laissez faire, es decir, del arbitrio del individuo para elegir y para obrar. Difieren radicalmente por lo que se refiere a la selección del plan único para adoptar. Siempre que se ponen de manifiesto los defectos evidentes e incontestables de la política intervencionista, los campeones de este sistema reaccionan de la misma manera. Estas faltas, contestan, representan los pecados de un intervencionismo espurio; lo que nosotros propugnamos es un buen intervencionismo, no uno malo. Y, por supuesto, el intervencionismo bueno es exclusivamente el propio del profesor en cuestión.

Normas de acción «positivas» contra normas «negativas»

Al ocuparnos del auge del estatismo moderno, en sus dos manifestaciones de socialismo e intervencionismo, es preciso no descuidar el papel preponderante que han desempeñado los grupos de presión y las camarillas formadas por empleados públicos y por universitarios emprendedores, deseosos de ocupar puestos en el gobierno. En la marcha de Europa hacia la «reforma social», dos asociaciones sobresalieron: la Fabian Society en Inglaterra y la Verein Für Sozialpolitik en Alemania. La Fabian Society contó en sus primeros tiempos con «una representación totalmente desproporcionada de empleados públicos». . Con respecto a la Verein für Sozialpolitik, uno de sus fundadores y jefes más eminentes, el Profesor Lujo Brentano, reconoció que en un principio no tuvo eco sino entre los empleados del gobierno

No debe sorprendernos que la mentalidad burocrática se haya reflejado en las prácticas semánticas de las nuevas facciones. Considerada desde el punto de vista de los intereses especiales de grupo de los funcionarios, toda medida que hace que aumente la nómina del gobierno, significa un progreso. Los políticos que favorecen una medida de esa clase contribuyen positivamente al bienestar, en tanto que quienes se oponen tienen una actitud negativa. Muy pronto se generalizó esta innovación lingüística. Los intervencionistas, al reivindicar para si el apelativo de liberales, explicaban que sobraba decir que eran liberales que contaban con un programa positivo, por oposición al programa puramente negativo de los «ortodoxos» partidarios del laissez faire.

De esta suerte quien aboga por las tarifas aduanales, la censura, el control de cambios y el de precios, apoya un programa positivo que creará empleos para funcionarios aduanales, censores y escribientes de las oficinas que controlen los precios y las transacciones con divisas extranjeras. En cambio, los que están a favor del libre cambio y de la libertad de imprenta son malos ciudadanos, son negativos: el laissez faire es la encarnación del negativismo, en tanto que el socialismo, que convierte a todo mundo en empleado público, es positivo en un 100%; mientras más se aparta del liberalismo un antiguo liberal, más «positivo» se hace.

Casi no se requiere hacer hincapié en que todo esto es un despropósito. El que una idea se enuncie mediante una proposición afirmativa o negativa depende por completo de la forma que a su autor le plazca darle. La proposición «negativa», soy contrario a la censura es idéntica a la proposición «positiva», soy partidario de que todo hombre tenga derecho a hacer públicas sus opiniones. El laissez faire ni siquiera bajo un aspecto formal representa una fórmula negativa; antes bien, es lo contrario del laissez faire lo que tendría carácter negativo. En esencia, la máxima propugna la propiedad privada de los medios de producción. Esto supone, evidentemente, que rechaza el socialismo. Los defensores del laissez faire no objetan la intervención del gobierno en la actividad económica porque «odien» al «estado» o porque estén adheridos a un programa «negativo». Se oponen a ella porque es incompatible con su programa positivo y propio, el de la economía de mercado libre

CONCLUSIÓN

El laissez faire significa: dejemos que el ciudadano individual, el hombre común y corriente de que tanto se habla, elija y actúe en vez de obligarlo a obedecer a un dictador.





El Centro de Estudios Económico-Sociales, CEES, fue fundado en 1959. Es una entidad privada, cultural y académica , cuyos fines son sin afan de lucro, apoliticos y no religiosos. Con sus publicaciones contribuye al estudio de los problemas económico-sociales y de sus soluciones, y a difundir la filosofia de la libertad.

Apto. Postal 652, Guatemala, Guatemala

correo electrónico: cees@cees.org.gt



http://www.cees.org.gt

Permitida su Reproducción con fines educativos y citando la fuente.



1 [i] Consúltese especialmente a A. Oncken, Die Maxime Laissez faire et laissez passer, ihr Ursprung, ihr Werden. Bern a 1886; G. Schelle, Vincent de Gournay París 1897, págs. 214-226.

[ii] Comp. J. St. Mill, Autobiography. Londres 1873. pág. 191.

[iii] Comp. J. E. Cairnes, Poiltical Economy and Laissez Faire (Alocución pronunciada en University College, Londres, en noviembre de 1870, reimpresa en Essays in Political Economy, Londres 1873. págs. 232-264).

[iv] Comp. Cairnes, 1 c., págs. 244-245.

[v] Comp. Cairnes, 1. c., pág. 250.

[vi] Comp. Cairnes, 1. c., pág. 246.

[vii] Comp. W. Sombart. Deutscher Sozialismus, Charlotemburgo 1934, pág. 213. (Edición norteamericana: A New Social Philosophy, traducida por E. F. Geiser, Princeton 1937, pág. 194).

[viii] Comp. Cairnes, 1. c., pág. 251.

[ix] Comp. A. H. Hansen, Social Planning for Tomorrow (en The United States after the War Conferencias. de la Universidad de Cornell, Itaca 1945), págs. 32-33.

[x] Tercera edición, Oxford 1934, pág. 74.

[xi] Quinta edición, Springfield 1946, pág. 73.

[xii] Comp. la radiodifusión de Laski, Revolution by Consent, reimpresa en Talks. vol. X, número 10, pág. 7 (octubre 1945).

[xiii] Comp. A. Gray. The Socialist Tradition Moses to Lenin, Londres, 1946, pág. 385

[xiv] Comp. L. Brentano, Ist das «System Brentano» zusammengebrochen Berlín 1918, pág. 19

[xv] El autor de este trabajo refutó la distinción de que se habla, entre el socialismo e intervencionismo «positivos» y «constructivos», por un lado, y el liberalismo «negativo» del tipo del Laissez faire, por otro, en su artículo socialliberalismus, publicado por primera vez en 1926 en Zeitschrift für die Gesamte Staatswissenschaft, y reimpreso en 1929 en su libro Kritik des Interventionisms, págs 55-90.

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